I. Santa Ágata resistió al
mundo. Ni todos sus honores pudieron seducirla. Sabía que los bienes de la
tierra nada son comparados con los celestiales. ¡Oh mundo, qué mala reputación es la tuya! Los santos te abandonan
y te desprecian; hasta tus partidarios se quejan de ti y dicen que sólo tienes
bienes aparentes y males reales en exceso. Tú, que lees o escuchas, estás
convencido de esta verdad, y sin embargo amas al mundo. El mundo es malo y lo
amas; ¿qué no harías si fuese bueno? (San Agustín).
II. La santa ha resistido a los hombres.
Sus amenazas como sus halagos han fracasado ante su constancia. ¡Cuán difícil es resistir a estos dos
enemigos, uno de los cuales ataca desembozadamente, y el otro con astucia,
sobre todo teniendo un cuerpo que se rebela contra el alma y que se inclina
siempre para el lado de los placeres! ¿Qué hubieras hecho tú en el lugar de Ágata, tú que
ofendes a Dios a menudo antes que privarte de la menor satisfacción?
III. Ágata,
por su pureza, fue émula de los Ángeles; o más bien, con San Ambrosio, digamos que la victoria de las vírgenes es
más gloriosa que la de los Ángeles, pues éstos, no teniendo cuerpo, ninguna
dificultad tienen en ser castos. Para conservar el tesoro de la pureza, es
menester, como los Ángeles, pensar siempre en Dios, obedecer incesantemente sus
órdenes, desasirse en cuanto sea posible de los placeres del cuerpo, y tener
amor sólo para el cielo y para Dios. El hombre casto y el Ángel difieren no por
la virtud, sino por la felicidad. La
castidad de éste es más feliz, la de aquél más valiente (San Ambrosio).
La
castidad. Orad por las vírgenes.
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