Habiendo pues de tratar
de los vicios y de sus remedios, comenzaremos por aquellos siete que se llaman
capitales, porque son cabezas y fuentes de todos los otros. Porque así como
cortada la raíz de un árbol se secan luego todas las ramas que recibían vida de
la raíz, así cortadas estas siete universales raíces de todos los vicios, luego
cesarán todos los otros vicios que destas raíces procedían. Por esta causa Casiano escribió con tanta diligencia ocho libros contra
estos vicios (lo cual también han hecho
con mucho estudio otros muy graves autores) por tener muy bien entendido
que vencidos estos enemigos, no podrían levantar cabeza todos los otros.
La razón de esto es, porque todos los
pecados (como dice Santo Tomás)
originalmente nacen del amor proprio:
porque todos ellos se cometen por codicia de algún bien particular que este
amor proprio nos hace desear. De este amor nacen aquellas tres ramas que
dice San Juan en su Canónica (I. Juan. 2), que son: codicia de la carne, codicia de los ojos y
soberbia de la vida, que por términos más claros son: amor de deleites, amor de
hacienda y amor de honra; porque estos tres amores proceden de aquel primer
amor. Pues del amor de los deleites nascen tres vicios capitales, que son: lujuria, gula y
pereza. Del amor de la honra nasce la soberbia, y del amor de la hacienda el
avaricia. Más los otros dos vicios, que son ira y envidia, sirven a cualquiera
destos malos amores, porque la ira nace de impedirnos cualquiera de estas cosas
que deseamos; y la envidia de quienquiera que nos gana por la mano y alcanza
aquello que el amor proprio quisiera antes para sí que para sus vecinos. Pues
como éstas sean las tres universales raíces de todos los males, de las cuales
proceden estos siete vicios; de aquí es que, vencidos estos siete, queda luego
el escuadrón de todos los otros vencido. Por lo cual todo nuestro estudio se ha
de emplear ahora en pelear contra estos tan poderosos gigantes, si queremos
quedar señores de todos los otros enemigos que nos tienen ocupada la tierra de
promisión.
Entre los cuales el primero y más principal
es la soberbia,
que es apetito desordenado de la propia excelencia. Ésta dicen los santos
que es la madre y reina de todos los vicios: y por tanto, con mucha razón aquel
santo Tobías, entre otros avisos que daba a su hijo, le daba
éste, diciendo (Tobías IV): Nunca permitas que la soberbia tenga señorío sobre
tu pensamiento, ni sobre tus palabras: porque de ella tomó principio toda
nuestra perdición. Pues cuando este pestilencial vicio tentare tu corazón,
puedes ayudarte contra él de las armas siguientes:
Primeramente considera aquel espantoso
castigo con que fueron castigados aquellos malos ángeles que se
ensoberbecieron; pues en un punto fueron derribados del cielo y echados en los
abismos. Mira, pues, cómo este vicio oscureció al que
resplandecía más que las estrellas del cielo: y al que era no solamente ángel,
mas muy principal entre los ángeles, hizo no solamente demonio, más el peor de
todos los demonios. Pues si esto se hizo con los ángeles, ¿qué se hará contigo, polvo y ceniza? Porque Dios no es contrario a
sí mismo, ni aceptador de personas, mas así en el ángel como en el hombre le
descontenta la soberbia, y le agrada la humildad. Por lo cual dice San Agustín: La humildad hace de
los hombres ángeles, y la soberbia de los ángeles demonios. Y San Bernardo dice:
La soberbia derriba de lo más alto hasta lo más bajo, y la humildad levanta de
lo más bajo hasta lo más alto. El ángel ensoberbeciéndose en el cielo, cayó en
los abismos; y el hombre, humillándose en la tierra, es levantado sobre las
estrellas del cielo.
Juntamente con este castigo de la soberbia
considera el ejemplo de aquella inestimable humildad del Hijo de Dios, que por
ti tomó tan baja naturaleza, y por ti obedeció al Padre hasta la muerte, y
muerte de cruz. Pues aprende, hombre, obedecer; aprende, tierra, a estar debajo
de los pies; aprende, polvo, a tenerte en nada; aprende, oh cristiano, de tu
Señor y tu Dios, que fué manso y humilde de corazón. Si te desprecias de imitar el ejemplo de los otros hombres, no te
desprecies de imitar el de Dios, el cual se hizo hombre, no solamente para
redimirnos, mas también para humillarnos.
