miércoles, 26 de noviembre de 2025

ORACIÓN DE LA MEDALLA MILAGROSA

 



   Se la debe rezar alrededor de las 5:30 p.m. del 27 de noviembre, o el día 27 de cada mes y en caso de necesidad urgente.

 

   Oh Virgen Inmaculada, que, como sabemos, siempre y en todo lugar estás dispuesta a conceder las súplicas de tus hijos exiliados en este valle de lágrimas, también sabemos que en ciertos días y a ciertas horas te place derramar con mayor abundancia los tesoros de tus gracias. Aquí estamos, pues, oh María, postrados a tus pies, precisamente en este día bendito y a esta hora bendita que tú has elegido para la manifestación de tu Medalla.

 

   Nos acercamos a Ti llenos de inmensa gratitud y confianza sin límites, en esta hora tan querida para Ti, para agradecerte el gran don que nos has concedido al otorgarnos Tu imagen como muestra de afecto y garantía de Tu protección. Te prometemos, según Tu voluntad, hacer de Tu santa Medalla nuestra compañera inseparable; será la señal de Tu presencia con nosotros; será el libro en el que aprenderemos cuánto nos has amado y qué debemos hacer para que tantos sacrificios, los Tuyos y los de Tu divino Hijo, no sean en vano. Sí, Tu Corazón traspasado, representado en la Medalla, reposará siempre sobre el nuestro y lo hará latir al unísono con el Tuyo. Lo inflamará con amor por Jesús y le dará la fuerza para llevar nuestra propia cruz tras Él cada día.

 

   Esta hora es tuya, oh María, la hora de tu inagotable bondad, de tu triunfante misericordia, la hora en que hiciste brotar, por medio de tu Medalla, ese torrente de gracia y maravillas que inundó la tierra. Concédenos, oh Madre nuestra, que esta hora, cuando, recordemos, la tierna bondad de tu Corazón te impulsó a venir a visitarnos y traernos el remedio para tantos males, concédenos que esta hora sea también nuestra, la hora de nuestra sincera conversión y la hora del pleno cumplimiento de nuestros votos.

 

   Tú que prometiste, precisamente en esta hora bendita, a quienes te lo pidieran con confianza, que te concederían grandes gracias, vuelve tu mirada benevolente hacia nosotros que te suplicamos. Confesamos que no merecemos tus gracias, pero ¿a quién más podríamos acudir sino a Ti, Madre nuestra, en cuyas manos Dios ha confiado todas sus gracias? Ten piedad de nosotros. Te lo pedimos por tu Inmaculada Concepción y por el amor que te impulsó a darnos tu preciosa Medalla.

 

   Oh, Consoladora de los afligidos, que una vez te conmoviste con nuestras miserias, mira los males que nos oprimen. Que tu Medalla derrame sus rayos benéficos sobre nosotros y sobre todos nuestros seres queridos: que sane a nuestros enfermos, que traiga paz a nuestras familias, que nos libre de todo peligro. Que tu Medalla traiga consuelo a los que sufren, alivio a los que lloran y luz y fortaleza a todos.

 

   Pero permítenos, oh María, en esta hora solemne, pedir a tu Inmaculado Corazón la conversión de los pecadores, especialmente de aquellos que más amamos. Recuerda que también ellos son tus hijos, que por ellos sufriste, oraste y lloraste. Sálvalos, oh Refugio de los Pecadores, para que, después de haberte amado, invocado y servido en la tierra, podamos darte gracias y alabarte eternamente en el Cielo. Amén.

 

   Dios te salve, Reina, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. A ti clamamos, desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ven, pues, santísima abogada, vuelve hacia nosotros tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!

 

   – ¡Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Vos! (3 veces)


domingo, 23 de noviembre de 2025

MARÍA MEDIANERA DE TODAS LAS GRACIAS – Po J. M. Bover, S. J.


 

Si Inmaculada, también Medianera.

