sábado, 20 de diciembre de 2025

“FE, ESPERANZA, CARIDAD” Una historia bella y conmovedora del gran violinista Paganini.

 



      Érase una cruda noche del mes de Diciembre del año que no hace al caso.

 

   Menuda lluvia de nieve matizaba los campos, trocando el paisaje en blanco fantasma. El húmedo y punzante viento del Guadarrama acariciaba la coronada villa, y los pocos transeúntes que cruzaban las calles arrebujados en sus capas o mal abrigados por sus bufandas, con el sombrero calado hasta las cejas y las manos en los bolsillos del pantalón o el abrigo, apretaban el paso para guarecerse, huyendo de la inclemencia del tiempo, en sus respectivas viviendas. De vez en cuando se percibía el ruido de algún coche que pasaba a todo correr, como silueta que se esfumaba en las sombras de la noche.

 

   En un anchuroso portal de la plaza de Isabel II, y cobijado en el resquicio, notábase un bulto que, pegándose al muro, parecía rebuscar en el duro granito el calor que faltaba a sus ateridos miembros. Era una mujer, en cuya indumentaria se notaba, a pesar de la obscuridad, la falta de recursos: una falda, negra, al tobillo, un mantón raído y un pañolito, negro también, a la cabeza, componían el vestido de aquella mujer. Hondos suspiros, casi apagados, salían de su pecho y escapaban de sus labios para morir helados apenas lanzados al aire.

 

   Largo rato hacía que la curiosidad y el mal tiempo nos tenía enclavados en otro portal contiguo al en que se encontraba nuestra infeliz mujer, sin importarnos la nieve que ya caía abundosa, ni el frío que atería nuestros cuerpos, cuando al medio de la plaza distinguimos, a la escasa penumbra de un farol, un pequeño bulto que con lento paso se encaminaba al sitio que ocupábamos.

 

   Poco a poco fuese acercando, y pudimos ver que era un niño como de unos catorce años; su fisonomía demostraba bien claro el insomnio y la miseria. Era jorobadito, y bajo el brazo llevaba un viejo violín. Unos gruesos zapatones en muy mal estado; un pantalón raído, a media pierna; una blusilla negra, una bufanda gris y una gorra de color indefinible, componían el vestuario de aquel deforme ser. Por su modo de andar indolente y perezoso se comprendía que el pequeño “Paganini” no había alcanzado óptimos frutos en su colecta de aquella noche.

 

   Acercóse á la mendiga, quien le preguntó con desfallecida voz:

   — ¿Traes algo, Ángel?

   — Nada  contestó el niño con tristeza; — los señores temen al frío y a la nevada y se ocultan en sus casas.

   — ¿Has tocado mucho, hijo mío?

   — No; mis manos estaban agarrotadas con el frío, y en vez de sonidos eran sólo lamentos y chirridos los que mi arco arrancaba.

   — ¡Todo sea por Dios!

   — Sí, todo sea por Dios. Los hombres son malos, muy malos: no quieren comprender que cuando desafiando el tiempo me coloco en una esquina tocando, es porque la necesidad me obliga. No, no hay caridad.

   — No ofendas a Dios, Ángel mío. Ten fe en Él, que así lo tiene dispuesto; espera y ama, porque Dios no se olvida del creyente y consuela sus amarguras.

   — ¡Consuelos! ¡Consuelos! No hay consuelos para el que nace destinado a las privaciones y la miseria. No, no las hay. ¿Qué vale mi voluntad, tan grande como el cielo que nos cubre; qué mi entereza firme cual esa estatua; qué mi resignación como la del mártir, si cuando por buscar el sustento de mi madre pongo en el arco mis cinco sentidos y arranco a estas cuerdas, con las lágrimas en los ojos, acordes de sentimiento, no hallando como recompensa sino el insulto en boca del despiadado que ríe de mi deformidad, o el desprecio del opulento que aligera su paso para no ver mi harapienta persona? Yo creo en Dios, madre de mi alma; yo creo en Él, porque en El tengo mis esperanzas; yo espero en Él, porque le amo como tú has sabido enseñarme con esa santa resignación cristiana; pero no por eso es menos horrenda nuestra situación.

   — Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Dios, Ángel de mi alma, y pidámosle con todo el fervor de nuestros corazones una solución favorable al triste estado en que nos encontramos.

 

   Callaron después aquellos desheredados, y acurrucándose en el hueco de la puerta, abrazados los dos dispusiéronse a pasar la noche. Poco después el jorobadito dormía y la mendiga oraba con fervoroso recogimiento, que todo sitio es bueno para pedir a Dios cuando la oración nace del alma.

 

   Con el cuerpo inclinado hacia fuera, apenas nos atrevíamos a mirar donde la desgracia habla escogido su lecho.

 

   Así pasó como media hora, cuando sentimos ruido de un coche que se acercaba a todo escape, y que fue a parar precisamente ante el portal que ocupaban nuestros desdichados vecinos.

 

   Del coche se apearon un caballero de alguna edad y una señora, la que se fijó en el grupo formado por aquellos infelices, y con una voz como si la emitieran ángeles del cielo, dijo a su acompañante:

 

   — Papá, estos infelices quizá no hayan comido y ni tendrán casa cuando han escogido por vivienda el portal de la nuestra.

   — ¿Qué deseas? —se limitó a contestar aquel señor.

   — ¿Por qué no les hacemos subir con nosotros?

   — Esos vagabundos son falsos y desagradecidos.

   — Qué nos importan cómo sean. Hagamos esa caridad en nombre de Dios.

   — Sea como quieres —y tocando con la contera del bastón en el hombro de la desdichada, exclamo: —Levántese, señora, y síganos.

 

   Atemorizados los mendigos pusiéronse de pie, y mirando con asombro al caballero, apenas si acertaban a dar un paso; pero la joven, tomándola dulcemente del brazo, la arrastró tras sí, obligándola a entrar en el portal y subir las amplias escaleras. Detrás seguían el jorobadito y el señor que había ordenado.

 

   De aquella noche han pasado diez años. El teatro Real de la villa y corte encuéntrase totalmente lleno. Los palcos son ocupados por encopetadas damas; las butacas, donde el frac y el sombrero de copa se dan cita, están tomadas todas; hasta en el último piso se observa una animación desusada.

 

   ¿Qué ocurre? ¿Qué acontecimiento se prepara? Vamos a verlo.

 

   La orquesta preludia y toca una sinfonía; terminada la cual, levántase lentamente la cortina, y tras ella aparece la figura de un joven como de unos veinticuatro años. Su aspecto triste y humilde, la melancolía de su mirada, la forzada sonrisa que entreabre sus labios, da un ambiente de curiosidad difícil de definir. Con resolución se adelanta a la batería y, después de saludar, empuña el arco, y sujetando al cuello el violín, da principio con pulso sereno a una melodía.

 

   Todo queda en suspenso hasta percibirse distintamente el vuelo de una mosca, y unas tras otras las notas arrancadas a aquel Stradivarius conmueven al auditorio, porque la inspiración del artista lleva el ánimo haciéndole sentir el placer y la pena, la alegría y el dolor, y en sus, armoniosos compases deja ver al genio que trasmite y hace reales los sentimientos de su alma.

 

   Cae el telón y una salva atronadora de aplausos resuena en el regio coliseo, y cien veces sube la cortina para tributar al genial artista la recompensa que merece; por fin cae por última vez, y el joven corre presuroso a las cajas, y mientras las lágrimas de la satisfacción surcan sus mejillas, abrazando a una anciana exclama:

 

   — ¡Gracias, gracias, Dios mío! Ya soy hombre. Abrázame, madre mía. Tu Ángel no tiene ya que desafiar el frío y la nieve como en aquella feliz noche en que, encomendándonos a Dios, fuimos recogidos del medio del arroyo por nuestra bienhechora. Bendito seas Tú, Dios mío, que tal dicha me has proporcionado, y de hoy más del fondo de mi alma te prometo, como fervoroso hijo tuyo, dedicarte todos mis actos y promulgar las tres virtudes que más simpáticas te son: Fe, Esperanza y Caridad.

