Para consolarte y animarte en tas
enfermedades y dolores, has de poner los ojos en aquel Señor que, siendo Dios
infinito, se hizo hombre mortal y pasible, a quien su profeta llama, varón de dolores, y que sabe por experiencia
lo que es enfermedad; porque aunque es verdad que no tuvo las enfermedades que
causa el desconcierto de los humores, como son las nuestras; pero tuvo los
dolores y congojas que suelen nacer de ellas, con otros tormentos más
terribles, como se irá ponderando.
Primeramente has de considerar, cómo Cristo
Nuestro Señor hizo consigo mismo dos cosas que suele hacer con los grandes
Santos, cuando quiere probarlos y ejercitarlos mucho en las enfermedades. La una fué privarse de todo el deleite y
consuelo sensible que suele alentar y confortar la carne; y la otra, despertar
en la parte sensitiva los afectos penosísimos de tristeza, temor, tedio y
agonía; y como estaba en su mano que estos fuesen intensos o remisos, quiso que
fuesen vehementísimos y que durasen todo el tiempo de su pasión hasta espirar
en la cruz para que fuese aquélla más penosa. De este modo padeció el apóstol San Pablo, el cual aunque solía decir que estaba lleno de consuelo
en sus tribulaciones; pero una vez dijo que llegó a estar tan triste, que tenía
tedio de la vida, y que por de fuera tenia contradicciones, y por de dentro
temores; porque cuando la enfermedad del cuerpo llega a entristecer el espíritu,
entonces es muy penosa y hace gemir con agonía, diciendo a nuestro Señor
como David: sálvame, Dios mío, porque las aguas de las
tribulaciones, no sólo han cercado por de fuera mi cuerpo, sino que han entrado
hasta lo interior del alma, oprimiéndola con temores, tedios y tristezas muy
pesadas. Mas si te vieras en este aprieto, consuélate a ti mismo con que bebes
el cáliz puro, sin mezcla de consuelo, como lo bebió el Salvador para tu
remedio y ejemplo. Bástate por consuelo ser semejante a tu rey eterno, y estar
crucificado con él en su misma cruz; porque si de veras te ofrecieres a esto
luego se mostrará blando contigo: pues aunque tomó para sí el cáliz puro, gusta
de aguarle a sus compañeros, como lo hizo con el buen ladrón, que le hacía
compañía, diciéndole: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Y ¿qué es estar en el paraíso, sino estar
lleno de deleites? Y esto será hoy, porque en un mismo día sabe Dios hacer
estas mudanzas interiores, dejando en su cruz el cuerpo, y dando al alma su
paraíso. Y así es de creer, que desde el punto que el buen ladrón oyó aquella
dulce palabra, comenzó a gustar un licor del paraíso celestial; y aunque no fue
más que una gota, ésta bastó para estar con dulzura en la cruz lo que le quedó
de vida, llevando con alegría el dolor de quebrantarle las piernas, con que
expiró. Imagina, pues, cuando estás
en la cama enfermo, que estás crucificado al lado de tu Señor; confiesa su
justicia en lo que hace y en lo que tú padeces, deseando conformarte con él en
todo; y quizá oirás interiormente alguna palabra de consuelo, que sea prenda de
que presto estarás con él en su paraíso, porque su cruz es el madero que
endulzó las aguas amargas; y como dijo San Gregorio: Si hay memoria de la pasión de Cristo,
ninguna cosa hay tan dura que no se lleve con paciencia, y aún también con
alegría; bebiendo como leche el agua del mar amargo endulzado con la sangre del
Cordero.
Luego considerarás, cómo Cristo nuestro
Señor escogió para sí el mayor número, peso y medida de dolores y aflicciones
que jamás se padecieron en el mando; porque como no los padecía forzado, o
necesitado como nosotros, sino movido de su infinita caridad, y por los pecados
de todos los hombres, que exceden a todo número, peso y medida que se puede
pensar, quiso mostrar en esto la grandeza de su amor y cuán copiosa era su
redención.
Ponte,
pues, primero a mirar el número de sus trabajos, y hallarás que son innumerables,
como lo son nuestros pecados, porque se juntaron para atormentarle los demonios
del infierno con su príncipe Lucifer, la
canalla del pueblo hebreo y los escribas y sacerdotes con sus príncipes Anas, Caifas, y los ejércitos de los soldados que tenían Herodes
y Pilatos; y todos a porfía le afligían, porque no se tenía por bueno
quien no le daba alguna herida, pensando ganar perdones en herirle, y que
agradaban a Dios en maltratarle. Cuenta
si puedes el número de las bofetadas, de las salivas, de los golpes, de los
escarnios, de las injurias y blasfemias que sufrió en casa de Caifas: sólo
Dios, dice San Jerónimo, sabe
lo que padeció aquella noche; y lo mismo se repitió el día siguiente en el pretorio
de Pilatos. Pues ¿qué dirás del
número de los azotes? Porque no se guardó con el Señor el número de treinta y
nueve, que tasaba la ley; algunos dicen que llegaron a cinco mil. ¿Qué del
número de las espinas, que fueron setenta y dos, agujereando por muchas partes
su sagrada cabeza? ¿Qué del número de los dolores que sufrió en el monte
Calvario, donde no quedó hueso ni parte de su cuerpo que no tuviese especial
tormento? Y aunque él dijo, que en la cruz le podían contar los huesos, según
estaban de descubiertos y desencajados
de sus lugares; pero no pudieron contar los dolores de ellos, porque fueron
innumerables.
