El sábio arzobispo de Florencia San Antonino refiere en sus escritos un hecho no menos terrible que el
anterior (se refiere al terrible caso de
Raymond Diocrés, 1084), y que hacia la mitad del siglo XV había asombrado a
todo el Norte de Italia. Un joven de buena familia, que a los diez y seis o
diez y siete años había tenido la desgracia de callar un pecado mortal en la
confesión, y de comulgar en este estado, Habia ido dilatando de semana en semana
y de mes en mes la penosa manifestación de sus sacrilegios, continuando, sin
embargo, sus frecuentes confesiones y comuniones por un miserable respeto
humano. Atormentado de remordimientos, pretendía acallarlos imponiéndose tan
grandes penitencias, que le hacían pasar por un Santo.
Pero como no lo consiguiese así tampoco, se
resolvió a entrar en un convento. “Allí
al menos, se decía, lo declararé todo y expiaré seriamente mis afrentosos
pecados.” Más, por su desdicha, fué recibido como un Santo por los
superiores, que ya le conocían de oídas, y con esto la vergüenza que sentía de
aclarar sus graves pecados se sobrepuso una vez más. Dilató su confesión sincera
para más adelante; redobló sus penitencias, y un año, dos años, tres años fué
pasando en tan deplorable estado, sin atreverse jamás a revelar el peso
horrible y vergonzoso que le abrumaba.
Al fin una enfermedad grave vino, al
parecer, a facilitarle el medio de descargar su conciencia. “Ahora voy, se dijo, a confesarlo todo de
una vez; voy a hacer una confesión general antes de morir.” Pero
sobreponiéndose aún entonces el amor propio al arrepentimiento, embrollo de tal
manera la confesión de sus faltas, que el confesor no pudo entenderle. Quedóle
todavía un vago deseo de volver sobre aquel asunto al día siguiente; pero le
sobrevino un acceso de delirio, y desgraciadamente murió así.
Los frailes, que ignoraban la horrorosa realidad,
se decían unos á, otros: “Si éste no
está en el cielo, ¿quién de nosotros podrá entrar allá?” Y hacían tocar a
las manos del cadáver cruces, rosarios y medallas.
El cuerpo fué llevado con cierta especie de
veneración a la iglesia del monasterio, y quedó expuesto en el coro hasta la mañana
del día siguiente, en que debían celebrarse sus funerales.
Algunos momentos antes de la hora señalada para
el entierro, uno de los frailes, encargado de tocar la campana, se encontró de
repente cerca del altar con el difunto, rodeado de cadenas que parecían
enrojecidas por el fuego, y mostrando en toda su persona ciertas señales de
incandescencia.
El pobre fraile, lleno de espanto, cayó de
rodillas, fijos los ojos en la aterradora aparición; y entonces el réprobo le
dijo: “No reguéis por mí: estoy en el
infierno por toda la eternidad.” Y enseguida le contó la triste historia de
su malhadada vergüenza y de sus sacrilegios, después de lo cual desapareció, dejando
en la iglesia un olor infecto, como para atestiguar la verdad de todo lo que el
fraile acababa de ver y de escuchar.
Enterados del caso los superiores, hicieron llevar
de allí el cadáver, juzgándole indigno de sepultura eclesiástica.
“EL
INFIERNO”
SI
LO HAY—QUE COSA SEA—COMO HUIR DE Él.
Por
MONS.
DE SEGUR.
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