Que
mejor que un mártir de Cristo, para hablarnos sobre la muerte, el miedo, y sobre
todo la esperanza (el cielo). Esta obra inacabada pues mientras esperaba en la “Torre
de Londres” antesala de la muerte, se le
despojo de sus libros, papeles y tinta. Poco tiempo después en 1534 muere por
decapitación este santo muy nombrado, pero poco conocido, tuvo que elegir entre
la ley inicua de su Rey Enrique VIII, o simplemente seguir estrictamente los
mandamiento de Dios. Santo Tomás eligió este último camino. Si bien el más
difícil, pero el más recto y seguro para llegar a la patria celestial. Vaya
pues un fragmento de su obra inconclusa como ya lo dijimos, titulada: “LA
AGONÍA DE CRISTO”
“Y
dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y
llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse
y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte.
Aguardad aquí y velad conmigo” (Mt 26, 36-38) Después de mandar a los otros
ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, El siguió más allá,
llevando consigo a Pedro, a Juan y a su
hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una mayor
intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el haberlo
querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su bondad. Pero
tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de tener presentes.
Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad, y el hermano de
éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio por el nombre
de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se les había
concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable que
estuvieran muy próximos a Él, en la agonía previa a su Pasión, los mismos que
habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes Él había recreado
con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran fuertes y
firmes.
Avanzó Cristo unos pasos y, de repente,
sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque
estuvieran otros junto a Él, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que
indican bien la angustia que oprimía su corazón: “Triste está mi alma hasta la muerte.” Una mole abrumadora de
pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la
prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre El:
el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas,
las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los
golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas.
Sobre todo esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición
de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le
traicionaba. Añadía además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y
sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón
amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través
de los diques destrozados.
Alguno podrá quizás asombrarse, y se
preguntará cómo es posible que nuestro salvador Jesucristo, siendo
verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera tristeza, dolor y
pesadumbre. No hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo
hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora
bien, como no era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo
razón para sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los
afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por supuesto,
ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía
portentosos milagros. Si nos asombra que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño?
¿No era menos verdadero Dios por todo esto?
Tal vez, se podría objetar: “Está bien. Ya no me causa extrañeza que
experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo explicarme el
que deseara tenerlas de hecho. Porque El mismo enseñó a los discípulos a no
tener miedo a aquéllos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada
más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y,
especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si Él no lo
permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte prestos y
alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi insultándoles.
Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de parecer extraño que
el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que
se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar
de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero hacer y luego enseñar,
hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos un buen ejemplo para
que otros aprendieran de El a sufrir gustosos la muerte por causa de la verdad.
Y también para que los que más tarde morirían por la fe con duda y miedo no
excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo, cuando en realidad su
reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor y tristeza, rebajando
así la gloria de su causa.”
Estos y otros que tales
objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la cuestión, ni se dan
cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus discípulos que tuvieran
miedo a la muerte. No
quiso que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que
nunca huyeran por miedo de aquella muerte “temporal”, que no durará mucho, para
ir a caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos
fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el
insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras
que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una
conducta noble y santa. Sería escapar de unos
dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y amargos.
Cuando un médico se ve obligado a amputar un
miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el
dolor, pero nunca intenta persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y
miedo ante el dolor que el corte o la quemadura causen. Admite que será penoso,
pero sabe bien que el dolor será superado por el gozo de recuperar la salud y
evitar dolores más atroces.
Aunque Cristo nuestro Salvador nos manda
tolerar la muerte, si no puede ser evitada, antes que separarnos de El por
miedo a la muerte (y esto ocurre cuando
negamos públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos
hacer violencia a nuestra naturaleza (como
sería el caso si no hubiéramos de temer en absoluto la muerte), que incluso
nos deja la libertad de escapar si es posible del suplicio, siempre que esto no
repercuta en daño de su causa. “Si os
persiguen en una ciudad —dice—, huid a otra” (Mt 10, 23.) Esta indulgencia y cauto consejo de prudente maestro
fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes mártires en los
siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este permiso en un
momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran provecho para sí y
para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo oportuno según la oculta
providencia de Dios. Hay también valerosos campeones que tomaron la iniciativa
profesando públicamente su fe cristiana aunque nadie se lo exigiera; e incluso
llegaron a exponerse y ofrecerse a morir aunque tampoco nadie les forzara. Así
lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas veces, ocultando las riquezas de la
fe para que quienes traman contra los creyentes piquen el anzuelo; y otras,
haciendo ostentación de esos tesoros de tal modo que sus crueles perseguidores
se irriten y exasperen al ver sus esperanzas frustradas, y comprueben con rabia
que toda su ferocidad es incapaz de superar y vencer a quienes gustosamente
avanzan hacia el martirio.
