Es preciso asimismo resignarse en las
desolaciones del espíritu. Cuando un alma se entrega a la vida interior, tiene
el Señor costumbre de prodigarla consuelos, a fin de despojarla enteramente de los
placeres mundanos; pero, desde el instante que la considera suficientemente
afirmada en la espiritualidad, entonces retírale su mano para experimentar su
amor y ver si le sirve y ama fielmente, y no tan sólo por las sensibles
dulzuras, cuya devoción es a menudo recompensada en este suelo.
“Durante la vida, decía Santa Teresa, nuestro bienestar no consiste tanto en obtener el mayor grado del goce de Dios, como en hacer su voluntad”. (Vida) Y en otro pasaje: “Por medio de las mortificaciones y la tentación prueba el Señor a los que le aman”. (Vida) De, pues, gracias al Señor un alma favorecida con sus dulces caricias, pero nunca se abandone a la tristeza ni a la impaciencia al hallarse desolada. En este punto, preciso es vivir prevenido, ya que ciertas almas débiles, al verse en la aridez, imagínanse al momento que Dios las tiene abandonadas, o que no se ha hecho para ellas la vida espiritual, y en su consecuencia descuidan la oración y pierden todo cuanto antes hicieran.
No hay ocasión más propicia para ejercer nuestra resignación con la voluntad de Dios, que el tiempo de los sinsabores. No pretendo decir con esto que, al experimentar alguna pena, debamos vernos privados de la presencia de Dios. No puede impedirse que, al sentirla, no nos lamentemos por ella, pues el mismo Jesucristo, de las suyas se lamentaba desde la cruz: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mat, XXVII, 46.) Pero, sea cual fuere nuestra desolación, debemos resignarnos siempre enteramente con la voluntad del Señor. Todos los santos fueron presa de esas desolaciones y abandonos espirituales.
“¡Cuánta dureza de corazón experimento!,
exclamaba San Bernardo; ya no tengo gusto por la lectura, ya no me atraerá la
oración ni la meditación.” Los santos, muy a menudo se han
visto sumidos en la aridez, sin experimentar consuelos sensibles. Estos
pasajeros favores, sólo raras veces los concede Dios, y aun a las almas
débiles, para fortalecerlas; no a aquellas que para nada se detienen en el
camino de la virtud. En cuanto a las delicias que han de premiar nuestra
fidelidad, las que nos aguardan constituyen un paraíso, La Tierra es un lugar en donde se merece
por medio de los sufrimientos; el Cielo es la morada de la remuneración y la
alegría. Así, pues, lo que durante su vida han siempre buscado y
deseado los santos, no es el fervor sensible, ni los goces, sino el fervor
espiritual en los sufrimientos. “¡Oh!,
exclamaba San Juan de Ávila: vale mucho más hallarse sumido en el abandono y
la tentación por la divina voluntad, que elevarse a la contemplación sin que
Dios lo quiera”.
Pero es menester considerar que no siempre
el abandono es un castigo; es algunas veces una disposición de la Providencia,
que tiene por objeto hacernos mejorar y conservarnos humildes. Temeroso de que San Pablo no se enorgulleciese
con los dones que del Señor había recibido, Este permitió que se sintiera
atormentado de impuras tentaciones: “Y
para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina
clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere” (II Cor., XII, 7.)
El que ora entre las delicias espirituales no hace gran cosa. No miraréis como
amigo tan verdadero al que sólo os acompañe en vuestra mesa, como al que, lleno
de interés, os asista en vuestras necesidades. En la obscuridad y la desolación reconoce Dios a sus amigos sinceros. Hallándose
Paladio sumido en grande pesadez durante la oración, fue a encontrar a San Macario, el cual dióle este consejo:
“Cuando el demonio os sugiera la idea de
dejar la oración, respondedle: Por el amor de Jesucristo me resigno a
permanecer aquí y a no moverme de entre las paredes de esta celda”. Esta es
vuestra respuesta al sentiros tentado de abandonar la oración y al pareceros
que perdéis en ella el tiempo. Decid siempre: No me muevo de aquí para agradar a Dios. — Decía San Francisco de Sales que, si en la oración no hacíamos más que
combatir las distracciones y tentaciones, sería provechosa. Tauler asegura además que el que persevera en la oración, a pesar del abandono
que experimente, obtendrá de Dios mayor gracia que si hubiese rogado durante
largo tiempo con mucha devoción sensible. El
P. Rodríguez (en su obra
“Perfecto cristiano”) habla de un
hombre piadoso que durante el espacio de cuarenta años no había nunca sentido
el menor consuelo en su oración, pero que decía que, a pesar de todo, el día
que a ella se entregaba encontrábase más fortalecido en la práctica de todas
las virtudes, mientras que, si llegaba a descuidarla, experimentaba por el
contrario tal debilidad, que no se sentía capaz de hacer nada bueno. Según San
Buenaventura y Gerson son muchos los que sirven más a Dios sin tener
el recogimiento que desean, que si en efecto lo tuvieran; en el primer caso, es
dable que se porten con mayor cuidado y humildad que en el segundo, en el cual
pueden entregarse más fácilmente a la vanidad, y en su consecuencia a la
tibieza, persuadidos de haber encontrado lo que deseaban.
Lo que decimos de los abandonos, debe
igualmente entenderse de las tentaciones. Cuidar debemos de evitar toda
tentación; pero, si Dios quiere o permite que nos sintamos atacados contra la
fe, la pureza u otra virtud cualquiera, no debemos quejarnos de ello, sino en
esto resignarnos, como en todo, a su divina voluntad. Respondió el Señor a San Pablo, cuando éste le rogó que le
librase de las tentaciones de impureza, “que su gracia debía bastarle” (II
Cor., XII, 9.) Si, pues, nosotros también notamos que Dios no atiende a la
demanda que le dirigimos de vernos libres de cualquiera tentación desagradable,
digámosle: Señor, haced o permitid
cuanto os sea grato; bástame con vuestra gracia; empero asistidme, a fin de que
nunca más la pierda. No es la tentación, sino nuestro consentimiento en ella,
lo que nos hace perder la divina gracia. Las tentaciones a cuyo influjo nos resistimos sirven para hacernos más humildes,
para aumentar nuestros méritos, para obligarnos a recurrir más a menudo a Dios,
preservándonos así por más largo tiempo de ofenderle, y haciéndonos crecer en
su santo amor.
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