Nuestro
comentario: Esta demás decir que recomiendo a los
Curitas leer este libro y lo lleven a la práctica. Y también para edificación de
los laicos, ya que es una obra impregnada de profundo espíritu católico. “La edición Libertad” dice de esta obra: “Libro que podemos leer delante de nuestros hijos y conservar sin rubor en nuestra biblioteca,
sea la de un obrero, la de un artista, la de un sabio, la de una niña.” Sin
más preámbulos va el fragmento que escogí hoy para mis amigas y amigos.
La noche en que lo vemos costeando el arroyo
en su mula, regalo de un amigo, debía andar en el ejercicio de su ministerio,
pues aunque no era hombre de recelarse por garúa más o menos, no estaba el
tiempo para paseos, y mejor le habría sentado quedarse en su escritorio
calentándose los pies en la piel del león y rezando su oficio o leyendo algunas
de las pocas cosas que él leía, mientras llegaba la hora de cenar, que no
andaba lejos.
Y así era. Venía de la Cumbre, cuatro o seis
leguas atrás, adonde fué el día antes para una confesión.
En treinta años de jabonar almas de
paisanos, había enjuagado muchas suciedades, pero ninguna encontró jamás tan
percudida con tan mezquinos pecados, como la que esa tarde despachó a la gloria
cristianamente pensando.
Era una ricacha porteña, instalada en las
sierras hacía dos o tres años, por prescripción médica.
Muchas obras buenas tenía en su haber,
muchas caridades, pero de esas caridades hechas “coram gentibus”, como decía don Filemón, desvirtuadas por la
vanidad que las inflaba, vanidad de aparecer generosa más que nadie, dando mil,
sólo porque otros dieron cien.
—Que
tu mano derecha ignore lo que hace tu izquierda—gruñía don Filemón, cuando
la enferma le contaba sus muchas larguezas.
Además, había en ella un apego desmedido a
las cosas del mundo y un horror excesivo a la muerte, cuyo solo nombre la hacía
prorrumpir en gritos que crispaban los nervios de los que la rodeaban.
Un día entero había pasado el cura,
esperando que espontáneamente pidiera confesión. Rodeábanla los deudos
complacientes, para impedir que don Filemón entrara directamente en la ardua
cuestión, con riesgo de espantar a la enferma; y él, que veía aquella estúpida
prudencia humana delante de la muerte que avanzaba, se sentía en ascuas.
Al fin no pudo más y dijo resueltamente:
—Señora, ¿quiere usted confesarse? Cuando uno está en
estos trances, bueno es tener el pingo (caballo) ensillado, por lo que “potest
contingere...”
— ¡Jesús,
padre Rochero! ¡No
diga eso! yo no me pienso morir. Dios no puede permitir tamaña injusticia; yo
soy joven y hago mucha falta. Mire, padre, le he prometido a la Virgen de
Dolores, si me cura, hacerle este verano una iglesia mejor que la que tiene.
Porque yo no me quiero morir; ¿qué sería de tanto pobre sin mí? no quiero, no
puedo morir... ¡Jesús!
—Y,
sin embargo, señora—acabó por gritar sulfurado el cura, — ¡se está usted
muriendo a chorros!
Los espantados deudos que oyeron tamaña
impertinencia, se agruparon en tropel, creyendo que la enferma se habría muerto
de la impresión.
Y, sin embargo, aquella saludable franqueza
logró más éxito que todas las tímidas insinuaciones anteriores.
— ¡Vamos! —Murmuró el cura secándose el sudor
que le había hecho brotar el esfuerzo, —ya he agarrado la hebra; ahora todo se
va a ir como lista de poncho.
Y efectivamente, tras breve debate, un alto
espíritu de humildad y de resignación entró en el alma de la moribunda que,
como si le hubieran trocado el corazón, desde ese momento miró las cosas del
mundo con un singular despego.
—Señora, —decíale don Filemón como un supremo consuelo, —la
injusticia habría sido que usted se fuera al infierno teniendo un cura al lado.
Pero de esta hecha ha cambiado de rumbo...
Fallecida la enferma, mientras rezaba un
responso, hizo don Filemón que le ensillasen la muía, y poco después, envuelto
en un poncho de vicuña, más impenetrable al agua que todos los impermeables
ingleses, se largó al galope hacia sus pagos, lleno de alegría por haber
rescatado un alma.
Cuando llegó a su casa, en San Esteban, doña
Floriana, una vieja sirvienta, único bien heredado de sus padres, díjole que
esa tarde habían enterrado a la mujer de Germán.
Rendido
de fatiga, echóse de nuevo al campo, a través de la cruda noche. Nunca en esos
trances debía faltar la palabra alentadora de don Filemón.
A eso de las ocho llegó a casa del viudo y
de los huérfanos.
Ladráronle los perros; pero como Antonio
saliera a calmarlos y a ver quién llegaba, pudo apearse y meter su mula en una
ramada para guarecerla de la lluvia.
Como
viejo amigo, entró sin llamar en la pieza del duelo.
“FLOR
DE DURAZNO”
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