 

   El título dulcísimo de “Concepción Inmaculada”, está indisolublemente unido a la grata memoria de Pío IX. Quizá nunca el pueblo cristiano ha recibido con mayor júbilo ningún documento pontificio que la Bula dogmática “Ineffabilis Deus” en que Pío IX define la Concepción Inmaculada de la Virgen María. Ahora bien, en esta misma Bula, el inmortal Pontífice enseña, aunque sin intención de definirla, la Mediación universal de la Santísima Virgen. De sus enseñanzas se colige una consoladora paridad entre la Concepción Inmaculada y la Mediación universal: paridad que puede expresarse en estos términos: Si, por su inefable unión con Jesucristo, María es Inmaculada en su Concepción, por esta misma unión es Medianera universal. Esta paridad deseamos ahora poner de manifiesto, por ser un argumento incontrastable de la Mediación universal de María: argumento que, a su valor intrínseco, junta la comprobación pontificia.

 

   ¿Por qué María fué Inmaculada en su Concepción? Entre todos los argumentos de Escritura y Tradición que en su Bula enumera Pio IX, el más poderoso, el que más ampliamente desenvuelve y más veces insinúa, es el de Segunda Eva, íntimamente asociada al Nuevo Adán, Jesucristo. Escuchemos las magníficas palabras del inmortal Pontífice:

 

   «Los Padres y escritores eclesiásticos...al explicar las palabras con las cuales Dios, anunciando ya en los mismos principios del mundo los remedios de su misericordia preparados para la reparación de los hombres, rebatió la audacia de la serpiente engañadora y levantó maravillosamente la esperanza de nuestro linaje, diciendo: Pondré enemistades entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su Descendencia..., enseñaron que Dios, por este oráculo, mostró de antemano, clara y abiertamente, al misericordioso Redentor del linaje humano, a saber, al Unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, y designó a su Santísima Madre, la Virgen María, y juntamente expresó y puso de relieve la indivisible enemistad de entrambos con el diablo. Por lo cual, así como Cristo, Mediador de Dios y de los hombres, habiendo tomado la naturaleza humana, borró el documento y decreto de nuestra condenación y lo clavó triunfalmente en la cruz, así también la Virgen Santísima, unida a Él con vínculo estrechísimo e indisoluble, a una con El y por El, actuando su eterna enemistad contra la venenosa serpiente y triunfando plenísimamente de ella, con su pie inmaculado le quebrantó la cabeza.»

 

   Veamos cómo de las palabras del Génesis colige el Pontífice la Concepción Inmaculada de María. La Virgen, dice, fué Inmaculada, porque su enemistad con Satanás fué perpetua, y su unión con Cristo fué estrechísima e indisoluble. Esto es, existen dos campos enemigos, irreconciliables: el de Satanás y el de Cristo, el del pecado y el de la gracia. Respecto del campo de Satanás, la Virgen estuvo en hostilidad perpetua, nunca militó en él: por eso estuvo siempre exenta de todo pecado; respecto del campo de Cristo, siempre estuvo de su parte, ni un instante militó contra El: por eso siempre participó de la gracia. Por tanto, si nunca en pecado, si siempre en gracia, Inmaculada y santa fué, necesariamente, su misma Concepción.

 

   Tal es, en sustancia, la argumentación de Pío IX. Examinemos ahora si puede hacerse semejante raciocinio para deducir del Génesis la Mediación universal.

 

   Los dos campos, de Satanás y de Cristo, no son simplemente dos posiciones opuestas, dos símbolos, pasivos de significación contraria: son dos huestes en lucha encarnizada. De ahí que la situación de la Virgen respecto de estos dos campos no es simplemente pasiva: no se limita la Virgen a estar perpetuamente frente a frente de Satanás y de la parte de Cristo. La Virgen participa de la hostilidad y de la lucha. Contra la serpiente está continuamente actuando su eterna enemistad, triunfa constantemente de ella, quebranta su cabeza. Asociada a la obra de Cristo, participa de sus luchas y de sus victorias.

 

   En suma, la parte de la Virgen en la obra de Cristo contra Satanás no es pasiva, sino muy activa. Ahora bien, ¿cuál es, según el Pontífice, el carácter de Jesucristo en esta obra? El de Mediador entre Dios y los hombres. De ahí se sigue manifiestamente que la Virgen, activamente asociada al Mediador, y unida a él con lazos estrechísimos e indisolubles, participa activamente de su mediación. Por esto, como la mediación de Cristo es inmediata y universal, inmediata también y universal es la mediación de la Virgen. Que no son dos mediaciones, sino una sola mediación, en la cual Cristo tiene la parte principal, porque Él es quien pone todo su valor y mérito, y la Virgen tiene una parte secundaria, porque todo cuanto ella pone lo ha recibido de Jesucristo.

