lunes, 23 de diciembre de 2019

SAN FRANCISCO DE ASÍS, PREPARA UN PESEBRE PARA EL DÍA DEL NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR.





   La suprema aspiración, el más vehemente deseo y el más eficaz propósito de nuestro bienaventurado Francisco era guardar en todo y por todo el santo Evangelio y seguir e imitar con toda perfección y solícita vigilancia, con todo el cuidado y afecto de su entendimiento y fervor de su corazón los pasos y doctrinas de Jesucristo Nuestro Señor. Con asidua meditación recordaba sus divinas palabras y con sagaz penetración consideraba sus obras. Pero lo que ocupaba más de continuo su pensamiento, y tanto que apenas quería pensar en otra cosa, era la humildad de su encarnación y el amor infinito de su pasión santísima. Ciertamente es digno de piadosa y eterna memoria lo que, tres años antes de su gloriosa muerte, llevó a cabo el día de Navidad en honra de Nuestro Señor Jesucristo, en un pueblo por nombre Greccio. Moraba en aquel lugar un digno señor llamado Juan, de buena reputación y mejor vida, a quien Francisco profesaba amistad singular, porque si era en aquella tierra noble y muy honrada, despreciaba la nobleza de la carne y sólo atendía a conseguir la nobleza del espíritu.

   Quince días antes de Navidad llamóle Francisco como hacía otras veces, y le dijo: Si deseas que celebremos en Greccio la próxima fiesta del natalicio divino, adelántate y prepara con diligencia lo que voy a indicarte. Para hacer memoria con mayor naturalidad de aquel divino Niño y de las incomodidades que sufrió al ser reclinado en un pesebre y puesto sobre húmeda paja junto a un buey y un asno, quisiera hacerme de ello cargo de una manera palpable y como si lo presenciara con mis propios ojos. Oyó esto el buen hombre y apresuróse a preparar en aquel lugar todo lo que le había dado a entender a Francisco.

   Llegó por fin el día de la alegría y la hora de la satisfacción apetecida. Fueron convidados religiosos de varias partes, los hombres y mujeres del lugar, según su posibilidad, y con íntimo gozo, con luces y hachas, se dispusieron a iluminar aquella noche, que con inmensa claridad, cual astro refulgente, irradia sobre los días y los años. Llega en último lugar el siervo de Dios, y hallándolo todo a punto según lo deseara, alégrase en extremo. Dispónese luego el pesebre, acomódase la paja y se trae el buey y el asno. Hónrase allí la sencillez, se elogia la pobreza, se celebra la humildad, y Greccio se convierte en otra ciudad de Belén. Queda la noche iluminada como claro día y da placer a los hombres y a los animales. Llegan los pueblos y animan con nuevo entusiasmo y fervor aquel admirable misterio. Resuenan en el valle las voces, y los ecos responden con estremecimiento. Cantan los religiosos y entonan las divinas alabanzas y transcurre la noche en santa alegría. Contempla extático el siervo de Dios el pesebre, suspira tiernamente y se le adivina rebosante de ternura anegado en mar de celestiales goces. Celébrase el santo sacrificio de la misa junto al pesebre, y el sacerdote disfruta de inusitado consuelo.

   Viste Francisco los ornamentos sagrados propios del grado de diácono, a cuyo orden estaba elevado, y con voz conmovida entona el santo Evangelio.
Y aquella voz insinuante y dulce, clara y sonora, convida a todos a los premios eternos. Predica después al pueblo que le rodea, y de sus labios brotan dulcísimas palabras sobre el nacimiento del Rey-pobre y de la insignificante ciudad de Belén. Cuando ha de pronunciar el dulce nombre de Jesús, ardiendo en flagrantísimo amor, llámale, con sin igual ternura, el Niño de Belén; y esta palabra, a causa del estremecimiento y emoción, percíbese como tierno balido de oveja, y su boca llénase, más que con el nombre, con el dulce afecto que al pronunciarlo experimenta. Su lengua, cuando ha de nombrar al Niño de Belén o el nombre ternísimo de Jesús, muévese alrededor de los labios cual si lamiese y saborease algo dulcísimo y gustase el grato sabor de aquella divina palabra. El Altísimo multiplicó sus maravillas, pues un hombre piadoso de los que allí había contempló una admirable visión. Vió un niño exánime reclinado en el pesebre, al cual se acercó el santo varón de Dios y lo resucitó tan suavemente cual si le despertara del sopor del sueño. Tuvo esta visión particular sentido, y ciertamente muy adecuado, porque significaba que habiendo sido echado en olvido el divino Jesús y arrojado de muchos corazones, resucitó por su siervo Francisco, con el auxilio de la divina gracia, y quedó impreso en los corazones deseosos de verdad. Cesaron, por fin, los solemnes cultos, y cada cual volvió a su casa lleno de gozo y alegría.

   Conservóse la paja que se colocara en el pesebre, para remedio de los animales, por si el Señor manifestaba su misericordia en caso de necesidad. Y, en efecto, así sucedió, pues muchos animales de toda la región aquejados de diversas enfermedades, hallaron el conveniente remedio al comer de aquella paja. Aún más: muchas mujeres, al acercarse el tiempo de su laborioso parto, colocaban sobre sí de aquel heno y daban a luz con toda felicidad; y de la misma suerte, toda clase de personas aquejadas de distintos males obtuvieron con este remedio la deseada salud. Consagróse más tarde el lugar del pesebre en templo del Señor, y construyóse allí mismo un altar y se edificó una capilla en honor del beatísimo Padre Francisco, a fin de que allí donde algún tiempo habían comido su pienso de paja los animales, de allí en adelante los hombres, para la salud de su alma y de su cuerpo, comieran las carnes del Cordero sin mancilla, Jesucristo Nuestro Señor, que con suma e inefable caridad se nos dió a sí mismo, el cual vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo, Dios eternamente glorioso, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya, aleluya.

Tomás  de Celano – Vida de San Francisco de Asís – Vida primera (libro primero).

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