 

SEBASTIÁN PEÑUELA.

“APOSTOLADO DE LA PRENSA”

AÑO 1905.


viernes, 19 de diciembre de 2025

“EL NIÑO PERDIDO”

 



 

I.

 

   Era la tarde del 24 de Diciembre de 1... Una copiosísima nevada cubría los montes y los valles. ¡Qué espectáculo tan hermoso y terrible a la vez! Los riscos semejaban níveas esfinges, los árboles caprichosos fantasmas, las llanuras interminables sábanas bordadas de figuras grotescas, y los montes inmensos gigantes arrebujados en rotas pieles de armiño, Pero este espectáculo, tan bello a los ojos del poeta, era terrible para el caminante que tenía que marchar al acaso por encontrar borradas todas las sendas, y aterido de frío, porque los copos de nieve, empujados por el viento, azotaban cruelmente su rostro.

 

   Cabalgando sobre poderoso caballo, negro como el azabache, avanza penosamente hacia su castillo, que parece un nido de águilas de las crestas de los Andes, el temido por sus crueldades D. Pedro Buitrago, tirano, más que señor, de aquella región. Vuelve cubierto de pieles de tigre, que son las que más le agradan, quizá porque tiene de tigre el corazón, de arrancar el oro, de chupar la sangre a los pecheros sin ventura, que fueron tardíos en pagarle. ¡Oh, cuántas penas y cuánto rencor ha sembrado en su camino! ¡A cuántos ha dejado cargados de cadenas por no tener oro, y cuántas familias tiemblan por él de hambre y de frío y derraman lágrimas amargas, mientras en el cielo preparan los ángeles sus arpas de oro, y en su castillo se ensayan villancicos para celebrar el Nacimiento del Hijo de Dios!

 

   Ha caído mucha nieve. Su corcel es muy valiente; pero sus fuerzas se agotan. No se ha detenido en lo más difícil de la cuesta que tiene que escalar antes de llegar al castillo, porque el agudo acicate le obliga a continuar subiendo. De pronto se para piafando. Don Pedro, ciego de rabia, le clava sin piedad las espuelas; pero en vano. El corcel no se mueve. Parece que una fuerza invisible le ha fijado, como estatua de mármol, en el suelo. En aquel momento se aparece un pobre pastorcillo, de ojos grandes y azules, cubierto de nieve.

 

   — ¿Quién va? —rugió como un tigre D. Pedro, de mal talante. — ¿Quién osa atravesarse en mi camino y a las puertas de mi castillo?

     — Un niño.

     — ¿Y qué quiere el niño?

     — Casa y pan; pues tengo hambre y frío, y no tengo casa, ni pan, ni padres.

   — Pues no pides poco. Aparta pronto, si no quieres quedar aplastado bajo las herraduras de mi caballo.

   — Mirad que empieza a obscurecer y es Noche buena, y pereceré de frío la noche que nace el Redentor del mundo.

     — ¡Cuidado que eres importuno! Aparta, o te echo mis lebreles.

   — Vuestros lebreles me lamen. Tened compasión y dadme hospitalidad. Mirad que quien despide a un niño pobre, despide al Niño Dios.

   — Basta de conversación, que es muy tarde. Don Pedro lanzó una imprecación, epílogo de toda su rabia, hirió los ijares de su corcel, que haciendo un esfuerzo supremo se lanzó al galope, y penetró rodeado de pajes y escuderos en su castillo.

 

II.

 

   A las doce en punto de la noche el castellano D. Pedro Buitrago, según costumbre de sus piadosos abuelos, debía rendir homenaje al Niño Dios en su capilla. El Capellán, auxiliado de las dueñas, lo había preparado todo de antemano para que la fiesta resultase todo lo más solemne posible. Rodeada de gigantescos cirios se veía una preciosa cuna de caoba con guarniciones de plata y oro, y dentro, risueño como la aurora, estaba recostado sobre pajas de oro y flores de diamantes el Niño Dios.