 

   Dos cosas convienen advertir aquí, que harán ver la fuerza incontrastable de esta argumentación. Primeramente, es de notar cuán estrecha y absoluta sea la unión de la Virgen con Cristo, para que, en virtud de esta unión, la Virgen no haya estado un solo instante sin gracia. Para que esta unión pueda ser tan eficaz, es menester que no conozca límites: que si límites tuviera o pudiera tener, ya no sería legitima la consecuencia. Pues bien, semejante ausencia de límites ha de tener igualmente respecto de la mediación: poner límites sería aflojar esta unión y, consiguientemente, privar de un firme apoyo a la Concepción Inmaculada. Asociada, pues, ilimitadamente, la Virgen a la mediación de Jesucristo, necesario es que participe de su universalidad inmediata. Es, por tanto, universal e inmediata la mediación de la Virgen.

viernes, 21 de noviembre de 2025

MARÍA CORREDENTORA.

 



   Corredentora es el título que resume en una sola palabra la mediación de María entre Dios y el hombre herido por el pecado original, es decir, su cooperación a la redención del género humano.

 

La voz Corredentrix [Corredentora] (no la cosa significada) se la encuentra en el siglo XIV por vez primera, en el Tractatus de praeservatione gloriosissimae BVM [Tratado sobre la preservación de la gloriosísima y Santísima Virgen María], obra de un fraile mínimo anónimo, y luego en el XV, en un himno latino transcrito en dos manuscritos de Salzburgo: «Ut, compassa Redentori, Corredentrix fieres» (a fin de que, padeciendo junto con el Redentor, te hicieras Corredentora). Con todo, el título de Corredentora deriva de uno aún más antiguo (más antiguo en cuanto al vocablo, no respecto a la cosa significada), a saber, el de Redentrix [Redentora], que se halla nada menos que 94 veces (noventa y cuatro), desde el siglo X hasta el año 1750, con el sentido de “Madre del Redentor”. Dicha voz, con todo, podía ser mal interpretada y dar a entender que María era el “redentor” o el obrero principal de la redención de la humanidad. De suerte que de “redentora” se pasó suavemente, en 1750, a “corredentora” o cooperadora de la redención, sobre todo cuando los teólogos de la Contrarreforma comenzaron a estudiar de manera específica, para refutar las objeciones protestantes y jansenistas, el asunto de la cooperación inmediata de María, bien que subordinada, a la redención de Cristo. No obstante, no sólo permaneció la voz “redentora” hasta bien entrado el siglo XVIII, sino que, además, seguía superando al término “corredentora”.

 

   Fue precisamente el siglo XVIII el que hizo prevalecer el término “corredentora”. En efecto, una obra de sabor jansenista escrita por Adán Widenfeld (Mónita salutaria [Advertencias saludables]) reprobaba claramente el término “corredentora”, por lo que los teólogos católicos examinaron la cuestión a fondo y, como consecuencia, el mismo título de Corredentora empezó a prevalecer sobre el de Redentora.

 

   Por último, el título de Redentora comenzó a desaparecer en el siglo XIX, salvo raras excepciones, para dejarle el sitio al de Corredentora, que se usó asimismo en los documentos oficiales de la Santa Sede.

 

REDENCIÓN DE CRISTO Y CORREDENCIÓN MARIANA.

 

   Redención en general significa rescatar o recomprar una cosa que primero se poseía y luego se perdió. Por eso se rescata o se recompra pagando cierto precio.

 

   En sentido teológico, la palabra “redención”, aplicada al género humano despues del pecado original, significa que la cosa poseída y luego perdida por el género humano después del pecado de Adán es la gracia santificante, que hace participar al hombre de la vida de Dios y tiene un valor infinito (1). Es por ello de un valor infinito el precio a pagar para recomprar o rescatar la cosa perdida. Ahora bien, la humanidad, al ser finita y creada, no podía pagar tal suma. De aquí que fuera menester la intervención de Dios para rescatar la gracia perdida en Adán por la humanidad. La Santísima Trinidad decretó libremente que el Verbo se encarnara en el seno de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo, de manera que, en sustitución de la humanidad incapaz de pagar tal precio, pudiera ofrecer un sufrimiento de valor infinito cual verdadero Dios y verdadero hombre.