Pon también los ojos en ti mismo: porque dentro de ti hallarás cosas que te
prediquen humildad. Considera pues lo que fuiste antes de tu nacimiento, y lo
que eres ahora después de nacido, y lo que serás después de muerto. Antes que
nacieses, eras una materia sucia, indigna de ser nombrada: ahora eres un
muladar cubierto de nieve, y después serás manjar de gusanos. Pues ¿de qué te ensoberbeces, hombre, cuyo
nacimiento es culpa, cuya vida es miseria, y cuyo fin es podre y corrupción?
Si te ensoberbeces por el resplandor de los bienes temporales que posees,
espera un poco, vendrá la muerte, la cual nos hará iguales a todos. Porque como
todos nacimos iguales (cuanto a la
condición natural) así todos moriremos iguales por la común necesidad:
salvo que después de la muerte tendrán más de que dar cuenta los que tuvieron
más. Conforme lo cual dice San Crisóstomo: Mira con atención las sepulturas de los
muertos, y busca en ellos algún rastro de la magnificencia con que vivieron, o
de las riquezas y deleites que gozaron. Dime: ¿dónde están allí los atavíos y
vestiduras preciosas? ¿Dónde los pasatiempos y recreaciones? ¿Dónde la compañía
y muchedumbre de los criados? Acabáronse
los gastos de los banquetes, las risas, los juegos y la alegría mundana.
Llégate más de cerca al sepulcro de cada uno dellos, y no hallarás más que
polvo y ceniza, gusanos y huesos hediondos. Este, pues, es el fin de los
cuerpos, dado que en muchos placeres y regalos se hayan criado. Y pluguiese a
Dios que todo el mal parase en solo esto. Pero mucho más es para temer lo que
después de esto se sigue, que es el temeroso tribunal del juicio divino, la
sentencia que allí se dará, el llanto y crujir de dientes, y las tinieblas sin
remedio, y los gusanos roedores de la consciencia que nunca mueren, y el fuego
que nunca se apagará.
Considera también el peligro de la vanagloria, hija de la
soberbia, de la cual dice San Bernardo que
livianamente vuela y livianamente penetra, mas no hace liviana herida. Por
lo cual si alguna vez los hombres te alabaren y honraren, debes luego mirar si
caben en ti esas cosas de que eres alabado, o no. Porque si nada de eso cabe en
ti, ninguna cosa tienes de que te gloriar. Más si por ventura cabe en ti, di
luego con el Apóstol: Por la gracia de
Dios soy lo que soy. Así que no te debes por eso ensoberbecer, sino humillar y
dar la gloria a Dios, a quien debes todo lo que tienes, porque no te hagas
indigno de ello: pues es cierto que así la honra que te hacen como la causa por
que la hacen, es de Dios. Por donde todo el favor que a ti apropias, a Él
lo hurtas. Pues ¿qué siervo puede ser
más desleal que el que hurta la gloria a su Señor? Mira también cuan gran
desvarío sea pesar tu valía con el parecer de los hombres, en cuya mano está
inclinar la balanza a la parte que quisieren, y quitarte de aquí a poco lo que
ahora te dan, y deshonrarte los que ahora te honran. Si pones tu estima en sus lenguas, unas veces serás grande, otras
pequeño, otras nada, como quisieren las lenguas de los hombres mudables. Por lo cual
nunca jamás debes medirte por loores ajenos, sino por lo que tú sabes de ti: y
aunque los otros te levanten hasta el cielo, mira lo que de ti te dice tu
consciencia, y cree más a ti que te conoces mejor, que a los otros que te miran
de lejos y juzgan como por oídas. Déjate, pues, de los juicios de los hombres, y deposita tu gloria en
las manos de Dios, el cual es sabio para guardarla y fiel para restituirla.
Piensa también, hombre ambicioso, a cuánto
peligro te pones deseando mandar a otros. Porque ¿cómo podrás mandar a otros, no habiendo primero obedecido a ti? ¿Cómo
darás cuenta de muchos, pues apenas la puedes dar de ti solo? Mira el
peligro grande a que te pones, añadiendo los pecados de tus súbditos a los
tuyos, que se asientan a tu cuenta. Por
lo cual dice la Escritura (Sap. VI) que se hará durísimo juicio contra los que
tienen cargos de justicia, y que los poderosos poderosamente serán
atormentados. Más ¿quién podrá
declarar los trabajos grandes en que viven los que tienen cargo de muchos?
