I.
Nuestro cuerpo es una prisión que mantiene cautiva a nuestra alma y le impide
emprender vuelo hacia el cielo. Los santos han conocido y deplorado esta
cautividad: ¡tú la conoces y la amas! Los
placeres, los honores, las riquezas son las cadenas que te sujetan al mundo y
te retienen lejos de Dios. Señor, romped mis cadenas; son agradables en
apariencia, pero crueles en realidad. Los bienes de
este mundo tienen verdadera amargura, falsa dulzura; dolor cierto, placer
incierto (San Agustín).
II. El pecador duerme tranquilo en sus cadenas, no conoce su cautiverio, no piensa en él, ama sus cadenas, porque son de oro y seda. Si consideras el estado de tu alma, verás que está encadenada por todos lados; con todo, duermes, descansas a tus anchas, nada haces por el cielo. Despierta de una vez por todas, y te asombrarás, como San Agustín, del lastimoso estado a que te han reducido tus crímenes. Estaba encadenado y no aborrecía mis cadenas; tenía por dulce lo que es amargo y por amargo lo que es dulce.
III. El Ángel despertó a San Pedro y rompió sus cadenas; San Pedro siguió al Ángel y le obedeció. Para obrar tu conversión dos cosas son necesarias: el auxilio del cielo, a fin de despertarte del sueño en el que estás sumido y romper tus cadenas que te atan al pecado; y una obediencia pronta, para responder al llamado del Señor. Nada puedes hacer sin la gracia y nada hace la gracia sin tu cooperación.
La huida del pecado. Orad por los cautivos.
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