 

   Arrastrando armiño, materialmente cargado de joyas de precio incomparable, y precedido de numeroso acompañamiento, iba D. Pedro a postrarse ante el Dios de la humildad; y ya se encontraba de hinojos ante el altar, dispuesto a besar con impuros labios los pies del bendito Niño, cuando un grito de terrible sorpresa llenó de espanto a los que aún no habían penetrado en la capilla. ¿Qué había ocurrido? Al tomar el Capellán del castillo en sus manos la preciosa cuna para presentársela al soberbio castellano, había desaparecido el divino Infante. El sacerdote quedó confuso, pensando si sus pecados habrían alejado de su lado al Santo de los Santos; los caballeros, las damas, los escuderos, las dueñas y los pajes, creyéndose culpables de aquel desvío, cayeron de rodillas, murmurando un ¡perdón, Dios mío, perdón! Nadie se atrevía a pronunciar una palabra, y las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de todos. D. Pedro comprendió bien pronto la causa del suceso, y con una franqueza digna de un caballero cristiano, exclamó, derramando abundantes lágrimas, que aunque quizá fuesen las primeras que brotaban de sus ojos, no por eso dejaban de ser sinceras: No temáis nada por vosotros, mis fieles vasallos. Yo, yo solo soy el culpable. Jesús está justamente enojado conmigo, porque ayer negué pan y albergue a un niño que tenía hambre y frío. El divino Infante no quiere por eso estar conmigo. ¡Castigo terrible, pero bien merecido! ¡Lección triste, que jamás olvidaré! ¡Perdón, Dios mío, perdón!

 

III.

   Don Pedro Buitrago y Laín oró fervorosamente durante media hora, y abrumado por la pesadumbre, que en vano se esforzaba en desechar, se trasladó con su comitiva al salón en que estaba preparada la cena. Pero con Jesús había desaparecido el apetito. Nadie cenó, y media hora más tarde el castillo parecía, por lo silencioso, un cementerio. También había huido el sueño, y D. Pedro pasó una madrugada horrible. Su exaltada imaginación le representaba al pastorcillo envuelto en un torbellino de nieve, luchando con el hambre y el frío; y cuando se le borraba este cuadro, aparecía a su vista otro más terrible aún. Veía al Niño Jesús convertido en juez inexorable, mostrándole la espada de su justicia y diciéndole con voz aterradora: Porque tuve hambre y frío, y no me diste de comer, y me negaste albergue, no tendré compasión de ti. ¡Maldito el que no tiene misericordia!

 

   El nuevo día apareció sereno y esplendoroso. El sol, reflejando sobre la espesa capa de nieve que cubría toda la superficie visible, multiplicaba la luz. D. Pedro parecía un cadáver. Como a las ocho de la mañana se dirigió, acompañado de los fieles servidores, al lugar en que la tarde anterior había encontrado al pobre pastorcito que le pidió pan y albergue. Iba temblando. Temía encontrarle exánime y envuelto entre la nieve, y no poderle prestar ya los auxilios que le reclamara. ¡Qué momentos tan angustiosos! ¡Y qué nueva y agradable sorpresa! En vez del pastorcillo encontró al Niño Jesús muellemente recostado en un ventisquero que le servía de lecho; pero no era, a pesar de ser el mismo, el Niño sonriente y cariñoso de antes. Era un niño triste y severo a la vez, que en vez de amor y esperanza inspiraba compasión y miedo. Esto no obstante, D. Pedro se arrojó a Él, le estrechó entre sus brazos, le dio muchos besos, derramó sobre El muchas lágrimas de arrepentimiento, y le tornó a su cuna. Qué consolado volvió a su castillo con tan precioso tesoro.

 

   El terrible castellano se había convertido en un varón de misericordia. El tigre de las montañas fué desde entonces un manso cordero. Todas las noches, a la hora de las doce, iba a su capilla a visitar al Niño Jesús y pedirle perdón de sus pasadas crueldades, y todas las noches le presentaba en descarga alguna obra de misericordia ejecutada durante el día. Es que se había propuesto desarmar la ira divina, y hasta abrigaba la dulce esperanza de volver sonriente y cariñoso aquel divino rostro, entonces, por sus culpas, triste y severo. Así transcurrieron algunos años, al cabo de los cuales, al repetirse la ceremonia de la adoración y al aproximarse el piadoso D. Pedro a besar los pies del divino Infante, éste sonrió dulcemente, diciendo con voz divina que repercutió en las montañas vecinas: ¡Estás perdonado! Beati misericordes. ¡Bienaventurados los misericordiosos!

