La
costumbre se llama ordinariamente segunda naturaleza, porque es como una
naturaleza añadida.
I. DAÑOS DEL PECADO COMETIDO POR COSTUMBRE.
Es
tanta la fuerza de la costumbre, que, cuando ésta es inveterada, constituye tu
mayor enemigo. Una cosa es pecar y otra hacerlo por costumbre. Si uno ha
cometido algún pecado y se ha enmendado inmediatamente, pronto revive; porque,
aunque muerto, no está sepultado, no está atenazado por la costumbre. Pero si
ha caído en la mala costumbre, ya le considero enterrado, y con razón puedo
decir que despide mal olor, porque empieza a tener mala fama, que es como un
olor pestilencial. Gastas miserablemente el tiempo cuando le dices: «No debes
obrar así». Porque, ¿cómo quieres que te haga caso el que está como enterrado y
en estado de putrefacción, y hasta oprimido por la lápida sepulcral de la mala
costumbre?
II. EL PECADO COMETIDO POR LA MALA COSTUMBRE, SIMBOLIZADO EN LA
MUERTE DE LAZARO.
En
los tres muertos resucitados corporalmente por el Señor puedes descubrir un
símbolo y una figura de las resurrecciones espirituales. Resucitó a la hija del
jefe de la sinagoga cuando ésta estaba aún en casa. Volvió a la vida al hijo de
la viuda cuando le llevaban ya fuera de la ciudad, camino de la sepultura. Y
resucitó a Lázaro después de estar cuatro días en el sepulcro. Aplica esto a tu alma, porque tú, cuando pecas, mueres,
pues el pecado es la muerte del alma.
1º
A veces pecas de pensamiento, te deleitas advertidamente en lo que es malo: ese
consentimiento te mata, pero la muerte es interior, porque el mal pensamiento
no se ha traducido en actos. La resurrección de esta alma está simbolizada en
la muerte de aquella niña que no había sido aún sacada de casa, aunque ya
estaba muerta: estaba oculta, como el pecado de pensamiento.
2º
Si además de consentir en el mal pensamiento, has realizado la maldad, se puede
decir que has sacado ya el muerto fuera de la puerta; le tienes ya fuera de
casa, camino del cementerio. También el Señor resucitó a este muerto y le
devolvió con vida a su madre. Si has pecado, arrepiéntete; el Señor te
resucitará y te devolverá a tu santa Madre la Iglesia.
3º El
tercer resucitado fue Lázaro. He aquí el último grado de muerte, que es lo que
se llama la fuerza de la mala costumbre. La piedra que cerraba el sepulcro es
la opresora fuerza de la costumbre que oprime el alma, impidiéndole levantarse
y aun respirar. Vino el Señor, para quien todo es fácil, y aun encontró alguna
dificultad. Afligióse su espíritu, exhaló un suspiro ante el sepulcro y clamó,
para indicar que se requieren grandes motivos para despertar a los hombres
endurecidos en la mala costumbre. Sin embargo, a la voz del Señor se rompen los
vínculos de una tiránica costumbre. Tiemblan a esa voz las potestades del
infierno, y sale Lázaro vivo del sepulcro. Fíjate en los detalles de la
resurrección: salió vivo del sepulcro y no podía andar. Entonces el Señor
ordenó a los Apóstoles: «Desatadle y dejadle andar» (Jn. 11 44). Resucitó
Cristo al muerto, y los discípulos desligaron las ataduras. Es necesario, por
consiguiente, que el muerto resucitado pueda verse libre de estos lazos y
obtenga permiso para andar. Esta es la misión que Cristo encomendó a sus
discípulos, cuando les dijo: «Todo lo que desatéis en la tierra será desatado
en el cielo» (Mt. 17 18).
Como consecuencia de este discurso, aprende a conservar la vida si estás vivo, y a resucitar si estás muerto.
1º
Si el pecado sólo ha sido concebido en el corazón, y no se ha ejecutado lo que
se pensó, arrepiéntete, de modo que con este remedio resucite el muerto dentro
de la casa de tu conciencia.
2º
Si se ha realizado aquello que el pensamiento concibió, no hay que desesperar;
el muerto que no resucitó en secreto resucita en público mientras le llevan a
enterrar. Arrepiéntete de la mala acción para recuperar pronto la vida, sin dar
tiempo a caer en el sepulcro, donde te verás oprimido por la gran piedra de la
costumbre.
3º
Mas si acaso hablo con quién está aprisionado bajo la dura losa de su costumbre
y oprimido por su peso, si acaso me escucha alguno que, muerto de cuatro días,
ya hiede, le diré que tampoco desespere. Cierto es que se halla el muerto muy
abajo; pero está Cristo arriba. Está Cristo arriba, que con un grito puede
destruir todas las ligaduras terrenas y sabe vivificar interiormente, aunque
después entregue el muerto a sus discípulos para que le quiten las ligaduras.
Sí; que también éste haga penitencia. Lázaro,
resucitado después de estar cuatro días en el sepulcro, no conservó ningún mal
olor en su nueva vida. Por tanto, los que están con vida, que la conserven; y
los que hayan muerto, sea cualquiera el género de estas tres muertes, procuren
resucitar sin tardanza.