Ponte
luego a considerar el peso de estos dolores, y veras que fue tan grave, que
otros hombros que los de Dios no tuvieran fuerzas para llevarle; porque así lo
pedía el peso de nuestros infinitos pecados, de que se había cargado para
librarnos de ellos. No hizo más en el huerto de Getsemaní, que tomar esta carga
con su imaginación para ver lo que pesaba, y fue tan grande la congoja, que le
hizo sudar gotas de sangre. Pues, ¿qué dirás del peso de los azotes, que dice
él mismo de sí, que fabricaron sobre sus espaldas los pecadores como si echaran
una grande torre sobre ellas? ¡Oh, cuán pesada fue aquella corona, más que si
fuera de plomo, pues llegó a sacar tanta sangre! ¿Y qué sientes del peso de la
cruz, que le hizo arrodillar con la carga, y fué menester que otro le ayudase a
llevarla? ¡Oh, cuán pesado estaba el cuerpo en la cruz, pues con su peso
desgarraba los pies y las manos, llenándose a sí mismo de terribles tormentos!
Pasa
luego a considerar la medida de estos dolores, que es tan grande, que en su
transfiguración la llamó exceso, porque fue medida llena, apretada, colmada y
tan excesiva, que por todas partes sobraba y rebosaba; y con ser el cáliz de
tanta cabida, y mezclado con tanta mirra y hiel de suma amargura, no quiso
dejar de beber ni una gota hasta gustar el vinagre, con que dió fin a las
profecías, y acabó su vida padeciendo todo lo que estaba escrito en ellas. Pues
¿cómo será posible, que considerando todas estas cosas, no te alientes ¿ llevar
con paciencia tus dolores y enfermedades?
Pensad,
dice el Apóstol, en aquel Señor que padeció tal contradicción de los pecadores,
y para que no os fatiguéis, ni desfallezcáis
en vuestros trabajos; pensad tal número de contradicciones, tal peso y tal
medida, y veréis que es casi nada la parte que de ella os ha cabido, y alentaos
a sufrir como el Señor sofrió la suya.
Si
quieres consolarte en tu enfermedad, imagina que tu cama es la cruz, los
jarabes y purga, la hiel y vinagre; las sangrías y cauterios, son las heridas
de los pies y manos; el dolor de la cabeza, es la corona de espinas; las
congojas del corazón, son las agonías y sudor da sangre; y si de esta manera
acompañas a Cristo en sus penas, él te acompañará y alentará con sus dones,
para que lleves con alegría las tuyas.
Finalmente has de considerar la inmensa caridad
de este Señor, que con llevar sus trabajos tan a solas, que dice de sí: Esperé
quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; busqué quien me consolase, y no le
hallé, porque la presencia de su madre, y de sus amigos, antes bien acrecentaba
sus dolores; sin embargo de esto, como dice San Lorenzo Justiniano,
quiso también cargarse de todo el número, peso y medida de los trabajos,
dolores, enfermedades y aflicciones de sus escogidos, sintiéndolos en el huerto
de Getsemaní como si fueran propios, y aplicando sus tormentos para merecer
alivio y fuerzas con que ellos llevasen los suyos, y uniéndolos consigo para
que fuesen más aceptos. ¡Oh, alteza inmensa de la caridad de Cristo! ¡Oh, inmensidad infinita
de su divina misericordia! Bien te bastaban, Señor, tus innumerables e inmensos
trabajos, sin cargarte de los ajenos; más para tu caridad toda es poco, y en tu
misericordia todo cabe. Pues ¿qué te daré yo por este amor tan sin medida, sino
tomar tus trabajos por míos, y sentirlos mucho más que los propios? ¿Con qué te
pagaré esta misericordia tan inmensa, sino con llevar de buena gana por tu amor
mis trabajos, juntándolos con los tuyos, para que te sean más aceptos? Ofrécete mi sed por la que tú padeciste, y
unida con ella, para que te agrade. Ofrézcote mi hastío, y mi amargura por la
que sentiste tomando el vino mezclado con hiel. Ofrézcote el cansancio que
siento en esta cama, por el quebrantamiento que tuviste en la tuya de la cruz.
Mis dolores se junten con los tuyos y sean ofrenda en agradecimiento de ellos, imitándote
en la pena, para que llegue a gozar de ti en la gloria.
De
aquí también aprenderás a no despreciarte en la enfermedad, como dijo el
Eclesiástico, ni estimarte en poco por ella; pues Cristo nuestro Señor estimó
en tanto a los enfermos y se compadeció tanto de ellos, que sintió sus
enfermedades, como si fueran propias; y él se pone en lugar de los enfermos,
como consta de lo que dirá en el día del juicio: Estaba enfermo y me visitaste
y con este espíritu puedes decirle: Pues tomáis, Salvador mío, mi enfermedad
por vuestra, y queréis que vuestros fieles me visiten en ella, venid Vos ¿visitarme,
y estar conmigo en esta cama, porque sin vuestra visita, de poco me servirá la
de los hombres; ni ésta me hará falta, teniéndoos a Vos en mi compañía.
“LA
PERFECCIÓN EN LAS ENFERMEDADES”
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