lunes, 18 de abril de 2022

LA FUERZA DE LA MALA COSTUMBRE – Por San Agustín.


 

La costumbre se llama ordinariamente segunda naturaleza, porque es como una naturaleza añadida.


I. DAÑOS DEL PECADO COMETIDO POR COSTUMBRE.

Es tanta la fuerza de la costumbre, que, cuando ésta es inveterada, constituye tu mayor enemigo. Una cosa es pecar y otra hacerlo por costumbre. Si uno ha cometido algún pecado y se ha enmendado inmediatamente, pronto revive; porque, aunque muerto, no está sepultado, no está atenazado por la costumbre. Pero si ha caído en la mala costumbre, ya le considero enterrado, y con razón puedo decir que despide mal olor, porque empieza a tener mala fama, que es como un olor pestilencial. Gastas miserablemente el tiempo cuando le dices: «No debes obrar así». Porque, ¿cómo quieres que te haga caso el que está como enterrado y en estado de putrefacción, y hasta oprimido por la lápida sepulcral de la mala costumbre?


II. EL PECADO COMETIDO POR LA MALA COSTUMBRE, SIMBOLIZADO EN LA MUERTE DE LAZARO.

En los tres muertos resucitados corporalmente por el Señor puedes descubrir un símbolo y una figura de las resurrecciones espirituales. Resucitó a la hija del jefe de la sinagoga cuando ésta estaba aún en casa. Volvió a la vida al hijo de la viuda cuando le llevaban ya fuera de la ciudad, camino de la sepultura. Y resucitó a Lázaro después de estar cuatro días en el sepulcro. Aplica esto a tu alma, porque tú, cuando pecas, mueres, pues el pecado es la muerte del alma.

A veces pecas de pensamiento, te deleitas advertidamente en lo que es malo: ese consentimiento te mata, pero la muerte es interior, porque el mal pensamiento no se ha traducido en actos. La resurrección de esta alma está simbolizada en la muerte de aquella niña que no había sido aún sacada de casa, aunque ya estaba muerta: estaba oculta, como el pecado de pensamiento.

Si además de consentir en el mal pensamiento, has realizado la maldad, se puede decir que has sacado ya el muerto fuera de la puerta; le tienes ya fuera de casa, camino del cementerio. También el Señor resucitó a este muerto y le devolvió con vida a su madre. Si has pecado, arrepiéntete; el Señor te resucitará y te devolverá a tu santa Madre la Iglesia.

El tercer resucitado fue Lázaro. He aquí el último grado de muerte, que es lo que se llama la fuerza de la mala costumbre. La piedra que cerraba el sepulcro es la opresora fuerza de la costumbre que oprime el alma, impidiéndole levantarse y aun respirar. Vino el Señor, para quien todo es fácil, y aun encontró alguna dificultad. Afligióse su espíritu, exhaló un suspiro ante el sepulcro y clamó, para indicar que se requieren grandes motivos para despertar a los hombres endurecidos en la mala costumbre. Sin embargo, a la voz del Señor se rompen los vínculos de una tiránica costumbre. Tiemblan a esa voz las potestades del infierno, y sale Lázaro vivo del sepulcro. Fíjate en los detalles de la resurrección: salió vivo del sepulcro y no podía andar. Entonces el Señor ordenó a los Apóstoles: «Desatadle y dejadle andar» (Jn. 11 44). Resucitó Cristo al muerto, y los discípulos desligaron las ataduras. Es necesario, por consiguiente, que el muerto resucitado pueda verse libre de estos lazos y obtenga permiso para andar. Esta es la misión que Cristo encomendó a sus discípulos, cuando les dijo: «Todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt. 17 18).

Como consecuencia de este discurso, aprende a conservar la vida si estás vivo, y a resucitar si estás muerto.

Si el pecado sólo ha sido concebido en el corazón, y no se ha ejecutado lo que se pensó, arrepiéntete, de modo que con este remedio resucite el muerto dentro de la casa de tu conciencia.

Si se ha realizado aquello que el pensamiento concibió, no hay que desesperar; el muerto que no resucitó en secreto resucita en público mientras le llevan a enterrar. Arrepiéntete de la mala acción para recuperar pronto la vida, sin dar tiempo a caer en el sepulcro, donde te verás oprimido por la gran piedra de la costumbre.

Mas si acaso hablo con quién está aprisionado bajo la dura losa de su costumbre y oprimido por su peso, si acaso me escucha alguno que, muerto de cuatro días, ya hiede, le diré que tampoco desespere. Cierto es que se halla el muerto muy abajo; pero está Cristo arriba. Está Cristo arriba, que con un grito puede destruir todas las ligaduras terrenas y sabe vivificar interiormente, aunque después entregue el muerto a sus discípulos para que le quiten las ligaduras. Sí; que también éste haga penitencia.  Lázaro, resucitado después de estar cuatro días en el sepulcro, no conservó ningún mal olor en su nueva vida. Por tanto, los que están con vida, que la conserven; y los que hayan muerto, sea cualquiera el género de estas tres muertes, procuren resucitar sin tardanza.


