María amable por su bondad y pureza.
¿Quién es esta que se adelanta como la
aurora, hermosa como la luna, brillante como el sol, terrible como ejercito
formado en batalla? (Cant.
VI, 9) Estas palabras de los Cantares, que la Iglesia aplica a nuestra
Señora, nos la presentan en toda la carrera de su vida, adornada de divinos
privilegios, a la faz de los ángeles y de los hombres.
¡Cuán
amable, en verdad, nace María de las entrañas de su santísima madre, la anciana
y estéril Ana! Fruto de los gemidos y oraciones de ésta y de su esposo San Joaquín, jamás ha existido en el
mundo niña tan preciosa, y cuyo nacimiento causase tan pura alegría y santo
regocijo. No reclinaron, es cierto, sus tiernecitos miembros en cuna de marfil
y oro, ni arrullaron sus oídos los genetlíacos de Atenas o de Roma; pero recibírosla
al nacer los brazos piadosísimos de sus padres, y la adormecieron los sencillos
cantares de los pastores e inocentes zagalejos, si ya no es que digamos, como
algunos pretenden, que nació en las soledades del campo y entre el balido de
las ovejas. ¡Cómo debieron extasiarse
sus dichosos padres al contemplar aquel fruto de bendición, hermosísimo
pimpollo que el cielo les regalaba en el último período de su vida! ¡Con qué embeleso recogerían aquellas
dulces miradas y suave sonrisa con que la niña recién nacida les manifestaba su
cariño y agradecimiento!
Porque sus sonrisas y miradas no eran
instintivas ni maquinales como las de otros niños, sino llenas de inteligencia
y bondad y gobernadas por la razón, ya que, como hemos dicho, María, desde el
seno de su madre, gozaba del perfecto uso de su razón y libertad, ¡Oh! ¡Quién fuera tan feliz que hubiese
podido presenciar tales escenas y tomar en sus brazos a esta niña preciosísima,
que no exhalaba un quejido, ni causaba la menor molestia, ni dió nunca muestras
de enfado. ¡Oh! ¡Quién hubiese podido
imprimir en sus tiernecitos pies y manos siquiera un ósculo reverente!
Pero si amable se mostró María en su
nacimiento y lactancia, no lo fue menos en su presentación y en la vida que
llevó en el templo. Tres años contaba cuando sus padres, fieles al voto que
habían hecho de ofrecerla al Altísimo se disponían a conducirla a Jerusalén para
que con las otras doncellas sirviese en el templo a la divina Majestad. Cuáles debieron ser en esta ocasión los
sentimientos de Joaquín y Ana, y cuánto debió, naturalmente, costarles el
apartar de sí a tal hija, y desprenderse de ella para siempre, considérelo
quien sepa apreciar el amor de una madre y el valor de tal Hija. El
sacrificio fué inmenso: sólo inferior al amor que tenían a Dios y a su
resignación en la divina voluntad.
¿Quién
es capaz de expresar las oleadas de afectos que se levantaron en el corazón de
María y sus padres los días que precedieron a la subida al templo? ¡Qué ansias
las de la preciosa Niña por consagrarse enteramente al divino servicio! ¡Qué
deseos los de Joaquín y Ana por cumplir su promesa, generosos por una parte,
tristes y melancólicos, naturalmente, por otra!
¡Y qué paz tan suave y celestial bañaba sus
almas en medio de estas avenidas de afectos y del fundado presentimiento que
tenían de que ya no les volvería a cobijar el mismo techo!
Entre tanto Ana hacía sus preparativos para
el solemne acto, y de creer es que prepararía para su tiernecita y única hija
los mejores vestidos, y que el día que emprendieron su viaje a Jerusalén saldría
ésta ataviada con toda la elegancia que permitía su estado.
¡Oh! ¡Cuán amable y modesta aparece en este
punto la hija de cien reyes, el tesoro del cielo! ¡Con qué gusto saldrían a
contemplarla, y también a acompañarla, las celestes jerarquías! ¡Cómo
exclamarían, al verla, llenas de admiración: ¡Cuán hermosas son tus pisadas,
hija del Príncipe! (Cant.
VII, 1).
