sábado, 26 de mayo de 2018

DE LOS VICIOS Y DE SUS REMEDIOS: REMEDIOS CONTRA LA SOBERBIA – Por Fray Luis de Granada.





   Habiendo pues de tratar de los vicios y de sus remedios, comenzaremos por aquellos siete que se llaman capitales, porque son cabezas y fuentes de todos los otros. Porque así como cortada la raíz de un árbol se secan luego todas las ramas que recibían vida de la raíz, así cortadas estas siete universales raíces de todos los vicios, luego cesarán todos los otros vicios que destas raíces procedían. Por esta causa Casiano escribió con tanta diligencia ocho libros contra estos vicios (lo cual también han hecho con mucho estudio otros muy graves autores) por tener muy bien entendido que vencidos estos enemigos, no podrían levantar cabeza todos los otros.

   La razón de esto es, porque todos los pecados (como dice Santo Tomás) originalmente nacen del amor proprio: porque todos ellos se cometen por codicia de algún bien particular que este amor proprio nos hace desear. De este amor nacen aquellas tres ramas que dice San Juan en su Canónica (I. Juan. 2), que son: codicia de la carne, codicia de los ojos y soberbia de la vida, que por términos más claros son: amor de deleites, amor de hacienda y amor de honra; porque estos tres amores proceden de aquel primer amor. Pues del amor de los deleites nascen tres vicios capitales, que son: lujuria, gula y pereza. Del amor de la honra nasce la soberbia, y del amor de la hacienda el avaricia. Más los otros dos vicios, que son ira y envidia, sirven a cualquiera destos malos amores, porque la ira nace de impedirnos cualquiera de estas cosas que deseamos; y la envidia de quienquiera que nos gana por la mano y alcanza aquello que el amor proprio quisiera antes para sí que para sus vecinos. Pues como éstas sean las tres universales raíces de todos los males, de las cuales proceden estos siete vicios; de aquí es que, vencidos estos siete, queda luego el escuadrón de todos los otros vencido. Por lo cual todo nuestro estudio se ha de emplear ahora en pelear contra estos tan poderosos gigantes, si queremos quedar señores de todos los otros enemigos que nos tienen ocupada la tierra de promisión.

   Entre los cuales el primero y más principal es la soberbia, que es apetito desordenado de la propia excelencia. Ésta dicen los santos que es la madre y reina de todos los vicios: y por tanto, con mucha razón aquel santo Tobías, entre otros avisos que daba a su hijo, le daba éste, diciendo (Tobías IV): Nunca permitas que la soberbia tenga señorío sobre tu pensamiento, ni sobre tus palabras: porque de ella tomó principio toda nuestra perdición. Pues cuando este pestilencial vicio tentare tu corazón, puedes ayudarte contra él de las armas siguientes:

   Primeramente considera aquel espantoso castigo con que fueron castigados aquellos malos ángeles que se ensoberbecieron; pues en un punto fueron derribados del cielo y echados en los abismos. Mira, pues, cómo este vicio oscureció al que resplandecía más que las estrellas del cielo: y al que era no solamente ángel, mas muy principal entre los ángeles, hizo no solamente demonio, más el peor de todos los demonios. Pues si esto se hizo con los ángeles, ¿qué se hará contigo, polvo y ceniza? Porque Dios no es contrario a sí mismo, ni aceptador de personas, mas así en el ángel como en el hombre le descontenta la soberbia, y le agrada la humildad. Por lo cual dice San Agustín: La humildad hace de los hombres ángeles, y la soberbia de los ángeles demonios. Y San Bernardo dice: La soberbia derriba de lo más alto hasta lo más bajo, y la humildad levanta de lo más bajo hasta lo más alto. El ángel ensoberbeciéndose en el cielo, cayó en los abismos; y el hombre, humillándose en la tierra, es levantado sobre las estrellas del cielo.

   Juntamente con este castigo de la soberbia considera el ejemplo de aquella inestimable humildad del Hijo de Dios, que por ti tomó tan baja naturaleza, y por ti obedeció al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz. Pues aprende, hombre, obedecer; aprende, tierra, a estar debajo de los pies; aprende, polvo, a tenerte en nada; aprende, oh cristiano, de tu Señor y tu Dios, que fué manso y humilde de corazón. Si te desprecias de imitar el ejemplo de los otros hombres, no te desprecies de imitar el de Dios, el cual se hizo hombre, no solamente para redimirnos, mas también para humillarnos.


