“No he venido a traer
la paz sino la guerra” (Mt. 10, 34). Son palabras de Nuestro Señor y como tales
deben ser entendidas. Son palabras del Príncipe de la Paz, el Único que la
tiene y el Único que puede darla. “Mi paz os dejo, mi paz os doy... No como el
mundo la da” (Jn. 14, 27).
Jesucristo
es el Príncipe de la Paz, pero de la paz de Dios. Pacificar a un alma es
ponerla en orden, en sus afectos, en sus amores, en sus pasiones y deseos.
Consiguientemente pacificar a los hombres, a la sociedad y al mundo es también
ordenarlos. Poner al mundo en orden significa necesariamente cambiar muchas
cosas, una infinidad, hoy desordenada. El mundo de hoy es un mundo de valores
falsos e invertidos, de amores equívocos, de deseos caóticos, de conductas
errantes.
Para poner a este mundo pervertido en orden
será necesariamente hacerle la guerra, enfrentarse, oponerse; será decir y
hacer de una manera radicalmente contraria a como dice y hace la orientación
actual de las sociedades.
Para
Cristo y el cristiano, para la verdadera Iglesia y para el católico valen la
familia y los hijos, la Fe y la honradez, la lealtad y la integridad, la
consciencia y la vida limpias, los buenos creyentes y los buenos sacerdotes.
Para
el mundo no. El mundo dice: Destruyamos la
familia, defendamos su disolución, el divorcio y la unión libre, momentánea,
pasajera...
Defendemos
la Fe en el Único Dios verdadero y en el Único que puede salvar; pero el mundo
quiere que respetemos todos dioses que no es respetar a ninguno y menos al
verdadero...
Queremos
la honradez siempre y para todos; para el mundo la única honradez es económica
o fiscal. Para el mundo un degenerado que paga los impuestos es un hombre
respetable; y si se trata de alguien famoso, artista o millonario, su condición,
como a los dioses mitológicos, lo dispensa de todo delito. Para nosotros, los
católicos no.
Poner
al mundo en paz es ordenarlo. Ordenarlo es oponerse a sus falsos principios
imponiendo los de Dios y de la recta razón, es erradicar las malas conductas,
los vicios y las degeneraciones que hoy pretenden derechos y respeto.
O
respetamos a Dios o al mundo, o cumplimos los Mandamientos del Decálogo o manda
la Declaración de los derechos humanos, o respetamos lo que Dios hizo y quiso o
Sodoma tiene razón. La historia sagrada dice que no.
La Fe
en Dios y el amor exclusivo que le debemos supone de manera necesaria y
absoluta la oposición irreductible al mundo enemigo de Dios. Esa lucha, ese
combate, suponen valor, valentía, entereza, coraje y constancia.
El
valor no abunda ni entre cristianos ni entre clérigos. También en el Calvario
sólo San Juan mostró entereza.
Cuando
fue necesario seguir a Cristo al combate supremo de la Cruz los enfermos, los
leprosos, los resucitados, los ciegos de nacimiento, todos, olvidaron las
gracias recibidas.
Vergüenza
es decir, pero falta valor, falta hombría para seguir a Dios. El miedo acobarda
a los cristianos, el respeto humano hace enanos a los grandes y también el
temor de ser más valientes que muchos sacerdotes y obispos incapaces de
defender a Dios.
La
iglesia de la misa protestante, la que pide perdón a todos menos a Jesucristo,
la que reza en el areópago de todos los dioses no tiene hombría ni puede
tenerla. En el calvario de esta época malsana, más parecen fariseos que
cristianos.
Suenan en el cielo de la historia presente
las palabras de Cristo Señor Nuestro: “Quien no está conmigo está contra Mi”
(Mt. 12, 30).
¡Seamos hombres para Dios!
Visto
en “CATÓLICOS ALERTA”
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