viernes, 10 de abril de 2020

La lanzada del Señor, y la sepultura – Por Fray Luis de Granada.





   Y como si no bastaran todos estos tormentos para el cuerpo vivo, quisieron también los malvados ejecutar su furor en el muerto; y así, después de expirado el Señor, uno de los soldados dio una lanzada por los pechos, de donde salió agua y sangre para bautismo y lavatorio del mundo.

   Levántate, pues, ¡oh esposa de Cristo!, y haz aquí tu nido como paloma en los agujeros de la piedra, y como pájaro edifica aquí tu casa, y como tórtola casta esconde aquí tus hijuelos.

   Mandaba Dios en la Ley que se señalasen ciertas ciudades en la tierra de promisión, para que fuesen lugares de refugio adonde se acogiesen los malhechores; más en la ley de gracia los lugares de refugió donde se acogen los pecadores son estas preciosísimas llagas de Cristo, donde se guarecen de todos los peligros y persecuciones del mundo.

   Mas para esto señaladamente sirve la de su precioso costado, figurada en aquella ventana que mandó hacer Dios a Noé a un lado del arca, para que por ella entrasen todos los animales a escaparse de las aguas del diluvio.

   Pues todos los afligidos y atribulados con las aguas turbias y amargas de este siglo tempestuoso, todos los deseosos de verdadera paz y tranquilidad, acogeos a este puerto, entrad en esta arca de seguridad y reposo, y entrad por la puerta que está abierta de este precioso costado.

   Ésta sea vuestra guarida, vuestra morada, vuestro paraíso y vuestro templo, donde para siempre reposéis.



   Tras de esto resta considerar con cuánta devoción y compasión desclavarían aquellos santos varones el sacratísimo cuerpo de la Cruz, y con qué lágrimas y sentimiento lo recibiría en sus brazos la afligidísima Madre, y cuáles serían allí las lágrimas del amado discípulo, de la santa Magdalena y de las otras piadosas mujeres; cómo lo envolverían en aquella sábana limpia y cubrirían su rostro con un sudario, y, finalmente, lo llevarían en sus andas y lo depositarían en aquel huerto donde estaba el santo sepulcro.



   En el huerto se comenzó la Pasión de Cristo, y en el huerto se acabó; y por este medio nos libró el Señor de la culpa cometida en el huerto del Paraíso, y por ella, finalmente, nos lleva al huerto del Cielo.

   Pues, ¡oh buen Jesús!, concédeme, Señor, aunque indigno, ya que entonces no merecí hallarme con el cuerpo presente a estas tan dolorosas exequias, me halle en ellas meditándolas y tratándolas con fe y amor en mi corazón, y experimentando algo de aquel afecto y compasión que tu inocentísima Madre y la bienaventurada Magdalena sintieron en este día.



   Ésta es, hermano mío, la suma de la sagrada Pasión; éstas son las heridas y llagas que por nosotros recibió el Hijo de Dios.


   Ésta sea, pues, nuestra gloria, nuestra guarida, nuestras oraciones y lamentaciones todo el tiempo de nuestra vida, como lo eran de aquel religiosísimo y devotísimo San Buenaventura, que hablando sobre esta materia, dice así: “¡Oh Pasión amable! ¡Oh muerte deleitable! Si yo fuera el madero de aquella santa Cruz y en mí fueran enclavados los pies y manos del buen Jesús, dijera a aquellos santos varones que le descendieron de la Cruz: No me apartéis de mi Señor, sino sepultadme con Él, para que nunca jamás sea yo apartado de Él.” Mas lo que no puedo hacer con el cuerpo, quiérolo hacer con el corazón. ¡Oh, qué buena cosa es estar con Jesucristo crucificado!

   Quiero hacer en Él tres moradas: una, en los pies; otra, en las manos, y otra perpetúa en su precioso costado. Aquí quiero sosegar y descansar, y dormir y orar. Aquí hablaré a su corazón y concederme a todo cuanto le pidiere.

   ¡Oh muy amables llagas de nuestro piadoso Redentor!

   Entrando una vez por ellas los ojos abiertos, la sangre que de ellas salió cegóme la vista, y después que ya otra cosa no pude ver, sino sangre, atentando con las manos entré dentro hasta las entradas de su caridad, en las cuales así me hallé envuelto, que ya más no pude de ahí salir.

