I. Almas
justas, Dios os ve cuando sufrís; ve vuestros combates y vuestras victorias;
¡qué consuelo en vuestras aflicciones! ¿Qué soldado no se expondría a la muerte
bajo la mirada de su rey? Cuando gimo, cuando me impaciento, Dios me ve; ¿me
atrevería a cometer esta cobardía en presencia de un hombre honrado? No basta que Dios me vea, es preciso que esté siempre
presente a mi espíritu.
II. No
solamente ve Dios nuestras aflicciones, sino que es Él quien nos las envía o
quien permite que las tengamos. No te irrites, pues, contra la mano de tu
perseguidor, ni te impacientes en tus enfermedades: Dios quiere que ellas te
aflijan. En adelante recibe con entera resignación todos los males que te
envíe, y dile a Dios con Jesús: ¡Padre mío, que se
haga vuestra voluntad y no la mía!
III. Dios
recompensará estos sufrimientos; si es su espectador lo es solamente para ser,
Él mismo, la recompensa. “Yo seré –dice Él– vuestra recompensa”. Él será quien
enjugue tus lágrimas; invócalo en la aflicción. Él consoló a Santa Eulalia y a
tantos otros mártires en sus suplicios; Él colmaba de gozo a Job en su
estercolero. Ten presente en tu espíritu, en tus sufrimientos, este
pensamiento: Dios ve mis sufrimientos, Dios los
recompensará; y tus dolores se disiparán, crecerá en ti el valor. Tienes a los
ángeles y al Señor de los ángeles como espectadores en las luchas que sostienes
contra el demonio (San Efrén).
El
recogimiento.
Orad
por los muertos.
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