 

ANDRÉS CASADO.

El Apostolado de la Prensa.

Año 1904.

“El Rosario de Ampére”

 



 

   Arrodillado una vez en una iglesia de París, rezaba devotamente el Santo Rosario el sabio Ampére, el cual a los once años descollaba como matemático y a los diez y ocho había rehecho todos los cálculos de la mecánica analítica de Lagrange, sin que estos profundos estudios le impidiesen aprender como jugando el latín, el griego, el italiano y la botánica. Pero lo que le dio más celebridad fué la invención del telégrafo eléctrico, si bien tardó algo en llevarse a la práctica el principio descubierto por él.

 

   Pues bien; Federico Ozanam, no incrédulo entonces, pero Sí atravesando lo que gráficamente ha llamado el P. Gratry la Crisis de la fe, entró en el templo, y movido por la curiosidad, se adelantó para reconocer a aquel anciano cuya piedad le sorprendía. Calcúlese su sorpresa al descubrir al sabio de quien era entusiasta admirador. Profundamente conmovido, se arrodilló detrás del maestro, y la oración y las lágrimas brotaron a la vez de su corazón. El triunfo fué tan glorioso para la fe, que Ozanam llegó a ser uno de los fundadores de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Con frecuencia repetía: «El rosario de Ampére ha hecho más sobre mí que todos los libros y todos los sermones.»

 

jueves, 18 de diciembre de 2025

“La Nochebuena del Sr. Tomás”

 



   El Sr. Tomás se hallaba tendido en su miserable lecho y solo completamente en el cuchitril que le servía de vivienda; a sus oídos llegaban, aunque muy apagados, los ecos de los alegres ruidos que producía en las calles una multitud contenta y bulliciosa que con cánticos no siempre religiosos y con insensatas borracheras, celebraba nada apropiadamente la festividad del natalicio del Hijo de Dios.

 

   ¡Pobre Sr Tomás! Enervado por los años, por el trabajo y las penas, sentía que se aproximaba su último momento.

 

   Tenía conciencia de su estado, comprendía que pocas horas, tal vez breves instantes, le quedaban de vida.

 

   Aunque no hacía mucho tiempo que había buscado el consuelo que la Religión proporciona con los santos sacramentos de la Penitencia y Comunión, deseaba la presencia de algún sacerdote que le auxiliase en aquella noche, que él comprendía era la última de su peregrinación por este mundo; dos veces había golpeado con su puño en la pared de su alcoba, medianera con las habitaciones de los porteros; pero éstos que, si bien guiados por buenos propósitos, le habían ofrecido que entrarían a verle con frecuencia y que estarían al cuidado, por si algo le ocurriese y llamaba, le habían echado en olvido entregados a las expansiones y jolgorio de la Nochebuena y nadie acudió al llamamiento del Sr. Tomás.

 

   Este, por distraer su imaginación o sin darse cuenta de ello, se puso a repasar en su memoria toda su existencia.

 

   Se vio de niño en la pobre casucha de sus padres, en donde muchas veces faltaba el pan: recordó que en aquella época ni una sola Nochebuena gozó con los juguetes y golosinas que en tales noches disfrutan otros niños. Vióse después aprendiz y más tarde oficial de carpintero, atendiendo a su padre casi baldado, y a su madre que, medio ciega, cumplía como le era posible con los quehaceres domésticos.

 

   Después, cuando ambos murieron, buscó una esposa que fué siempre para él cariñosa y buena compañera, pero con la que tampoco pudo gozar nunca días de tranquilo bienestar y relativo desahogo.

 

   Recordó también lo que él y su esposa sufrieron al ver a sus hijos carecer de lo más preciso, y cómo la muerte se los fué arrebatando, cuando a fuerza de trabajos y privaciones habían confiado hallar en ellos sostén y ayuda. Quedaron el Sr. Tomás y su esposa; pero ésta, herida de una grave enfermedad de esas que matan con lentitud para hacer más largo el sufrimiento.