Esto declaró muy bien un rey que habiendo de ser coronado, primero que le
pusiesen la corona en la cabeza, la tomó en las manos, y la tuvo así por un
poco de espacio diciendo: ¡Oh corona,
corona, más preciosa que dichosa: lo cual si alguno bien conociese, aunque te
hallase en el suelo, no te levantaría!
Considera también, oh soberbio, que a nadie
contentas con tu soberbia: no Dios, quien tienes por contrario, porque El
resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia (I Pedro, IV):
no a los humildes, porque éstos claro está que aborrecen toda altivez y
soberbia: ni tampoco a los otros soberbios tus semejantes, porque por las
mismas razones que tú te levantas, ellos te aborrecen, porque no quieren ver
otro mayor que a sí. Ni aun a ti mismo contentarás en este mundo, si tornando
en ti conocieres tu vanidad y locura: y mucho menos en el otro, cuando por tu
soberbia perpetuamente padecerás. Por lo cual dice Dios por San Bernardo: Oh hombre, si bien te conocieses, de ti te
descontentarías, y a Mí agradarías: más porque no conoces a ti, estás ufano en
ti, y descontentas a Mí. Vendrá tiempo cuando ni a Mí ni a ti contentarás: a Mí
no, porque pecaste: y a ti tampoco, porque arderás para siempre. A solo el
diablo parece bien tu soberbia: el cual por ella de graciosísimo ángel se hizo
abominable demonio: y por esto naturalmente huelga con su semejante.
Ayudará también para humillarte considerar
cuan pocos servicios y méritos tienes delante de Dios, que sean puros y
verdaderos servicios: porque muchos vicios hay que tienen imagen de virtudes: y
muchas veces la vanagloria destruye la obra que de suyo es buena: y muchas
veces a los ojos de Dios es oscuro lo que a los de los hombres parece claro. Otros son los
pareceres de aquel rectísimo juez, que los nuestros: al cual desagrada menos el
pecador humilde, que el justo soberbio: aunque éste no se pueda llamar
justo si es soberbio. Y si por
ventura tienes hechas algunas buenas obras, acuérdate que por ventura serán más
las malas que las buenas. Y esas buenas que hiciste, por ventura fueron
hechas con tantos defectos y tibiezas, que quizá tienes más razón de pedir por ellas
perdón que galardón. Por lo cual dijo San Gregorio:
¡Ay de la vida virtuosa si la juzgare
Dios poniendo aparte su piedad! Porque por las mismas cosas con que piensa
que agrada, puede ser que por ésas sea confundida: porque nuestros males son
puramente males: más nuestros bienes no siempre son puramente bienes, porque
muchas veces van acompañados con muchas imperfecciones. Por lo cual más razón tienes para temer tus buenas obras, que para
preciarte de ellas, como lo hacía aquel santo Job (Job, IX) que decía: Temía yo
todas mis obras, sabiendo que no perdonas al delincuente.
Otros remedios contra la soberbia.
Más porque así como el principal fundamento
de la humildad es el conocimiento de sí mismo, así el de la soberbia es la
ignorancia de sí mismo: por tanto el que desea de verdad
humillarse, trabaje por conocerse, y así se humillará. Porque ¿cómo
no humillará sus pensamientos el que mirándose sin lisonja a la luz de la
verdad, se halla lleno de pecados, sucio con las heces de los deleites
carnales, envuelto en mil errores, espantado con mil vanos temores, cercado de
muchas perplejidades, cargado con el peso del cuerpo mortal, tan fácil para
todo lo malo y tan pesado para todo lo bueno? Por tanto, si diligentemente y
con atención te mirares, verás claramente cómo no tienes por qué
ensoberbecerte.
