miércoles, 1 de abril de 2020

La angustia de Cristo ante la muerte – Por Santo Tomás Moro (mártir)





   Que mejor que un mártir de Cristo, para hablarnos sobre la muerte, el miedo, y sobre todo la esperanza (el cielo). Esta obra inacabada pues mientras esperaba en la “Torre de Londres”  antesala de la muerte, se le despojo de sus libros, papeles y tinta. Poco tiempo después en 1534 muere por decapitación este santo muy nombrado, pero poco conocido, tuvo que elegir entre la ley inicua de su Rey Enrique VIII, o simplemente seguir estrictamente los mandamiento de Dios. Santo Tomás eligió este último camino. Si bien el más difícil, pero el más recto y seguro para llegar a la patria celestial. Vaya pues un fragmento de su obra inconclusa como ya lo dijimos, titulada: “LA AGONÍA DE CRISTO”

   “Y dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad conmigo” (Mt 26, 36-38) Después de mandar a los otros ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, El siguió más allá, llevando consigo a Pedro, a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el haberlo querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su bondad. Pero tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad, y el hermano de éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable que estuvieran muy próximos a Él, en la agonía previa a su Pasión, los mismos que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes Él había recreado con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran fuertes y firmes.

   Avanzó Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran otros junto a Él, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón: “Triste está mi alma hasta la muerte.” Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre El: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.

   Alguno podrá quizás asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro salvador Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera tristeza, dolor y pesadumbre. No hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora bien, como no era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo razón para sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por supuesto, ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía portentosos milagros. Si nos asombra que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos verdadero Dios por todo esto?

   Tal vez, se podría objetar: “Está bien. Ya no me causa extrañeza que experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo explicarme el que deseara tenerlas de hecho. Porque El mismo enseñó a los discípulos a no tener miedo a aquéllos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si Él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos un buen ejemplo para que otros aprendieran de El a sufrir gustosos la muerte por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían por la fe con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo, cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor y tristeza, rebajando así la gloria de su causa.”

   Estos y otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus discípulos que tuvieran miedo a la muerte. No quiso que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca huyeran por miedo de aquella muerte “temporal”, que no durará mucho, para ir a caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Sería escapar de unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y amargos.


   Cuando un médico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la quemadura causen. Admite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será superado por el gozo de recuperar la salud y evitar dolores más atroces.

   Aunque Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada, antes que separarnos de El por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer violencia a nuestra naturaleza (como sería el caso si no hubiéramos de temer en absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. “Si os persiguen en una ciudad —dice—, huid a otra” (Mt 10, 23.) Esta indulgencia y cauto consejo de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana aunque nadie se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir aunque tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus esperanzas frustradas, y comprueben con rabia que toda su ferocidad es incapaz de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.

   Sin embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y reinarán vencedores. Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas, y cuando llega el momento oportuno saca a la luz el arcano tesoro de su sabiduría que penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador. Porque “fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros” (1 Cor 10, 13.)

   Si enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre —en mi opinión— debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo lleno de esperanza y de confianza, “porque disminuirá la fortaleza de quien desconfíe en el día de la tribulación” (Prov 24, 10.) Pero el miedo y la ansiedad antes del combate no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su contra, y la lucha en sí misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sino, al contrario, inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas tú que aquellos santos mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un catálogo de mártires: para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.

   Si en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla por la fe contra los perseguidores infieles. Pablo, fortísimo entre los atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo habían crecido tanto que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: “He luchado con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona de justicia me está reservada” (2 Tim 4, 7.) Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: “Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia” (Philp 1, 21). Y también: “Anhelo verme libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo” (Philp 1, 23.) Sin embargo, y junto a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad, y gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad de los judíos apelando al César, y escapó de las manos sacrílegas del rey Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta.

   Alguien podría decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde había de sembrar con sus obras, y que además, en tales circunstancias, jamás le asustó el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no me aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe a los corintios: “Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por fuera, temores por dentro” (2 Cor 7, 5.) Y escribía en otro lugar a los mismos: “Estuve entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor” (1 Cor 2, 3). Y de nuevo: “Pues no queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida, más allá de nuestras fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos era un fastidio” (2 Cor 1, 8.)

   ¿No escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante una muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.

   El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo enemigo.

“LA AGONÍA DE CRISTO”

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