 

   Finalmente, llevaba cuatro años de verse abandonado, solo, perdidos todos los seres en que cifró su amor, sin la santa mujer que supo en los días de terribles crisis infundirle consuelo y ánimo.

 

   Seguía oyendo los apagados ecos de la alegre multitud, y en vano procuró recordar una sola Nochebuena que no hubiese sido para él de pesares y tristezas.

 

   El Sr. Tomás sintió un frío intenso y quiso volver a llamar, pero su brazo permaneció quieto, desobediente a su deseo, y no llamó, pero lo mismo hubiera sido; ¿quién, cuando ríe y goza, se acuerda de la desgracia ajena? El anciano dio un suspiro y dirigió su mirada a un Santo Cristo, que para poder verle mejor, tenía colocado en una repisa, en la pared que hacia frente a la cabecera de su pobre lecho, y al Sr. Tomás le pareció que el Crucificado le sonreía, y aun creyó oírle decir:

 

   —«Ven a mí; mis brazos están extendidos para recibirte.»

 

   Y entonces el anciano cambió el orden de sus ideas. Mucho había sufrido, pero en cambio, ¡qué poco mal habla hecho en el mundo!; hizo examen de su conciencia, y casi se sintió admirado de no encontrar grandes faltas de que tener que arrepentirse en aquella hora tan terrible para otros.

 

   Y poco a poco aquella santa tranquilidad de su conciencia le infundió un inefable bienestar que jamás habla sentido, y ya no pensó en el pasado, sino en el porvenir, y en su rostro se dibujó una plácida sonrisa; presentía que se aproximaba la felicidad, pero una felicidad tan inmensa, tan sublime, que sus dolores; sus trabajos y sus penas ya no le parecieron  nada, y siguió sonriendo porque se conceptuaba poseedor de la mayor de todas las riquezas: una conciencia tranquila...

 

   Cuando, pasada la borrachera de aquella noche, se acordaron del Sr. Tomás, le encontraron rígido en su frío lecho, pero en su rostro aún seguía dibujándose aquella plácida sonrisa, signo de dicha suprema.

 

   — ¡Pobre Sr. Tomás — dijeron los vecinos contristados más o menos hipócritamente; — qué Nochebuena tan mala habrá pasado! ¡Siempre el mundo se engaña en sus juicios! Precisamente aquella Nochebuena fué la única buena noche que pasó en el mundo el Sr. Tomás, como que era precursora de un día de bienaventuranza eterna.

 

M. MARZAL.

Lectura Dominical – 1898.

 

EXPECTACIÓN DEL PARTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA O NUESTRA SEÑORA DE LA “O” – Romualdo Ma. Díaz Carbonell, O. S. B. – 18 de diciembre


 


   Esperar al Señor que ha de venir es el tema principal del santo tiempo de Adviento que precede a la gran fiesta de Navidad. La liturgia de este período está llena de deseos de la venida del Salvador y recoge los sentimientos de expectación, que empezaron en el momento mismo de la caída de nuestros primeros padres. En aquella ocasión Dios anunció la venida de un Salvador. La humanidad estuvo desde entonces pendiente de esta promesa y adquiere este tema tal importancia que la concreción religiosa del pueblo de Israel se reduce en uno de sus puntos principales a esta espera del Señor. Esperaban los patriarcas, los profetas, los reyes y los justos, todas las almas buenas del Antiguo Testamento. De este ambiente de expectación toma la Iglesia las expresiones anhelantes, vivas y adecuadas para la preparación del misterio de la "nueva Natividad" del salvador Jesús.

 

   En el punto culminante de esta expectación se halla la Santísima Virgen María. Todas aquellas esperanzas culminan en Ella, la que fue elegida entre todas las mujeres para formar en su seno el verdadero Hijo de Dios.

 

Sobre Ella se ciernen los vaticinios antiguos, en concreto los de Isaías; Ella es la que, como nadie, prepara los caminos del Señor.