 

   El elemento esencial de la redención de Cristo es el pago del precio para recobrar la gracia perdida. Supuesto esto, surge la pregunta de cómo cooperó María a la redención de la humanidad obrada por Cristo.

 

   Los teólogos católicos aprobados por la Iglesia admiten, aunque con matices diversos, la realidad de la corredención secundaría y subordinada de María, y especifican que la corredención es remota en el “fiat” de María a la encamación del Verbo redentor y próxima en el holocausto de Cristo y en subordinación a Él: un holocausto que se inició con la Encamación y se consumó en el Calvario.

 

NOTA:

(1) Redimir significa en general liberar a una persona pagando un rescate por ella. Por eso redentor en sentido lato es el que libera a otro de la esclavitud pagando cierto precio por su liberación. De aquí que la redención en general exija el pago de un precio para (re) comprar a alguien. La redención del género humano en sentido estricto estriba en su liberación espiritual de la esclavitud del pecado y en su reconciliación con Dios. Jesús pago con su muerte en la Cruz el precio de nuestra liberación espiritual del pecado de Adán, reconciliándonos con Dios.

 

Sí, sí; No, no. (…)

Revista Católica antimodernista.

Año 2014

domingo, 16 de noviembre de 2025

MEDIACIÓN DE MARÍA EN GENERAL.

 



   Santo Tomás enseña que se requieren dos condiciones para que una persona pueda llamarse mediadora: 1ª) hacer de medio entre dos extremos (mediación natural, física u ontológica); 2ª) juntar ambos extremos (mediación moral) (S. Th. III, q. 26, a. 1). En conclusión, el mediador es una persona que se interpone ontológicamente entre otras dos con su presencia física para juntarlas, o que; las junta de nuevo moralmente con su acción (si estaban unidas en un primer tiempo y luego se enemistaron). Ahora bien. María posee a la perfección estas dos características: ontológicamente está en medio, entre el Creador y la criatura, al ser verdadera Madre del Verbo encarnado y auténtica criatura racional; y como verdadera Madre de Dios Redentor trabajó por volver a juntar al hombre con Dios. Por eso tiene algo en común con los dos extremos, bien que sin identificarse completamente con ellos: se acerca al Creador en cuanto Madre de Dios; mientras que, por otro lado, se acerca a las criaturas por ser verdadera criatura. De aquí que convenga con los dos extremos en cierto sentido, y que en otro se distancie de ellos.

 

   María, además de mediar ontológicamente entre Dios y el hombre, ejerce asimismo una mediación moral entre ambos: con su “fiat” a la encarnación del Verbo, el cual muriendo en la cruz, restituyó al hombre, herido por el pecado de Adán, lo que había perdido: Dios, o su gracia santificante, y lo restableció en la filiación sobrenatural de Dios al hacer que volviera a hallar la gracia divina; y todo ello a sabiendas y voluntariamente (cooperación remota o preparatoria a la redención de Cristo). Maria sabía, cuando respondió al arcángel Gabriel «ecce Ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum» (Lc 1, 38), que el Redentor salvaría a la humanidad muriendo en la cruz (cooperación formal a la redención), como había sido predicho por los profetas del Antiguo Testamento y como le había dicho el propio Gabriel: «y concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, que significa salvador» (Lc 1. 31). De aquí que no fuera sólo Madre de Dios, sino Madre de Dios crucificado para la redención del género humano (1). Podemos, pues, afirmar con San Beda: «La anunciación del ángel a Maria fue el inicio de nuestra redención» (PL 94, 9).

 

NOTA:

(1) “En quien tenemos la redención por su sangre” (Ef 1, 7); “Considerando que habéis sido rescatados (…) con la preciosa Sangre de Cristo”

 

 

Sí, sí; No, no. (…)

Revista Católica antimodernista.

Año 2014

 


viernes, 14 de noviembre de 2025

EL PACTO CON EL DIABLO. (Una historia real, sobre el poder de la oración y la caridad.)


 

   


   Hallábase el nuevo Cura en el atrio de su iglesia una húmeda y sofocante tarde de mediados de junio.

