II. ¿No
es acaso la vanidad, la que, muy a menudo, te impulsa a obrar? Practicas la
virtud, das limosna, frecuentas la Iglesia; ¿no es acaso para adquirir fama de hombre de bien? Si fuere así,
tendrás tu recompensa en este mundo: los hombres te alabarán; pero Dios te
castigará. ¡Qué ceguera preferir una
vana honra a la gloria eterna, alabanzas de hombres a la estima de Dios!
III. Haz,
pues, tus buenas acciones en secreto y no delante de los hombres. Si es necesario que se manifiesten,
purifica tu intención, renuncia a la vanidad que puede corromper las acciones
más santas. Pon tu intención desde la mañana; renuévala
al comienzo de tus principales actos. Todo lo que hago, Señor, quiero hacerlo
para agradaros. Sólo Vos tenéis derecho a mi amor.
Buscad
la pureza de intención. Orad por los que están constituidos en dignidad.
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