 

   Invócala sin cesar la Iglesia en el devotísimo tiempo de Adviento, auténtico mes de María, ya que por Ella hemos de recibir a Cristo.

lunes, 15 de diciembre de 2025

“El Rosario de Glück”


 

   

   El célebre compositor Glück fué en su infancia niño de coro y estaba dotado de una voz maravillosa.

 

   Un día al salir de la iglesia en la cual el niño había cantado maravillosamente, un religioso, el Hermano Anselmo, le tomó en sus brazos y le dio las gracias con efusión por las lágrimas de ternura que su canto le había hecho derramar.

 

    ¿Qué podré yo darte, querido niño, le dijo en prueba de mi agradecimiento? Toma, añadió, aquí tienes mi rosario.

 

   Guárdalo como  recuerdo mío. – Si le rezas diariamente, él será la verdadera llave de oro que te abrirá las puertas no sólo del templo de la fama sino del verdadero templo de la inmortalidad que es el cielo.

 

   Su extremada pobreza obligó poco después a los padres de Glück a abandonar Viena donde residían con su hijo; más nunca ni en las horas de angustia, olvidó éste el rosario del Hermano Anselmo.

 

   Nombrado, andando el tiempo, profesor de Maria Antonieta en la corte, todas las noches se retiraba para rezar su rosario como un religioso para rezar su oficio.

 

   Llamaba a su rosario, el «breviario del músico». Con el rosario se ponía a trabajar, y cuando la inspiración le faltaba tomaba su rosario y con él la llama de su genio brillaba de nuevo.

 

   Gracias en fin a esta devoción puede asegurarse que su muerte repentina no le encontró desprevenido, pues hallóse en sus heladas manos el rosario, que estaba sin duda rezando en el momento en que le sorprendió la muerte.

 

   Este precioso ejemplo es estimulo, querido católicos, a apreciar cada vez más la hermosísima práctica del santo Rosario, corona de flores divinas que al exhalar su perfume, de amor a María, os atraerá sus gracias y favores. Rezadle cada día, rezadle con devoción y la Reina del cielo os bendecirá.

 

“EL FARO DE LA COSTA”

Boletín salesiano.

viernes, 12 de diciembre de 2025

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE PATRONA DE AMÉRICA. — 12 de diciembre.


 

   En el año mil quinientos treinta y uno de nuestra Redención, la Virgen Madre de Dios, según consta por antigua y constante tradición, se mostró visible al piadoso y rústico neófito Juan Diego en la colina del Tepeyac de México, y hablándole cariñosamente, le mandó presentarse al obispo y notificarle que era su voluntad que se le edificase un templo, porque quería ser allí singularmente venerada. Para asegurarse de la verdad del suceso difirió la respuesta Juan de Zumárraga, que era el obispo del lugar: pero al ver que el sencillo neófito, obligado por la Virgen, que por segunda vez se le había aparecido, repetía con lágrimas y súplicas la misma demanda, le ordenó que con empeño pidiera una señal por la que se manifestase claramente la voluntad de la gran Madre de Dios. Tomando el neófito un camino más apartado de la colina de Tepeyac, y dirigiéndose a México para llamar a un sacerdote que viniese a la casa de su tío gravemente enfermo, para administrarle los sacramentos de la Iglesia, la benignísima Virgen le salió al encuentro y se le apareció por tercera vez, y le mandó ir a coger unas rosas que habían brotado en el cerro y presentarlas al obispo. Obedeció Diego, y en aquel cerro formado de rocas áridas donde apenas podía crecer alguna yerba, y en la estación rigurosa del invierno, cuando en ninguna parte de aquella región se veían flores, halló un hermosísimo y florido rosal, y cogiendo las rosas, las puso con cuidado en un pliegue de su tilma (o capa) y se encaminó luego al palacio del obispo. Maravillóse mucho el devoto prelado de ver aquellas rosas tan hermosas y aromáticas en tal sazón, y mucho más porque echó de ver en la tilma del pobre indio una maravillosa pintura de la imagen de la santísima Virgen, en la misma forma como decía el neófito haberla visto en la colina cerca de la ciudad. Movidos los habitantes por tan extraordinario prodigio, procuraron se guardase con gran cuidado aquella venerable imagen, como regalo del cielo, y poco después la trasladaron con gran pompa desde la capilla episcopal al santuario que le habían edificado en la colina del Tepeyac. Colocóse más tarde en un suntuoso templo que los romanos pontífices ennoblecieron concediéndole para el ¡esplendor del culto un cabildo colegial; y el arzobispo de México y los demás obispos de aquellas regiones, con aprobación de Benedicto XIV la eligieron por patrona principal de toda la nación mexicana, y finalmente León XIII, accediendo a los ruegos de todos los prelados mexicanos, concedió por decreto de la sagrada Congregación de Ritos, que se rezara el novísimo Oficio de la Virgen de Guadalupe, y decretó que con solemne pompa fuese decorada con corona de oro aquella preciosísima imagen.

