La AVARICIA es
desordenado deseo de hacienda. Por lo cual con razón es tenido por
avariento no sólo el que roba, sino también el que desordenadamente codicia las
cosas ajenas, o desordenadamente guarda las suyas.
Este vicio condena el Apóstol cuando dice (I
Timoteo. VI): Los que desean ser
ricos, caen en tentaciones y lazos del demonio y en muchos deseos inútiles y
dañosos que llevan los hombres a la perdición. Porque la raíz de todos los
males es la codicia. No se podía más encarecer la malicia deste vicio que con
esta palabra: pues por ella se da a entender que quien a este vicio está
sujeto, de todos los otros es esclavo.
Pues cuando este vicio tentare tu corazón,
puedes armarte contra él con las consideraciones siguientes. Primeramente considera, oh avariento, que
tu Señor y tu Dios cuando descendió del cielo a este mundo, no quiso poseer
estas riquezas que tú deseas: antes de tal manera amó la pobreza, que quiso
tomar carne de una virgen pobre y humilde, y no de una reina muy alta y muy
poderosa. Y cuando nació no quiso ser aposentado en grandes palacios, ni echado
en cama blanda, ni en cunas delicadas, sino en un vil y duro pesebre sobre unas
pajas. Después de esto, en cuanto en esta vida vivió, siempre amó la pobreza y
despreció las riquezas: pues para sus embajadores y apóstoles escogió, no
príncipes ni grandes señores, sino unos pobres pescadores. Pues ¿qué mayor abuso querer ser rico el gusano, siendo por él
tan pobre el Señor de todo lo criado?
Considera también cuánta sea la vileza de tu
corazón: pues siendo tu ánima criada a imagen de Dios, y redimida por su sangre
(en cuya comparación es nada todo el
mundo) la quieres perder por un poco de interés. No diera Dios su vida por
todo el mundo, y dióla por el ánima del hombre: luego de mayor valor es un
ánima que todo el mundo. Las verdaderas
riquezas no son oro, ni plata, ni piedras preciosas: sino las virtudes que
consigo trae la buena consciencia. Pon aparte la falsa opinión de los
hombres, y verás que no es otra cosa oro y plata, sino tierra blanca y
amarilla, que el engaño de los hombres hizo preciosas. Lo que todos los
filósofos del mundo despreciaron, ¿tú, discípulo
de Cristo, llamado para mayores bienes, tienes por cosa tan grande, que te
hagas esclavo de ella? Porque como dice San
Jerónimo: aquél es siervo de las riquezas que las guarda como
siervo: más quien de sí sacudió este yugo, repártelas como señor.
Mira
también que (como el Salvador dice) nadie puede servir a dos señores: que son.
Dios y las riquezas: y que no puede el ánimo del hombre libremente contemplar a
Dios, si anda con la boca abierta tras las riquezas del mundo. Los deleites
espirituales huyen del corazón ocupado en los temporales, y no se podrán juntar
en uno las cosas vanas con las verdaderas, las altas con las bajas, las eternas
con las temporales, y las espirituales con las carnales, para que puedas
juntamente gozar de las unas y de las otras.
Considera también que cuanto más
prósperamente te suceden las cosas terrenas, tanto por ventura eres más
miserable: por el motivo que aquí se te da de fiarte de esa
falsa felicidad que se te ofrece. ¡Oh,
si supieses cuánta desventura trae consigo esa pequeña prosperidad! El amor de las
riquezas más atormenta con su deseo, que deleita con su uso; porque enlaza el
ánima con diversas tentaciones, enrédala con muchos cuidados, convídala con
vanos deleites, provócala a pecar, e impide su quietud y reposo. Y sobre
todo esto nunca las riquezas se adquieren sin trabajo, ni se poseen sin
cuidado, ni se pierden sin dolor: más lo peor es que pocas veces se alcanzan
sin ofensas de Dios, porque (como dice el proverbio) el rico, o es malo, o
heredero de malo.
Considera esto otro, cuan gran desatino sea
desear continuamente aquellas cosas que aunque todas se junten en uno, es
cierto que no pueden hartar tu apetito, más antes lo atizan y acrecientan, así
como el beber al hidrópico la sed: porque por mucho que tengas, siempre
codicias lo que te falta, y siempre estás suspirando por más. De suerte que
discurriendo el triste corazón por las cosas del mundo, cánsase, y no se harta;
bebe, y no apaga la sed, porque no hace caso de lo que tiene, sino de lo que
podría más haber; y no menos molestia tiene por lo que no alcanza, que
contentamiento por lo que posee: ni se harta más de oro que su corazón de aire.
De lo cual con mucha razón se maravilla San Agustín diciendo: Qué codicia es ésta tan
insaciable de los hombres, pues aun los brutos animales tienen medida en sus
deseos. Porque entonces cazan, cuando padecen hambre: más cuando están hartos,
luego dejan de cazar. Sola la avaricia de los ricos no pone tasa en sus deseos:
siempre roba, y nunca se harta.