III. La costumbre de pecar disminuye el horror al pecado.
Por
grandes y vergonzosos que sean los pecados cuando se hacen costumbre, se
consideran como pequeñeces o cosas baladíes, hasta el punto de que se juzga
inútil ocultarlos, y se llega hasta publicarlos con vanagloria. Así ocurrió con
los habitantes de Sodoma y Gomorra, que no sólo no se ruborizaban de sus
deshonestidades, sino que tenían a gala hacer ostentación de ellas, como si
fuera permitido por las leyes. Por eso, cuando les reprendían, se enojaban de
tal modo que, cuando un hombre justo les increpaba por sus infamias, le
contestaban: «Has venido a morar con nosotros, no a darnos leyes» (Gen. 19 9).
Era de tal naturaleza la costumbre que tenían de pecar, que la iniquidad les
parecía virtud, ya que juzgaban a quien le prohibía continuar en su pecado más
digno de reprensión que ellos mismos. Lo mismo te ocurrirá a ti si caes en el
hábito de pecar; la costumbre de obrar el mal no te dejará apreciar ya la
maldad de tus actos, de modo que hasta intentarás defender tus inicuas
acciones. No le quites, pues, importancia a los pecados que quizá cometes ya
por costumbre. La costumbre rebaja e incluso anula la gravedad del pecado; se
ha endurecido ya tu conciencia, y tu alma ha dejado de sentir el dolor del
pecado. No se siente el dolor en un miembro corrompido, pero no por eso se
puede decir que esté sano; antes al contrario, se le debe considerar muerto. Cuando
se causa una herida en alguna parte del cuerpo y se siente dolor, es señal de
que está sana, o de que por lo menos queda alguna esperanza de curación; pero
cuando se la comprime, hiere, punza, y ya no duele, désela por muerta, debe
amputarse. Enmiéndate: la mala costumbre se vence con la buena; no sigas la
corriente de tus malos hábitos ni pretendas aplacar tus pasiones siendo
indulgente con ellas, sino destrúyelas, oponiéndoles enérgica resistencia. Sin
embargo, mientras existe, considérala como enemigo; si no la secundas, irá
debilitándose de día en día. Ten presente que su fuerza no es otra que tu
debilidad, y que si condesciendes, le proporcionas nuevas fuerzas. Por el
contrario, cuando se resiste a la mala costumbre, su poder disminuye;
reprimida, se debilita; debilitada, muere; y a la mala costumbre le sigue la
buena. Hablo por experiencia; véncete hoy, y mañana te será más fácil la
victoria. Si trabajas por vencerte mañana también, encontrarás apoyo en el
esfuerzo del día anterior. Las dificultades que experimentas provienen de haber
dado fuerzas a tu enemigo mediante la mala costumbre. No te costó trabajo el
alimentarla: esfuérzate ahora por vencerla; y si con tus fuerzas no puedes
conseguir la victoria, acude al Señor. Esfuérzate ahora por no pecar; y si por
flaqueza incurres en alguna falta, no te descuides: arrepiéntete
inmediatamente, llórala con sinceridad, y así podrás comparecer sin temor ante
el Juez.
Afectos y súplicas.
¡Señor!
¡Con qué dificultad se levanta el que se encuentra oprimido bajo la losa de la
mala costumbre! Pero siempre puede levantarse vivificado por la acción interior
de tu gracia si tú, Señor, le gritas al corazón. En efecto, he visto hombres de
costumbres corrompidas que, convertidos, viven más piadosamente que sus
murmuradores. No desconfío de la salud de nadie, y me confirmo en ello con el
caso de la hermana de Lázaro, si es que ella fue la misma que ungió tus pies,
y, después de bañarlos con lágrimas, los secó con sus cabellos; ésta, digo, recibió
mejor resurrección que su hermano, cuando fue librada de la pesada piedra de la
mala costumbre. Era pública pecadora, y, no obstante, dijiste de ella: «Le
fueron perdonados muchos pecados porque amó mucho» (Lc. 7 47). No quiero, pues,
ni presumir ni desesperar de mí, ya que tan malo es lo uno como lo otro. Y para
no desesperar, quiero dirigirme a aquel en quien debe fundarse toda presunción.
Tú dijiste: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt. 9 13).
Ciertamente que si no hubieras amado a los pecadores, no habrías descendido del
cielo a la tierra. ¡Oh Señor! Grandes son mis enfermedades, pero ninguna es
incurable para ti, médico omnipotente. Quiero ser curado, no rechazo tus manos,
porque tú sabes qué es lo que debes hacer. ¿Acaso no me curarás porque tenga yo
toda la culpa de haber caído enfermo, despreciando tus avisos? No quise
escucharte cuando se trataba de conservar la salud; te escucharé ahora para
poder recobrarla. Que al menos, después de haber traspasado tus advertencias,
te preste atención tras una penosa experiencia. ¿Qué terquedad no será la que
ni aun a los hechos de la experiencia se doblega? Dame, Señor, la gracia de
llorar para no ser insensible al dolor. ¿Sigues pecando? Pues adonde quiera que
vayas llevas tu conciencia, la cual te seguirá atormentando.
“MEDITANDO CON SAN AGUSTÍN”
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