   Pon también los ojos en ti mismo: porque dentro de ti hallarás cosas que te prediquen humildad. Considera pues lo que fuiste antes de tu nacimiento, y lo que eres ahora después de nacido, y lo que serás después de muerto. Antes que nacieses, eras una materia sucia, indigna de ser nombrada: ahora eres un muladar cubierto de nieve, y después serás manjar de gusanos. Pues ¿de qué te ensoberbeces, hombre, cuyo nacimiento es culpa, cuya vida es miseria, y cuyo fin es podre y corrupción? Si te ensoberbeces por el resplandor de los bienes temporales que posees, espera un poco, vendrá la muerte, la cual nos hará iguales a todos. Porque como todos nacimos iguales (cuanto a la condición natural) así todos moriremos iguales por la común necesidad: salvo que después de la muerte tendrán más de que dar cuenta los que tuvieron más. Conforme lo cual dice San Crisóstomo: Mira con atención las sepulturas de los muertos, y busca en ellos algún rastro de la magnificencia con que vivieron, o de las riquezas y deleites que gozaron. Dime: ¿dónde están allí los atavíos y vestiduras preciosas? ¿Dónde los pasatiempos y recreaciones? ¿Dónde la compañía y muchedumbre de los criados? Acabáronse los gastos de los banquetes, las risas, los juegos y la alegría mundana. Llégate más de cerca al sepulcro de cada uno dellos, y no hallarás más que polvo y ceniza, gusanos y huesos hediondos. Este, pues, es el fin de los cuerpos, dado que en muchos placeres y regalos se hayan criado. Y pluguiese a Dios que todo el mal parase en solo esto. Pero mucho más es para temer lo que después de esto se sigue, que es el temeroso tribunal del juicio divino, la sentencia que allí se dará, el llanto y crujir de dientes, y las tinieblas sin remedio, y los gusanos roedores de la consciencia que nunca mueren, y el fuego que nunca se apagará.

   Considera también el peligro de la vanagloria, hija de la soberbia, de la cual dice San Bernardo que livianamente vuela y livianamente penetra, mas no hace liviana herida. Por lo cual si alguna vez los hombres te alabaren y honraren, debes luego mirar si caben en ti esas cosas de que eres alabado, o no. Porque si nada de eso cabe en ti, ninguna cosa tienes de que te gloriar. Más si por ventura cabe en ti, di luego con el Apóstol: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Así que no te debes por eso ensoberbecer, sino humillar y dar la gloria a Dios, a quien debes todo lo que tienes, porque no te hagas indigno de ello: pues es cierto que así la honra que te hacen como la causa por que la hacen, es de Dios. Por donde todo el favor que a ti apropias, a Él lo hurtas. Pues ¿qué siervo puede ser más desleal que el que hurta la gloria a su Señor? Mira también cuan gran desvarío sea pesar tu valía con el parecer de los hombres, en cuya mano está inclinar la balanza a la parte que quisieren, y quitarte de aquí a poco lo que ahora te dan, y deshonrarte los que ahora te honran. Si pones tu estima en sus lenguas, unas veces serás grande, otras pequeño, otras nada, como quisieren las lenguas de los hombres mudables. Por lo cual nunca jamás debes medirte por loores ajenos, sino por lo que tú sabes de ti: y aunque los otros te levanten hasta el cielo, mira lo que de ti te dice tu consciencia, y cree más a ti que te conoces mejor, que a los otros que te miran de lejos y juzgan como por oídas. Déjate, pues, de los juicios de los hombres, y deposita tu gloria en las manos de Dios, el cual es sabio para guardarla y fiel para restituirla.

