viernes, 10 de abril de 2020

La coronación de espinas y el Ecce Homo.





Acabado este tormento de los azotes comiénzase otro no menos injurioso que el pasado, que fue la coronación de espinas. Porque acabado este martirio, dice el Evangelista que vinieron los soldados del presidente a hacer fiesta de los dolores e injurias del Salvador, y tejiendo una corona de juncos marinos, hincáronsela por la cabeza para que así padeciese por una parte sumo dolor, y por otra suma deshonra. Muchas de las espinas se quebraban al entrar por la cabeza; otras llegaban, como dice San Bernardo, hasta los huesos, rompiendo y agujereando por todas partes el sagrado cerebro.

   Y no contentos con este tan doloroso vituperio, vístenle con una ropa colorada, que era entonces vestidura de Reyes, y pénenle por cetro real una caña en la mano, e hincándose de rodillas dábanle bofetadas y escupían en su divino rostro, y tomándole la caña de las manos, heríanle con ella en la cabeza, diciendo: “Dios te salve, Rey de los Judíos”.

   No parece que era posible caber tantas invenciones de crueldades en corazones humanos; porque cosas eran éstas que si en un mortal enemigo se hicieran, bastaran para enternecer cualquiera corazón; mas como el demonio era el que las inventaba, y Dios el que las padecía, ni aquella tan grande malicia se hartaba con ningún tormento según era grande su odio, ni esta tan grande piedad se contentaba con menores trabajos, según era su amor.

   No sé determinar cuál fue mayor: o la injuria que el Salvador aquí recibió o el tormento que padeció. Porque cada día vemos poner coronas en las cabezas de algunos malhechores para deshonrarlos con esta ignominia; más éstas, aunque traen deshonra, no sacan sangre, no causan dolor; mas corona de espinas hincada por el cerebro, que por una parte causase tan grande ignominia y por otro tan gran dolor, ¿quién jamás la vio ni la oyó?

   De manera que la crueldad y fiereza de estos corazones no se contentó con los tormentos usados y conocidos en todas las edades del mundo, sino que vino a descubrir nuevas artes y maneras de tormentos nunca vistos, los cuales de tal manera deshonrasen la persona que también la afligiesen y atormentasen.

   Pues ¿qué diré de las otras salsas con que acedaron esta purga tan amarga como fue vestirle de una ropa colorada, como a Rey, y ponerle una caña por cetro real en la mano e hincarse de rodillas por escarnio y herirle con la caña en la cabeza y dar bofetadas en su divino rostro? ¿Cuándo jamás, desde que el mundo es mundo, se vio tal farsa, tal invención y tal manera de fiesta tan cruel y tan sangrienta?

   Nada de esto leemos, ni en las batallas de los Mártires, ni en los castigos de los malhechores; donde, aunque había muchas maneras de crueldades, no había estas invenciones de salsas y potajes tan amargos. Mas todo esto se guardaba para este Señor, el cual, como satisfacía por los pecados de los hombres, con la grandeza de sus dolores pagaba nuestros deleites y con la deshonra de sus ignominias satisfacía por nuestras soberbias.

   En lo cual también se nos declara la grandeza de su bondad y caridad, la cual no se contentó con morir cualquier manera de muerte, sino escogió la muerte más acerba, más ignominiosa y más injuriosa que podía haber, y quiso que en ella interviniesen todas estas maneras de ignominias, para que con esto fuese su caridad más conocida y nuestra redención más copiosa.



   Y que ésta haya sido obra de su inmensa bondad y caridad, parece claro por esta razón. Porque cierto es que sin comparación era mayor la bondad y caridad de Cristo que la malicia y odio del demonio. Pues si esta malicia y odio bastaron para inventar estos modos de injurias, mucho más había de bastar la bondad y caridad de Cristo no sólo para sufrirlas, sino también para desearlas.

   Pues como el presidente tuviese claramente conocimiento de la inocencia del Salvador y viese que no su culpa, sino la envida de sus enemigos le condenaba, procuraba por todas vías librarle de sus manos. Para lo cual le pareció bastante medio sacarlo así como estaba a vista del pueblo furioso, porque Él estaba tal que bastaba la figura que tenía, según él creyó, para amansar la furia de sus corazones.

   Pues tú, ¡oh alma mía!, procura hallarte en este espectáculo tan doloroso, y como si ahí estuvieras presente, mira con atención la figura con que salía a vista del pueblo este Señor que es resplandor de la gloria del Padre y espejo de su hermosura.

   Mira cuán avergonzado estaría allí en medio de tanta gente con su vestidura de escarnio, con sus manos atadas, con su corona de espinas, con su caña en la mano, con el cuerpo todo quebrantado y molido de los azotes, y todo encogido, afeado y ensangrentado.

   Mira cuál estaría aquel divino rostro; hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rascuñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes reciente y fresca, y por otras fea y denegrida. Y como el santo Cordero tenía las manos atadas, no podía con ellas limpiar los hilos de sangre que por los ojos corrían, y así estaban aquellas dos lumbreras del Cielo eclipsadas y casi ciegas y hechas un pedazo de carne. Finalmente, tal estaba su figura que ya no parecía quien era, y aun parecía hombre, sino un retablo de dolores pintado por manos de aquellos crueles pintores y de aquel mal presidente a fin de que abogase por Él ante sus enemigos esta tan dolorosa figura.

“VIDA DE JESUCRISTO”



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