 

   Un tufillo a perfume barato le anunció la llegada de una jovencita que se plantó frente al Párroco en actitud provocativa. Sus cabellos rizados formaban marco a un rostro que, no obstante su expresión de precoz malicia, era aniñado e insignificante. Miraban con fijeza insolente aquellos ojos gatunos. Las manos, al entrelazarse con nerviosa insistencia, hacían tintinear las pulseras.

 

   En esto hablo una voz que sonaba a fastidio y desenfado:

 

   – ¡Vaya, hombre! Alegre usted esa cara que no he venido a hacer penitencia, ni a nada que tenga que ver con la religión.

   – Pues ¿a qué vienes entonces?

   – Muy sencillo. Le prometí a mi madre confesarme. Ella está esperándome a dos pasos de aquí. Entraré en la iglesia y me quedaré un ratito para que crea que estoy confesándome.

   – Hija mía...

   – Llámeme Ágata– rectificó ella.

   – No estoy preguntando tu nombre –contesto el Cura– pero has de saber que Ágata viene del griego y quiere decir “bueno".

   – ¿De veras? Bueno será el chasco de que me crea buena a mí– apuntó con tanta viveza como descaro la mozuela.

   – Aquí donde me ve, acabo de salir del Reformatorio, del re-for-ma-to-rio – repitió recalcando cada sílaba, y empezó a vomitar un torrente de palabras obscenas.

 

   El joven sacerdote comprendió que tal lenguaje no era más que la proyección del desprecio interior que la rebelde criatura sentía por sí misma, y eso le indicó que habia aún esperanza en ella.

 

   – Mi único deseo era verme fuera del reformatorio – prosiguió ella – Fui a la capilla a pedir a Dios que me sacara de allí, pero, por lo visto, Él andaría muy ocupado para hacerle caso a una muchacha como yo...

   – Tal vez no se lo pediría con fe – interpuso el Cura.

   – Crea usted lo que quiera. Lo cierto es que no me hizo caso. Y entonces, en vez de pedirle a Dios, le pedí al Diablo.

 

   El sacerdote palideció. Era algo inusitado: por un extravío monstruoso, la fe la apartaba de Dios y la llevaba a Satanás...

 

   – Pero el Diablo no sirve de balde...insinuó para sondear a su interlocutora.

 

   – Ya losé. Ni el Diablo ni nadie, inclusive los Curas... Pero le prometí hacer nueve comuniones sacrílegas si me sacaba del reformatorio. Y empecé a hacerlas. Recibí la Hostia y maldecía para mis adentros a Dios y a toda la corte celestial. A la octava comunión me soltaron. ¿Qué dice a esto Señor Cura?

 

   El sacerdote permaneció  un momento en silencio y luego dijo:

 

   – Digo que Satanás ha hecho un magnífico negocio. A cambio de esto, que tú consideras tu libertad, le diste el alma.

   – No se ponga usted trágico, hombre, que no es para tanto…

    – Tienes razón; será Satanás el que salga burlado. Bendito sea Dios. Tu alma no le pertenece todavía al Demonio Ágata: aún puedes salvarla.

   – ¿De dónde saca usted eso? – gritó la mozuela casi llorando de rabia.

   – De lo que tú misma has dicho. ¿Por qué has venido a esta iglesia? ¿No ha sido por complacer a tu mamá? Esto es una prueba que a pesar de todo, la quieres mucho. Y el alma capaz de un afecto puro no está irremediablemente perdida. Ven; pediremos a Dios que te perdone y todo lo que me has contado se desvanecerá como una pesadilla. Presa de violentas y encontradas emociones. Ágata respiraba anhelosamente.

 

   – Me voy  dijo al cabo con voz jadeante – Usted no me embauca a mí.

   – Entra en la iglesia, y reza Ágata –  suplicó el sacerdote. Y cuando ella, sin decir palabra, le dio la espalda, añadió: – volverás, hija... Volverás esta misma noche.

 

   Como única respuesta percibió el taconeo de Ágata que se perdía en la calle.

 

   Perplejo y meditabundo por aquel caso, se sentó en el confesionario, y decidió echar mano de dos armas, las más eficaces en semejantes casos: la oración y la caridad. Oía confesiones y escuchaba cuitas. Y a todos, después de imponer la penitencia les decía: – “Voy a pedirle que me ayude a implorar una gracia especial de Nuestro Señor. ¿Quiere quedarse en la iglesia una hora rezando por un alma que lo necesita mucho?