Escribe
San Francisco de Sales que Joaquín y Ana llevaban
en sus brazos gran parte del camino a su Hija, yendo ella por su pie algunos
ratos, si bien ayudada siempre de sus padres. Esto se verificaba principalmente
cuando iban por terreno llano; y entonces la gloriosa Niña alzaba sus manitas para
coger las de sus padres, que la volvían a tomar en brazos al hallar algún mal
paso o camino áspero y pedregoso. Y si la dejaban andar, añade el Santo, era,
no por descansar, pues el llevarla les servía de regalo, sino por el placer de
verla dar unos pasos tan pequeñitos (Serm.
De la Presentación).
En llegando a Jerusalén, en la primera de
las quince gradas por las que se subía al templo, dicen los autores (Fr. José de Jesús María, Vida de Nuestra Señora.) que “quitó Santa Ana a su Hija el vestidito de
camino y le puso el que traía prevenido para aquella solemnidad; y que
descuidándose un poco de ella, comenzó la Niña a subir, sin ayuda de nadie, las
gradas, y de una en una las fué subiendo todas quince tan fácilmente y con
tanto orden, que no parecía que le faltaba nada para la edad perfecta,
comenzando a descubrir el Señor en su niñez cuán aprisa y ordenadamente había
de caminar a El en las demás edades”.
Cuando
después de recibida la bendición de sus ancianos padres y besada su mano, se despidió
de ellos y fue introducida en las habitaciones interiores, donde vivían las
demás doncellas consagradas al servicio del templo, ¿quién dirá los transportes de júbilo que sintió al verse dentro de aquellos
muros, los inefables consuelos con que la inundó el Señor, las dulcísimas
hablas que resonaban en sus oídos: “Oye, hija, olvida tu pueblo y la casa de tu
padre, y codiciará el Rey tu hermosura, porque Él es el Señor, Dios tuyo?” (Ps.
XLIV). No nos detendremos en
describir la vida más angélica que
humana que llevó María en el templo:
fijémonos sólo en la bondad de su
carácter, en la dulzura de sus modales,
en la placida serenidad de su
rostro, en la suavidad de sus costumbres,
con que se hacía amable a Dios y
a los hombres. ¡Qué unida con su Amado!
¡Qué afable con sus compañeras! ¡Qué diligente en las labores propias de
aquellas vírgenes, ya matizase de púrpura y oro las vestiduras sacerdotales, ya
bordase magníficos tapices, ya, finalmente, trabajase en lana, biso y oro, con
tanta delicadeza y primor que a todas aventajaba, y sobre todo ¡cuán pura y
limpia de toda mácula, revelando al mundo la virtud sublime de los ángeles, y
plantando al pie del tabernáculo la inmaculada azucena de la virginidad!
¡Oh,
qué amable aparece María tremolando a los aires, en medio del tiempo y del
espacio, el estandarte hermosísimo de las vírgenes, y seguida de esos
innumerables coros de ángeles en la tierra que cercan al Cordero inmaculado,
flores del cielo, generación hermosa, bandadas de palomas que cruzan los
pantanos del mundo sin manchar sus alas con el fango que enloda a los mortales!
¡Que amable se presenta María capitaneando a las Práxedes y Petronilas, a
las Ineses y Emerencianas, a las Aguedas y Lucías, Eulalias, Casildas,
Pulquerías, Teresas y mil y mil otras que brillan en el firmamento como
lucientes estrellas en una noche serena! María fue la primera que, en un tiempo en que la virginidad era desconocida y la esterilidad un oprobio y una afrenta, sino un castigo del cielo, selló con
voto irrevocable una promesa que, al
parecer, la excluía de la gloria
mayor que pudiera ambicionar ninguna
mujer sobre la tierra: la gloria de ser algún día la madre del
Mesías prometido.
Pero María fué también la primera que reunió
en sí, en un grado de perfección de que los mismos ángeles no son capaces, dos
virtudes tan sobrehumanas como la virginidad y la humildad. Y ¿qué extraño es que con ambas sea amable a
los hombres, cuando por ellas fué tan amable a Dios que atrajo a su seno al
mismo Verbo del Padre?
“Padre
Vicente Agustí”
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