Sin embargo, Dios misericordioso no nos
manda trepar a tan empinada y ardua cumbre de la fortaleza; así que nadie debe
apresurarse precipitadamente hasta tal punto que no pueda volver sobre sus
pasos poco a poco, poniéndose en peligro de estrellarse de cabeza en el abismo
si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son llamados por Dios para esto, que
luchen por conseguir lo que Dios quiere y reinarán vencedores. Mantiene ocultos
los tiempos y las causas de las cosas, y cuando llega el momento oportuno saca
a la luz el arcano tesoro de su sabiduría que penetra todo con fortaleza y
dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel
punto en que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios,
no ha de dudar que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene
de este modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le
librará de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para
coronarlo como triunfador. Porque “fiel
es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la
misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros” (1 Cor 10, 13.)
Si enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con
el diablo, príncipe de este mundo, y con sus secuaces, no hay modo posible de
escapar sin ofender a Dios, tal hombre —en mi opinión— debe desechar todo
miedo; yo le mandaría descansar tranquilo lleno de esperanza y de confianza, “porque disminuirá la fortaleza de quien
desconfíe en el día de la tribulación” (Prov 24, 10.) Pero el miedo y la ansiedad antes del combate
no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su
contra, y la lucha en sí misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sino, al contrario,
inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas tú que aquellos santos mártires que derramaron su
sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No
me hace falta elaborar todo un catálogo de mártires: para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.
Si en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda
de que podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la
batalla por la fe contra los perseguidores infieles. Pablo, fortísimo entre los
atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo habían crecido tanto
que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: “He luchado con valor, he concluido la
carrera, y ahora una corona de justicia me está reservada” (2 Tim 4, 7.)
Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: “Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia” (Philp 1, 21). Y
también: “Anhelo verme libre de las
ataduras del cuerpo y estar con Cristo” (Philp 1, 23.) Sin embargo, y junto a todo esto, ese mismo Pablo no
sólo procuró escapar con gran habilidad, y gracias al tribuno, de las insidias
de los judíos, sino que también se libró de la cárcel declarando y haciendo
valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad de los judíos apelando al César,
y escapó de las manos sacrílegas del rey Aretas dejándose deslizar por la
muralla metido en una cesta.
Alguien podría decir que Pablo contemplaba
en esas ocasiones el fruto que más tarde había de sembrar con sus obras, y que
además, en tales circunstancias, jamás le asustó el miedo a la muerte. Le
concedo ampliamente el primer punto, pero no me aventuraría a afirmar
estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del Apóstol no era
impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe a los
corintios: “Así que hubimos llegado a
Macedonia, nuestra carne no tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte
de tribulaciones, luchas por fuera, temores por dentro” (2 Cor 7, 5.) Y
escribía en otro lugar a los mismos: “Estuve
entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor” (1 Cor 2, 3). Y de
nuevo: “Pues no queremos, hermanos, que
ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de
llevar superaba toda medida, más allá de nuestras fuerzas, hasta tal punto que
el mismo hecho de vivir nos era un fastidio” (2 Cor 1, 8.)
¿No
escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su
estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal
punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella?
Niega ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante
una muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo
detener a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los
consejos de los discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía impulsado por el
Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había predicho que
las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.
El
miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena:
es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de
llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por
miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario
luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al
enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo
demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de
un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y
lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer
miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería
recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército
enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más
difícil de vencer que el mismo enemigo.
“LA
AGONÍA DE CRISTO”
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