 

  Ninguno se negó. Un hombre que debía salir de viaje, lo aplazó. Otros que tenían compromisos los pospusieron. Pronto habia en la Iglesia un grupo numeroso de gente que oraba por aquella alma desconocida. El sacerdote se adelantó hacia el presbiterio y allí comenzó a orar: – “Padre Nuestro...”.

 

   Rezó hora tras hora. Sobrevino la noche; el último toque de las campanas descendía de la torre; se apagaban los ruidos de la calle. Quedó sola la Iglesia, y en ella el sacerdote siempre de rodillas... Y la puerta abierta. Era ya pasada la media noche, cuando resonó en el pavimento el repiqueteo nervioso de unos tacones. Cuando la recién llegada se arrodilló a unos pasos de él, continuó inmóvil, sin apartar los ojos del altar por un solo instante. Pero llegaron a sus oídos los sollozos de la arrepentida.

 

   – Si  no la espero – dijo después el párroco – puede que, al encontrar cerrada la Iglesia, no hubiera vuelto nunca.

 

   Ágata fue desde entonces una mujer ejemplar.

 

   Así termina el relato del sacerdote que más tarde fue Monseñor Fulton Sheen, profesor de la Universidad de Washington.

 

Padre Lauro López Beltrán

 

Tomado de Integridad Mexicana Nov-Dic, 2001.

sábado, 8 de noviembre de 2025

UNA HISTORIA QUE PUEDE SER SEMEJANTE A LA TUYA.


 

   ¡Que terrible cambio, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva!

 

   El Señor X ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Se ha acostumbrado a pecar. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo. No ha querido hablar de religión desde hace mucho tiempo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo; no es un hombre malvado, cree en Dios y en los dogmas católicos, pero eso de la religión no va con un “TRIUNFADOR”. Si piensa en la muerte, lo hace con repugnancia, como en algo que le separara de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud Nunca ha estado enfermo. La gente de su lamilla vive mucho, y el cree que cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarse de sus actividades, aunque se pregunta cómo empleara el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine y, si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. En su juventud, algún tiempo, se acercó a los Sacramentos, pero sin preocuparse de tener las disposiciones necesarias para recibirlos provechosamente. Abuso, para su ruina, de la misericordia de Dios. Sus confesiones fueron rutinarias y sin decidirse a dejar los malos hábitos y las ocasiones de pecado. Sus comuniones frías. Se acostumbró pronto a acudir al confesionario sin dolor y sin propósito de enmienda y más Adelante se atrevió a callar algunos pecados graves. Pronto dejó los Sacramentos y más adelante ya no creía realmente en ellos. Asi vive, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y la muerte le sorprende como ladrón en la noche.

 

   Ahora cae gravemente enfermo. Los buenos familiares le llevan el sacerdote para una última confesión y comunion y para administrar el sacramento de la extremaunción. El acepta, porque así se acostumbra en la familia. No hay arrepentimiento, es sólo miedo a lo desconocido lo que le impulsa, a hacerlo, y el resultado es una última confesión y comunión sacrílega. Nuestro Señor Jesucristo hizo un último intento, pero encontró un alma encallecida, indiferente, acostumbrada a vivir sin estado de gracia.

 

   ¡Qué momento para la pobre alma del Señor X, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! ¡Que confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias que no tomo en cuenta, los consejos que no siguió! Más terrible aún el momento en que habla el Juez y le manda “fuera” por la eternidad, pues la deuda que contrajo es infinita. “¡Imposible que yo sea un alma condenada! exclama el espíritu del Señor X ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡Ha habido un error! ¿Condenado sin remedio? ¡No puede ser!” La pobre alma lucha y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. “No lo soporto. Detente; soy un hombre, no me parezco a ti; ni sirvo para tu diversión; no he estado nunca en el infierno, ni he olido a fuego, como tú. Conozco los sentimientos humanos, sé de religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, estadista, orador, tengo ingenio. Más aún, soy católico, he recibido la gracia del Redentor y los sacramentos. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires...”

 

   ¡Pobre alma! Mientras se resiste de ese modo a su destino, su nombre es quizás exaltado entre sus amigos. Su elocuencia, claridad de pensamiento, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando; se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.