Mas algunos hay que aunque mirando a sí se
humillan, mirando a los otros se ensoberbecen, haciendo comparación de sí a
ellos, y hallándose mejores que ellos. Los que por esta vía se levantan y
presumen de sí, deberían considerar que dado el caso que en alguna cosa sean
mayores que los otros: pero todavía, si bien se conocieren, en muchas cosas se
hallarán menores. ¿Pues porqué presumes
de ti y desprecias tu prójimo, por ser más abstinente o mayor trabajador que
él, pues él por ventura (aunque no tenga eso) será más humilde, o más prudente,
o más paciente, o más caritativo que tú? Por tanto mayor cuidado debes
tener de mirar lo que te falta, que lo que tienes: y las virtudes que el otro
tiene, que las que tienes tú: porque este pensamiento te conservará en
humildad, y despertará en ti el deseo de la perfección. Mas si por el contrario
pones los ojos en lo que tú tienes y en lo que a los otros falta, tenerte no
debes en más que ellos, y por negligente debes tenerte en el estudio de la
virtud. Porque pareciéndote por comparación de los otros que eres algo, vendrás
a estar contento de ti mismo y a perder el deseo de pasar adelante.
Si por alguna buena obra sintieres que tu
pensamiento se levanta, entonces has de mirar más por ti: porque el
contentamiento de ti mismo no destruya la buena obra que hiciste, y la
vanagloria (pestilencia de las buenas obras) no la corrompa. Mas sin atribuir
cosa alguna a tus merecimientos, agradécelo todo a la divina clemencia, y reprime tu soberbia con las palabras del
Apóstol, que dice (I Corintios. IV): ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y
si lo recibiste, ¿por qué te glorías
como si nada recibieras? Las buenas
obras que sin obligación y para más perfección haces (si no eres prelado)
trabaja por esconderlas de tal manera que no sepa tu mano izquierda lo que hace
la derecha (Mateos. VI): porque la vanagloria muy fácilmente acomete las obras
que se hacen en descubierto. Cuando vieres que tu corazón se comienza a
levantar, luego debes aplicar el remedio: éste será traer a la memoria tus
pecados, y especialmente el mayor o los mayores de ellos, y de esta manera con
una ponzoña curarás otra, como hacen los médicos. De suerte que mirando como el
pavón la más fea cosa que en ti tienes, luego desharás la rueda de tu vanidad.
Cuanto mayor fueres, tanto te debes tratar
más húmilmente: porque si en la verdad eres bajo, no es mucho que seas humilde:
pero si eres grande y honrado, y con todo eso te humillas; alcanzarás una muy
rara y muy grande virtud: porque la humildad en la honra es honra de la misma
honra, y dignidad de la dignidad: y si ésta falta, piérdese esa misma dignidad.
Si deseas alcanzar la virtud de la humildad,
sigue el camino de la humillación: porque si no quieres ser humillado, nunca
llegarás a ser humilde. Y puesto que muchos se humillan, que en la verdad no
son humildes, todavía no hay duda sino que (como
dice muy bien San Bernardo) la
humillación es camino para la humildad, así como la paciencia para la paz y el
estudio para la sabiduría. Obedece, pues, húmilmente a Dios, y (como dice San
Pedro) a toda humana criatura por amor de Dios.
Tres temores quiere San Bernardo que
more siempre en nuestro corazón: uno cuando tienes gracia, y otro cuando la
perdiste, y otro cuando la tornas a cobrar. Teme cuando estás en gracia, porque
no hagas alguna cosa indigna de ella. Teme cuando la pierdes, porque faltando
ella, quedas tú desamparado de la guarda que te defendía. Y teme si después de
perdida la cobrares, porque no la tornes a perder. Y temiendo de esta manera,
no presumirás de ti, estando lleno de temor de Dios.
Ten paciencia en todas tus persecuciones:
porque en el sufrimiento de las injurias se conoce el verdadero humilde. No
desprecies los pobres y necesitados: porque a la miseria del prójimo más se
debe compasión que menosprecio. Procura que tus vestidos no sean curiosos:
porque quien ama mucho el vestido precioso, no siempre tiene el corazón
humilde, y respecto tiene el que esto hace a los ojos de los hombres, pues no
los viste sino cuando puede ser visto. Pero juntamente mira no sea el vestido
más vil de lo que te conviene: porque huyendo de la gloria no la procures: como
hacen muchos que quieren agradar a los hombres, mostrando que no hacen caso de
vestimentas: y así, huyendo de las alabanzas, astutamente las procuran. Tampoco
has de despreciar los oficios bajos: porque el verdadero humilde no huye de los
servicios humildes como indignos de su persona: más antes de su propia voluntad
se ofrece a ellos, como quien en sus ojos se tiene por bajo.
“GUÍA DE PECADORES”
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