   En ellas moro y de sus manjares me sustento y bebo de su dulce licor, el cual es tan suave que ni yo lo sé ni puedo explicar. Mas he gran temor de salir de esta tan deleitable morada y perder la consolación en que vivo; pero tengo firme esperanza que, pues sus llagas están siempre abiertas, por ellas me volveré a entrar, porque mi morada sea para siempre en Él.

   ¡Oh bienaventurada lanza y bienaventurados clavos que nos abriste el camino de la vida! Si yo fuera el hierro de aquella lanza, nunca quisiera de aquel divino pecho salir, sino antes dijera: éste es mi descanso en los siglos de los siglos; aquí moraré, porque esta morada escogí. Hasta aquí son palabras de San Buenaventura.

   Cata aquí, pues, ¡oh alma mía!, al Salvador en la Cruz, donde duerme, donde reposa y donde apacienta sus cabritos al mediodía. Aquí tienes el pasto de tu vida, aquí la medicina de tus llagas, aquí el remedio de tus ignorancias, aquí la satisfacción de tus culpas y aquí el espejo en que veas todas tus faltas.

   Éste es el espejo que mandó Dios poner en el Templo, donde los sacerdotes se mirasen antes de entrar a ministrar en él; porque aquí el alma devota, mirándose en esta Cruz y contemplando las virtudes y perfecciones del que en ella está crucificado, ve más claro que un espejo limpio todas las faltas de su vida.

   ¡Oh espejo claro y hermoso de todas las virtudes, y cuán a la clara descubres desde esa Cruz todos mis vicios y pecados!



  Esa Cruz dolorosa condena mis desordenados apetitos y deleites; esa desnudez tan extremada todas mis superfluidades y demasías; esa corona de espinas todas mis galas y atavíos; esa hiel y vinagre tan amarga mi demasiado y curioso comer y beber; esos brazos tan extendidos para abrazar a amigos y enemigos condenan mis odios y mis pasiones; esa oración que hiciste por tus enemigos reprehende las iras que yo tengo contra los míos, ese corazón abierto para todos y para los mismos que lo alancearon, condena la dureza del mío, tan cerrado para las necesidades de mis hermanos; esos ojos desmayados y llorosos por mis pecados castigan la vanidad y disolución de los míos; y esos oídos que con tanta paciencia oyeron tantas injurias, descubren la grandeza de mi impaciencia, que con una sola paja se turba.

   De manera que Tú todo de pies a cabeza me eres un espejo de perfección y un dechado singular de toda virtud.

   Aquí señaladamente resplandecen aquellas cuatro nobilísimas virtudes: caridad, paciencia, obediencia y humildad.

   Con estas cuatro piedras preciosas quisiste, Señor, adornar los cuatro brazos de la Cruz; de las cuales, como dice San Bernardo, la caridad está en lo alto; la humildad, fundamento de todas las virtudes, en lo bajo; la obediencia, a la mano derecha, y la paciencia, a la siniestra.



   Con estas cuatro esmeraldas enriqueciste esta gloriosa bandera; mostrándote en ella tan paciente en las heridas, tan humilde en las injurias, tan amoroso para con los hombres y tan obediente para con Dios.

   Aquí, pues, tienes, alma mía, donde aprender y con qué te reprehender, y también con que te consolar, porque todos estos oficios hacen las virtudes y llagas de Cristo. Enseñan a los diligentes, corrigen a los negligentes, curan a los enfermos y esfuerzan a los flacos y desconfiados.

   Satisfaga, pues, ¡oh Eterno Padre!, ante tu divino acatamiento su obediencia por mi desobediencia, su humildad por mi soberbia, su paciencia por mi impaciencia, su largueza por mi avaricia, y sus trabajos y asperezas por mis deleites y regalos.

   Su preciosa y no debida muerte te ofrezco por la muerte que yo te debo, y sus penas por las penas que yo merezco, y su cumplida satisfacción por todas las deudas de mis pecados, pues todo lo que por mi parte falta Él lo suple por la suya.



   Y pues Tú, Señor, no castigas una cosa dos veces perfectamente, ya que en Él castigaste mis culpas, no las quieras otra vez etemalmente castigar en mí, sino dame gracia para que, llorando y castigándolas yo con mis trabajos en esta vida, merezca reinar para siempre con Él en su gloria.




“VIDA DE JESUCRISTO”

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