   Piensa también, hombre ambicioso, a cuánto peligro te pones deseando mandar a otros. Porque ¿cómo podrás mandar a otros, no habiendo primero obedecido a ti? ¿Cómo darás cuenta de muchos, pues apenas la puedes dar de ti solo? Mira el peligro grande a que te pones, añadiendo los pecados de tus súbditos a los tuyos, que se asientan a tu cuenta. Por lo cual dice la Escritura (Sap. VI) que se hará durísimo juicio contra los que tienen cargos de justicia, y que los poderosos poderosamente serán atormentados. Más ¿quién podrá declarar los trabajos grandes en que viven los que tienen cargo de muchos? Esto declaró muy bien un rey que habiendo de ser coronado, primero que le pusiesen la corona en la cabeza, la tomó en las manos, y la tuvo así por un poco de espacio diciendo: ¡Oh corona, corona, más preciosa que dichosa: lo cual si alguno bien conociese, aunque te hallase en el suelo, no te levantaría!
   Considera también, oh soberbio, que a nadie contentas con tu soberbia: no Dios, quien tienes por contrario, porque El resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia (I Pedro, IV): no a los humildes, porque éstos claro está que aborrecen toda altivez y soberbia: ni tampoco a los otros soberbios tus semejantes, porque por las mismas razones que tú te levantas, ellos te aborrecen, porque no quieren ver otro mayor que a sí. Ni aun a ti mismo contentarás en este mundo, si tornando en ti conocieres tu vanidad y locura: y mucho menos en el otro, cuando por tu soberbia perpetuamente padecerás. Por lo cual dice Dios por San Bernardo: Oh hombre, si bien te conocieses, de ti te descontentarías, y a Mí agradarías: más porque no conoces a ti, estás ufano en ti, y descontentas a Mí. Vendrá tiempo cuando ni a Mí ni a ti contentarás: a Mí no, porque pecaste: y a ti tampoco, porque arderás para siempre. A solo el diablo parece bien tu soberbia: el cual por ella de graciosísimo ángel se hizo abominable demonio: y por esto naturalmente huelga con su semejante.

   Ayudará también para humillarte considerar cuan pocos servicios y méritos tienes delante de Dios, que sean puros y verdaderos servicios: porque muchos vicios hay que tienen imagen de virtudes: y muchas veces la vanagloria destruye la obra que de suyo es buena: y muchas veces a los ojos de Dios es oscuro lo que a los de los hombres parece claro. Otros son los pareceres de aquel rectísimo juez, que los nuestros: al cual desagrada menos el pecador humilde, que el justo soberbio: aunque éste no se pueda llamar justo si es soberbio. Y si por ventura tienes hechas algunas buenas obras, acuérdate que por ventura serán más las malas que las buenas. Y esas buenas que hiciste, por ventura fueron hechas con tantos defectos y tibiezas, que quizá tienes más razón de pedir por ellas perdón que galardón. Por lo cual dijo San Gregorio: ¡Ay de la vida virtuosa si la juzgare Dios poniendo aparte su piedad! Porque por las mismas cosas con que piensa que agrada, puede ser que por ésas sea confundida: porque nuestros males son puramente males: más nuestros bienes no siempre son puramente bienes, porque muchas veces van acompañados con muchas imperfecciones. Por lo cual más razón tienes para temer tus buenas obras, que para preciarte de ellas, como lo hacía aquel santo Job (Job, IX) que decía: Temía yo todas mis obras, sabiendo que no perdonas al delincuente.

Otros remedios contra la soberbia.

   Más porque así como el principal fundamento de la humildad es el conocimiento de sí mismo, así el de la soberbia es la ignorancia de sí mismo: por tanto el que desea de verdad humillarse, trabaje por conocerse, y así se humillará. Porque ¿cómo no humillará sus pensamientos el que mirándose sin lisonja a la luz de la verdad, se halla lleno de pecados, sucio con las heces de los deleites carnales, envuelto en mil errores, espantado con mil vanos temores, cercado de muchas perplejidades, cargado con el peso del cuerpo mortal, tan fácil para todo lo malo y tan pesado para todo lo bueno? Por tanto, si diligentemente y con atención te mirares, verás claramente cómo no tienes por qué ensoberbecerte.

