Y pasada esta noche
dolorosa con tantas ignominias en casa de los Pontífices, otro día por la
mañana llevaron al Señor atado a casa de Pilatos que en aquella provincia por parte de los
romanos presidía, pidiéndole con gran instancia que le condenase a muerte.
Y estando ellos con grandes clamores
acusándole y alegando contra Él mil falsedades y mentiras, Él entre toda esta
confusión de voces y clamores estaba como un cordero mansísimo ante el que lo
trasquila, sin excusarse ni defenderse y sin responder palabra, tanto que el
mismo juez estaba grandemente maravillado de ver tanta gravedad y silencio en
medio de tanta confusión y gritería.
Mas aunque el presidente sabía que toda
aquella gente se había movido con celo de envidia, pero vencido con pusilanimidad
y temor humano, mandó azotar al inocentísimo Cordero, pareciéndole que con esto
se amansaría el furor de sus enemigos.
Dado, pues, este cruel mandamiento, llegan
los ministros de la maldad y, desnudando al Señor de sus vestiduras, átanlo fuertemente
a una columna y comienzan a azotar aquella purísima carne y añadir azotes a
azotes, y llagas a llagas, y heridas a heridas. Corren los arroyos de sangre
por aquellas sacratísimas espaldas, hasta regarse la tierra con ella y teñirse
de sangre por todas partes.
Pues ¿qué
cosa más dolorosa ni más injuriosa que ésta? Porque castigo de azotes no es
de hombres honrados y nobles, sino de esclavos o ladrones o públicos
malhechores.
Por donde los romanos tenían hecha ley que
ningún ciudadano de Roma, por delito que hiciese, pudiese ser azotado, por ser
este castigo vilísimo y de personas muy bajas. Por lo cual encarece mucho en
una oración Tulio la tiranía
de un juez que había mandado azotar a un ciudadano de Roma, el cual, viéndose
así injuriado, en medio de los azotes decía: “Ciudadano soy de Roma”.
Pues si tan indigna cosa es azotar un
ciudadano de Roma, di tú, alma mía, ¿qué
sería ver al Señor de todo lo criado amarrado a una columna y azotado con tan
crueles azotes, como un público malhechor? ¿Qué harían los Ángeles, que tan
claramente conocían la majestad de este Señor, cuando así le viesen azotado y
maltratado?
¿Qué
es esto, Rey soberano? ¿Qué castigo es éste? ¿Qué penitencia es ésta? ¿Qué
hurto habéis, Señor, cometido por donde así sois azotado?
Claro está, Señor, que la causa de estos
azotes son mis hurtos y maleficios y no los vuestros. Porque así como por
vuestra inmensa caridad tomasteis mi humildad, así también tomasteis con ella
todas las deudas y obligaciones a que estaba sujeta, y por ella padecéis estos
tormentos.
Los
cuales claramente dicen quién sois vos y quién soy yo; quién yo, pues cometí
tales pecados que merecieron tal castigo; y quién vos, pues fue tanta vuestra
caridad, que tomasteis sobre vos tales delitos.
Cuánto haya sido el número de estos azotes
no lo dicen los Evangelios; mas díselo la muchedumbre de nuestras culpas y la
crueldad de estas infernales furias, que tanto gusto tomaban en la sangre y
dolores del Salvador.
¡Oh!, pues, hombre perdido,
que eres causa de todas estas heridas, mira cuán grandes motivos tienes aquí para
amar, temer y esperar en este Señor y compadecerte de Él: para amar, viendo lo
mucho que padeció por ti; para temer, viendo el rigor con que en Sí mismo
castigó tus pecados; para esperar, considerando cuán copiosa redención y
satisfacción se ofrece aquí por ellos, y para compadecerte de Él, considerando
la grandeza de este tormento y la mucha sangre que el Señor aquí derramó.
“VIDA
DE JESUCRISTO”
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