 

   Reflexión: Era Juan Diego neófito indio de la más baja condición, y a la edad de cuarenta años había recibido el bautismo de mano de un santo misionero franciscano, quedando tan devoto de la Virgen, que todos los sábados andaba más de dos leguas para asistir a la misa que se cantaba en México en honra de María. Después de las apariciones de la soberana Señora, vivió y murió como un santo. Con los humildes y sencillos tienen su trato familiar el Señor y su Madre santísima. Acordémonos de esto, y siempre que visitemos los venerables santuarios de María, hagamos nuestra oración con un corazón tierno, humilde y sencillo, y nos haremos dignos de recibir sus soberanas mercedes.

 

 

   Oración: Oh Dios, que te dignaste ponernos bajo el singular patrocinio de la beatísima virgen María, para colmarnos de continuos beneficios: concede a tus humildes siervos, que pues se regocijan con su memoria en la tierra, gocen de su presencia en el cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén

 

“FLOS SANCTORVM”

martes, 9 de diciembre de 2025

LA ESTRELLA DEL TEPEYAC.


 

LA ESTRELLA DEL TEPEYAC.

 

“Non fécit táliter omni natióni.

No hizo esto con todas las naciones.”

 

Yo te he visto en esa tilma

de Juan Diego, retratada;

con pinceles celestiales,

vi tu Imagen delineada;

y recuerdo la hermosura

de tu rostro, tu candor;

tu mirar, nó, no es al cielo,

porque abajo están tus hijos;

y en la tierra que elegiste,

siempre están tus ojos fijos:

esa tierra que ha luchado

con heroísmo, por tu amor.

 

En tu manto las estrellas,

te proclaman soberana;

a tus plantas es la Luna

que el Señor te dio cual peana,

y luciente te circunda

de esplendor el Astro Rey.

 

Un arcángel te tributa

su rendido vasallaje;

¿Es quizás el que te ofrece

de la tierra su homenaje?

¿Es talvez el que a la tierra

da tus gracias y favor?

 

Hubo un día, ya cuatro siglos,

descendiste a una colina;

ahí a un indio le has hablado

y entre rosas purpurinas

tu sonrisa le dejaste

en su mísero sayal.

 

Tu sonrisa, Virgen Santa,

y el mirar de dulces ojos;

que alentaron en las penas,

y trocaron los abrojos

en las rosas que te diera

en antaño el Tepeyac.

 

Desde entonces, todo un pueblo

se prosterna en tus altares;

y es tu nombre bendecido

más allá de vastos mares,

donde saben que eres Reina,

que eres Madre de bondad.

 

Hoy la Iglesia, cual Patrona

de la América te llama;

y en tus sienes deponiendo

real corona, te proclama

como el Arca salvadora

de la pobre humanidad.

 

¡Ah! no olvides que eres Madre,

y que tienes a tus plantas,

la nación que gime e implora

de tus manos sacrosantas,

tus auxilios maternales,

tu valiosa protección.

 

¡Ah! no olvides que eres Reina,

y que el cetro está en tu mano

¡Oh María de Guadalupe!

Salva al pueblo mexicano,

A su Iglesia perseguida,

¡Salva, Oh Madre, a tu nación!

 

Tomado del Faro de la Costa

 (Boletín Salesiano Argentino)

Año 1931.