   Mas algunos hay que aunque mirando a sí se humillan, mirando a los otros se ensoberbecen, haciendo comparación de sí a ellos, y hallándose mejores que ellos. Los que por esta vía se levantan y presumen de sí, deberían considerar que dado el caso que en alguna cosa sean mayores que los otros: pero todavía, si bien se conocieren, en muchas cosas se hallarán menores. ¿Pues porqué presumes de ti y desprecias tu prójimo, por ser más abstinente o mayor trabajador que él, pues él por ventura (aunque no tenga eso) será más humilde, o más prudente, o más paciente, o más caritativo que tú? Por tanto mayor cuidado debes tener de mirar lo que te falta, que lo que tienes: y las virtudes que el otro tiene, que las que tienes tú: porque este pensamiento te conservará en humildad, y despertará en ti el deseo de la perfección. Mas si por el contrario pones los ojos en lo que tú tienes y en lo que a los otros falta, tenerte no debes en más que ellos, y por negligente debes tenerte en el estudio de la virtud. Porque pareciéndote por comparación de los otros que eres algo, vendrás a estar contento de ti mismo y a perder el deseo de pasar adelante.

   Si por alguna buena obra sintieres que tu pensamiento se levanta, entonces has de mirar más por ti: porque el contentamiento de ti mismo no destruya la buena obra que hiciste, y la vanagloria (pestilencia de las buenas obras) no la corrompa. Mas sin atribuir cosa alguna a tus merecimientos, agradécelo todo a la divina clemencia, y reprime tu soberbia con las palabras del Apóstol, que dice (I Corintios. IV): ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si nada recibieras? Las buenas obras que sin obligación y para más perfección haces (si no eres prelado) trabaja por esconderlas de tal manera que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha (Mateos. VI): porque la vanagloria muy fácilmente acomete las obras que se hacen en descubierto. Cuando vieres que tu corazón se comienza a levantar, luego debes aplicar el remedio: éste será traer a la memoria tus pecados, y especialmente el mayor o los mayores de ellos, y de esta manera con una ponzoña curarás otra, como hacen los médicos. De suerte que mirando como el pavón la más fea cosa que en ti tienes, luego desharás la rueda de tu vanidad.

   Cuanto mayor fueres, tanto te debes tratar más húmilmente: porque si en la verdad eres bajo, no es mucho que seas humilde: pero si eres grande y honrado, y con todo eso te humillas; alcanzarás una muy rara y muy grande virtud: porque la humildad en la honra es honra de la misma honra, y dignidad de la dignidad: y si ésta falta, piérdese esa misma dignidad.

   Si deseas alcanzar la virtud de la humildad, sigue el camino de la humillación: porque si no quieres ser humillado, nunca llegarás a ser humilde. Y puesto que muchos se humillan, que en la verdad no son humildes, todavía no hay duda sino que (como dice muy bien San Bernardo) la humillación es camino para la humildad, así como la paciencia para la paz y el estudio para la sabiduría. Obedece, pues, húmilmente a Dios, y (como dice San Pedro) a toda humana criatura por amor de Dios.

   Tres temores quiere San Bernardo que more siempre en nuestro corazón: uno cuando tienes gracia, y otro cuando la perdiste, y otro cuando la tornas a cobrar. Teme cuando estás en gracia, porque no hagas alguna cosa indigna de ella. Teme cuando la pierdes, porque faltando ella, quedas tú desamparado de la guarda que te defendía. Y teme si después de perdida la cobrares, porque no la tornes a perder. Y temiendo de esta manera, no presumirás de ti, estando lleno de temor de Dios.

   Ten paciencia en todas tus persecuciones: porque en el sufrimiento de las injurias se conoce el verdadero humilde. No desprecies los pobres y necesitados: porque a la miseria del prójimo más se debe compasión que menosprecio. Procura que tus vestidos no sean curiosos: porque quien ama mucho el vestido precioso, no siempre tiene el corazón humilde, y respecto tiene el que esto hace a los ojos de los hombres, pues no los viste sino cuando puede ser visto. Pero juntamente mira no sea el vestido más vil de lo que te conviene: porque huyendo de la gloria no la procures: como hacen muchos que quieren agradar a los hombres, mostrando que no hacen caso de vestimentas: y así, huyendo de las alabanzas, astutamente las procuran. Tampoco has de despreciar los oficios bajos: porque el verdadero humilde no huye de los servicios humildes como indignos de su persona: más antes de su propia voluntad se ofrece a ellos, como quien en sus ojos se tiene por bajo.



“GUÍA DE PECADORES”

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