 

   ¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! los hombres no lo escuchan. Muchos de ellos actúan como él y pronto le acompañaran, las nuevas generaciones son tan presuntuosas como las anteriores. El padre no creyó que Dios pudiera condenarle, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar de dolor eterno y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continúa igual otros treinta. Asi es como este caudal de hombres avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio, como le ha sucedido al Señor X.

 

   Cristo mío, ten misericordia de nosotros. Ahora que todavía tenemos tiempo, permite que tu rostro nos ilumine, para que reconozcamos tus caminos y nuestras miserias, para que renunciando a estas últimas, nos arrepintamos de corazón y te sigamos. Para que correspondamos a tu muerte en la cruz por amor, con el amor de negarnos a nosotros misinos, con el amor que permite salvarse, sencillamente, cumpliendo con los mandamientos; y en especial con aquel que dio Nuestro Señor Jesucristo en la Ultima Cena: “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” Permítenos Señor que nos desacostumbremos a pecar, por cuanto que los pecados de costumbre (1) son de los que llevan más almas al infierno.

 

Adaptado de: Cardenal Newman, “Discursos sobre la Fe” Biblioteca Cristiana. Editorial Planeta –De Agostini, España, 1996.

 

   (1) Los pecados de costumbre, es decir, aquellos con los que por su frecuencia, el alma se familiariza, perdiendo paulatinamente –muchas veces– la capacidad de un verdadero arrepentimiento y propósito de enmienda. O cuando menos, nos hacen vivir frecuentemente sin el estado de gracia. Se diferencian de los pecados ocasionales por mera debilidad.

 

viernes, 7 de noviembre de 2025

EL MEJOR REGALO – Luis J. Chiavarino, Pbro.


 



   ¿Os contenta, queridísimos, que os haga un hermoso regalo? Sin duda, ¿no es verdad? Pues bien leedme con atención, y os haré conocer un tesoro de valor inestimable, que supera todo regalo. Se cuenta que Carlos IX, rey de Francia, poseía una perla preciosa de rara belleza, sobre la que grabó estas palabras: “Quien me posee no será nunca pobre”. Pues bien, si llegáis a conocer el gran regalo que quiero haceros y de él os servís, jamás seréis, en verdad, pobres de méritos y gracias en esta vida, y aseguraréis el Paraíso en la otra. Seguro; porque quiero regalaros nada menos que a Jesús, su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad y los méritos de su pasión y muerte y los de su redención.

 

   Y ¿de dónde tomaré yo este hermoso regalo, todas esas bellas cosas? De donde están en verdad, o sea de la Santa Misa.

 

* * *

 

   Sí; en la Santa Misa, bajo las especies de pan y vino, está todo Jesucristo, vivo, verdadero, real y sustancial, cual nació en la cueva de Belén, cual murió en la Cruz, cual reina en el Paraíso, esto es, en Cuerpo y Sangre, con el Alma y con la Divinidad. Así lo definió el Concilio de Trento y así lo enseña la Sagrada Escritura.

 

   En cada Misa, Jesús nace de nuevo en el altar en las manos del sacerdote, e incruentamente, esto es, sin derramamiento de sangre; se sacrifica realmente por nosotros, para dar a Dios, en nombre nuestro, el honor debido; para procurarnos, mediante nuestro arrepentimiento, el perdón de los pecados; para pagar, con nuestra cooperación, las deudas que tenemos con Dios, y para obtenernos todas las gracias; para aplicarnos, en suma, el fruto de su pasión y muerte.

 

* * *

 

   Dudaba de esta verdad uno que, encontrándose con el Beato Juan de Mantua, le preguntó cómo las palabras de un sacerdote podían trasmudar la sustancia del pan en el Cuerpo de Jesucristo y la sustancia del vino en su Sangre.

 

      —Ven —le dijo el Beato Juan.

 

      Y lo condujo a una fuente, de la que tomó un vaso de agua y se la dio a beber.

 

   Se maravilló aquél de ver el agua cambiada en vino, y, cuando la hubo bebido, confesó que, en su vida, nunca había gustado vino tan delicado. Entonces el Santo añadió:

 

   —Si por mí, hombre miserable, se ha convertido el agua en vino, por divina virtud, ¿cuánto mejor se debe creer que, por medio de las palabras del sacerdote, que son palabras divinas, se conviertan el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo?