III. La costumbre de pecar disminuye el horror al pecado.

Por grandes y vergonzosos que sean los pecados cuando se hacen costumbre, se consideran como pequeñeces o cosas baladíes, hasta el punto de que se juzga inútil ocultarlos, y se llega hasta publicarlos con vanagloria. Así ocurrió con los habitantes de Sodoma y Gomorra, que no sólo no se ruborizaban de sus deshonestidades, sino que tenían a gala hacer ostentación de ellas, como si fuera permitido por las leyes. Por eso, cuando les reprendían, se enojaban de tal modo que, cuando un hombre justo les increpaba por sus infamias, le contestaban: «Has venido a morar con nosotros, no a darnos leyes» (Gen. 19 9). Era de tal naturaleza la costumbre que tenían de pecar, que la iniquidad les parecía virtud, ya que juzgaban a quien le prohibía continuar en su pecado más digno de reprensión que ellos mismos. Lo mismo te ocurrirá a ti si caes en el hábito de pecar; la costumbre de obrar el mal no te dejará apreciar ya la maldad de tus actos, de modo que hasta intentarás defender tus inicuas acciones. No le quites, pues, importancia a los pecados que quizá cometes ya por costumbre. La costumbre rebaja e incluso anula la gravedad del pecado; se ha endurecido ya tu conciencia, y tu alma ha dejado de sentir el dolor del pecado. No se siente el dolor en un miembro corrompido, pero no por eso se puede decir que esté sano; antes al contrario, se le debe considerar muerto. Cuando se causa una herida en alguna parte del cuerpo y se siente dolor, es señal de que está sana, o de que por lo menos queda alguna esperanza de curación; pero cuando se la comprime, hiere, punza, y ya no duele, désela por muerta, debe amputarse. Enmiéndate: la mala costumbre se vence con la buena; no sigas la corriente de tus malos hábitos ni pretendas aplacar tus pasiones siendo indulgente con ellas, sino destrúyelas, oponiéndoles enérgica resistencia. Sin embargo, mientras existe, considérala como enemigo; si no la secundas, irá debilitándose de día en día. Ten presente que su fuerza no es otra que tu debilidad, y que si condesciendes, le proporcionas nuevas fuerzas. Por el contrario, cuando se resiste a la mala costumbre, su poder disminuye; reprimida, se debilita; debilitada, muere; y a la mala costumbre le sigue la buena. Hablo por experiencia; véncete hoy, y mañana te será más fácil la victoria. Si trabajas por vencerte mañana también, encontrarás apoyo en el esfuerzo del día anterior. Las dificultades que experimentas provienen de haber dado fuerzas a tu enemigo mediante la mala costumbre. No te costó trabajo el alimentarla: esfuérzate ahora por vencerla; y si con tus fuerzas no puedes conseguir la victoria, acude al Señor. Esfuérzate ahora por no pecar; y si por flaqueza incurres en alguna falta, no te descuides: arrepiéntete inmediatamente, llórala con sinceridad, y así podrás comparecer sin temor ante el Juez.


Afectos y súplicas.

¡Señor! ¡Con qué dificultad se levanta el que se encuentra oprimido bajo la losa de la mala costumbre! Pero siempre puede levantarse vivificado por la acción interior de tu gracia si tú, Señor, le gritas al corazón. En efecto, he visto hombres de costumbres corrompidas que, convertidos, viven más piadosamente que sus murmuradores. No desconfío de la salud de nadie, y me confirmo en ello con el caso de la hermana de Lázaro, si es que ella fue la misma que ungió tus pies, y, después de bañarlos con lágrimas, los secó con sus cabellos; ésta, digo, recibió mejor resurrección que su hermano, cuando fue librada de la pesada piedra de la mala costumbre. Era pública pecadora, y, no obstante, dijiste de ella: «Le fueron perdonados muchos pecados porque amó mucho» (Lc. 7 47). No quiero, pues, ni presumir ni desesperar de mí, ya que tan malo es lo uno como lo otro. Y para no desesperar, quiero dirigirme a aquel en quien debe fundarse toda presunción. Tú dijiste: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt. 9 13). Ciertamente que si no hubieras amado a los pecadores, no habrías descendido del cielo a la tierra. ¡Oh Señor! Grandes son mis enfermedades, pero ninguna es incurable para ti, médico omnipotente. Quiero ser curado, no rechazo tus manos, porque tú sabes qué es lo que debes hacer. ¿Acaso no me curarás porque tenga yo toda la culpa de haber caído enfermo, despreciando tus avisos? No quise escucharte cuando se trataba de conservar la salud; te escucharé ahora para poder recobrarla. Que al menos, después de haber traspasado tus advertencias, te preste atención tras una penosa experiencia. ¿Qué terquedad no será la que ni aun a los hechos de la experiencia se doblega? Dame, Señor, la gracia de llorar para no ser insensible al dolor. ¿Sigues pecando? Pues adonde quiera que vayas llevas tu conciencia, la cual te seguirá atormentando.

 

“MEDITANDO CON SAN AGUSTÍN”

 


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