Considera también que donde hay muchas
riquezas, también hay muchos que las consuman, muchos que las gasten, muchos
que las desperdicien y hurten. ¿Qué
tiene el más rico del mundo de sus riquezas que lo necesario para la vida? Pues
de esto te podrías despreocupar, si pusieses tu esperanza en Dios y te
encomendases a su providencia: porque nunca desamparó a los que esperan en Él:
porque quien hizo al hombre con necesidad de comer no consentirá que perezca de
hambre. ¿Cómo puede ser que manteniendo
Dios a los pajaritos y vistiendo los lirios, desampare al hombre, mayormente
siendo tan poco lo que basta para remedio de la necesidad? La vida es
breve, y la muerte se apresura a más andar: ¿qué necesidad tienes de tanta provisión para tan corto camino? ¿Para
qué quieres tantas riquezas, pues cuantas menos tuvieres, tanto más libre y
desembarazado caminarás? Y cuando llegares al fin de la jornada, no te irá
menos bien, si llegares pobre, que a los ricos que llegarán más cargados; sino
que acabado el camino, te quedará menos que sentir lo que dejas, y menos de que
dar cuenta a Dios: como quiera que los
muy ricos al fin de la jornada, no sin grande angustia dejarán los montones de
oro que mucho amaron, y no sin mucho peligro darán cuenta de lo mucho que
poseyeron.
Considera además, oh avariento, para quién
amontonas tantas riquezas; pues es cierto que, así como viniste a este mundo
desnudo, así también has de salir de él. Pobre naciste en esta vida, pobre la
dejarás. Esto deberías pensar muchas veces; porque como dice San Jerónimo, fácilmente
desprecia todas las cosas quien se acuerda que ha de morir. En el artículo de la muerte dejarás todos
los bienes temporales, y llevarás contigo solamente las obras que hiciste,
buenas o malas: donde perderás todos los bienes celestiales, si teniéndolos en
poco en cuanto viviste, todo tu trabajo empleaste en los temporales. Porque tus
cosas serán entonces divididas en tres partes: el cuerpo se entregará a los
gusanos, el ánima a los demonios, y los bienes temporales a los herederos, que
por ventura serán desagradecidos, o pródigos, o malos. Pues luego mejor será,
según el consejo del Salvador, distribuirlos a pobres, que te los lleven
delante (como hacen los grandes señores cuando caminan, que envían delante sus
tesoros) porque ¿qué mayor desatino que dejar tus bienes adonde nunca tornarás,
y no enviarlos adonde para siempre vivirás?
Considera también que aquel soberano
gobernador del mundo (como un prudente
padre de familia) repartió los cargos y los bienes de tal manera, que a
unos ordenó para que rigiesen y otros para que fuesen regidos: unos para que
distribuyesen lo necesario, y otros para que lo recibiesen. Y pues tú eres uno
de los que están puestos para despensero de la hacienda que a ti sobra,
¿parécete que te será lícito guardar para ti solo lo que recibiste para muchos?
Porque, como dice San Basilio,
de los pobres es el pan que tú encierras, y de los desnudos el vestido que tú
escondes, y de los miserables el dinero que tú entierras.
Pues sabe cierto que a tantos hurtaste sus
bienes, a cuantos pudieras aprovechar con lo que a ti sobraba, y no
aprovechaste. Por tanto, mira que los bienes que de Dios recibiste, son
remedios de la miseria humana y no instrumentos de mala vida. Mira, pues, que
sucediéndote todas las cosas prósperamente no te olvides de quien te las da: ni
de los remedios de la miseria ajena hagas materia de vanagloria. No quieras, oh
hermano, amar el destierro más que la patria: ni de los aparejos y provisiones
para caminar hagas estorbos del camino: ni amando mucho la claridad de la luna,
desprecies la luz del mediodía: ni conviertas los socorros de la vida presente
en materia de muerte perpetua. Vive contento con la suerte que tienes,
acordándote que dice el Apóstol (I Timoteo.
VI): Teniendo suficiente mantenimiento y ropa con que nos cubramos, con
esto estemos contentos. Porque (como dice San Crisóstomo) el
siervo de Dios no se ha de vestir ni para parecer bien, ni para regalo de su
carne, sino para cumplir con su necesidad. Busca primero el reino de Dios y su
justicia, y todas las otras cosas te serán concedidas: porque Dios, que te
quiere dar las cosas grandes, no te negará las pequeñas. Acuérdate que no es la
pobreza virtud, sino el amor de la pobreza. Los pobres que voluntariamente son
pobres, son semejantes a Cristo, que siendo rico por nosotros se hizo pobre.
Más los que viven en pobreza necesaria, y la sufren con paciencia, y desprecian
las riquezas que no tienen, de esa pobreza necesaria hacen virtud. Y así como
los pobres con su pobreza se conforman con Cristo, así los ricos con sus
limosnas se reforman para Cristo: porque no solamente los pobres pastores
hallaron a Cristo, mas también los sabios y poderosos, cuando le ofrecieron sus
tesoros. Pues tú que tienes bastante hacienda, da limosna a los pobres: porque
dándola a ellos, la recibe Cristo. Y ten por cierto que en el cielo (donde ha
de ser tu perpetua morada) te está guardado lo que ahora les dieres: más si en
esta tierra escondieres tus tesoros, no esperes hallar nada donde nada pusiste.
Pues ¿cómo se llamarán bienes del hombre los que no puede llevar consigo, antes
los pierde contra su voluntad? Mas por el contrario, los bienes espirituales
son verdaderamente bienes, pues no desamparan a su dueño, aun en su muerte, ni
nadie se los puede quitar, si él no quisiere.
Que no debe nadie retener lo ajeno.
Acerca
deste pecado conviene avisar del peligro que hay en retener lo ajeno. Para lo
cual es de saber que no sólo es pecado tomar lo ajeno, sino también retenerlo
contra la voluntad de dueño. Y no basta que tenga el hombre propósito de
restituir adelante, si luego puede: porque no sólo tiene obligación a
restituir, sino también a luego restituir: verdad es que si no pudiese luego, o
del todo no pudiese, por haber venido a gran pobreza, en tal caso no sería
obligado a uno ni a otro, porque Dios no obliga a lo imposible.
Para persuadir esto, no me parece hay
necesidad de más palabras que de aquellas que San Gregorio escribe a un caballero, diciendo: Acuérdate,
señor, que las riquezas mal habidas se han de quedar acá, y el pecado que
hicieres por tal motivo, ha de ir contigo allá. Pues ¿qué mayor locura que
quedarse acá el provecho, y llevar contigo el daño, y dejar otro el gusto, y
tomar para tí el tormento, y obligarte a penar en la otra vida por lo que otros
hayan de lograr en ésta?
Y demás de esto, ¿qué gran desatino que tener en mayor estima tus cosas que a ti mismo,
y padecer detrimento en el ánima por no padecerlo en la hacienda, y poner el
cuerpo al golpe de la espada por no recibirlo en la capa? Y allende de
esto, ¡qué tan cerca está de parecer a
Judas el que por un poco de dinero vende la justicia, la gracia y su misma
ánima! Y finalmente, si es cierto (como
lo es) que la hora de la muerte has de restituir, si te has de salvar, ¿qué mayor locura que habiendo al cabo que
pagar lo que debes, querer estar de aquí para allá en pecado, y acostarte en
pecado, y levantarte en pecado, y confesar y comulgar en pecado, y perder todo
lo que pierde el que está en pecado, que vale más que todo el interés del
mundo? No parece que tiene juicio de hombre el que pasa por tan grandes
males.
Trabaja pues, hermano, por pagar muy bien lo que debes, y
por no hacer agravio a nadie. Procura también que no duerma en tu casa el
trabajo y sudor de tu jornalero. No le hagas ir y venir muchas veces y echar
tantos caminos por cobrar su hacienda, que trabaje más en cobrarla que en
ganarla, como muchas veces acaece con la dilación de los malos pagadores. Si tienes testamentos que cumplir, mira no
defraudes las ánimas de los difuntos de su debido socorro, porque no paguen la
culpa de tu negligencia con la dilación de su pena, y después cargue todo sobre
tu ánima. Si tienes criados a quien debas, trabaja por tener muy asentadas y
claras sus cuentas, y desembarázate (o a
lo menos declárate muy bien con ellos) en la vida, para no dejar después
marañas en la muerte. Lo que tú pudieres cumplir de tu testamento, no lo dejes
a otros ejecutores: porque si tú eres descuidado en tus cosas propias, ¿cómo crees que serán los otros diligentes
en las ajenas?
Préciate de no deber nada a nadie, y así
tendrás el sueño quieto, la consciencia reposada, la vida pacífica y la muerte
descansada. Y
para que puedas salir con esto, el medio es que pongas freno a tus apetitos y
deseos, y ni hagas todo lo que deseas, ni gastes más de lo que tienes: y de
esta manera midiendo el gasto, no con la voluntad sino con la posibilidad,
nunca tendrás por qué deber. Todas nuestras deudas nacen de nuestros apetitos,
y la moderación de estos vale más que muchas cuentas de renta. Ten por sumas y
verdaderas riquezas aquéllas que dice el Apóstol (I Timoteo. VI): Piedad y contentamiento con la
suerte que Dios te dio.
Si los hombres no quisiesen ser más de lo que Dios quiere
que sean, siempre vivirían en paz: más cuando quieren pasar esta raya, siempre
han de perder mucho de su descanso: porque nunca tiene buen suceso lo que se
hace contra la divina voluntad.
“GUIA
DE PECADORES”
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