 

   Esto bastó para convertir a aquel hombre, que creyó e hizo penitencia de su pecado.

 

   Pues yo os digo: Si Dios puede hacer tantos milagros, ¿por qué no podrá hacer el de estar presente realmente en la Santa Misa? No dudemos de esta verdad: Dios lo puede todo, y cada día y en cada Misa, por medio del sacerdote, hace este gran milagro.

 

 

EL MAYOR TESORO

LA SANTA MISA DIARIA

Hechos y ejemplos

AÑO 1943

viernes, 31 de octubre de 2025

OMNIPOTENCIA SUPLICANTE.

 


   “María, dice San Bernardo, es la Omnipotencia Suplicante.”

 

   «Virgen Poderosa», así la llama la Iglesia en la Letanía de Loreto o Lauretanas. ¿Por qué? El Ángel de la Anunciación nos responde:

 

   “Porque has hallado gracia ante Dios.”

 

   Y la gracia que María recibió fue tan abundante, para ayudarnos, que no hay favor ni misericordia que ella no pueda obtener para nosotros. Ella es la Tesorera de las Gracias. Ninguna gracia nos llega del Cielo sin pasar por sus manos.

 

   ¡Benditas y amorosas manos de María, qué hermosas sois a imagen de vuestra aparición a Santa Catalina Labouré! ¡Manos abiertas, derramando gracias sobre la tierra, iluminando la oscuridad de este mundo! Y lo que nos consuela es que la «Omnipotencia Suplicante» es nuestra Madre. Oh María, cuando nuestra cabeza atormentada, dolorida y cansada, hastiada del sufrimiento en el exilio, anhela descanso y alivio, permítenos reposarla en tu seno maternal, dulce y amoroso refugio.

 

     Santísima Virgen, te decimos con la bella oración del Padre Perreyve:

 

    Que en tus días gloriosos no olvides las penas de la tierra. Dirige una mirada bondadosa a quienes sufren, luchan contra las dificultades y templan sin cesar sus labios con la amargura de la vida. Madre, ten piedad de quienes te aman y están abandonados. ¡Pobre del desolado de corazón! ¡Ten piedad de la debilidad de nuestra fe! ¡Tened piedad de los que somos objetos de vuestra ternura! ¡Ten piedad de los que lloran, de los que oran, de los que tiemblan!

 

   ¡Dad esperanza y paz a todos! ¡Que así sea!

 

Pensamientos para cada día del año. Tomado del “Breviario de la Confianza” Monseñor Brandão, Ascânio. Año 1936.

sábado, 25 de octubre de 2025

¿QUÉ DEBEMOS HACER PARA SER CABALLEROS DE CRISTO REY? – Por el Cardenal Pie.

 


                                                       Entonces ¿qué haremos?

 

   «A vero bello Christi», (La verdadera guerra de Cristo) exclama el obispo de Poitiers, «ésta es la guerra en la que todos debemos ser soldados. Sí, la verdadera guerra de Cristo, la verdadera y sin reservas devoción a la causa de Cristo».

 

¡LUCHEMOS! Esta es la última palabra del valiente Obispo.

 

   Cada uno especificará esta palabra según su rango en el ejército de Cristo. El arzobispo Pie nos ha indicado con precisión el deber de los fieles, de los sacerdotes y de los líderes. Nos corresponde aceptarlo. Pero, en cualquier caso, y para todos, es una lucha, porque el hombre, abandonado a su carne, prefiere el reposo y desaparecer en una vida insignificante y sin sentido. Luchar contra uno mismo y contra los hombres que rechazan el yugo social del cristianismo resume, por lo tanto, el deber para con el Reino de Cristo.

 

   Luchemos, porque la condición de todo reino es ser defendido por soldados. Luchemos, porque los enemigos de este Reino son cada vez más numerosos y más encarnizados.

 

   Luchemos, porque solo quienes mueren con armas en la mano serán coronados. Luchemos, porque cuanto más nos acercamos al fin de los tiempos, más esta será la condición de los cristianos aquí abajo.

 

   Todo esto nos lo dirá el cardenal Pie:

 

   Luchemos con esperanza contra la esperanza misma. Porque quiero decir esto a esos cristianos pusilánimes, a esos cristianos que se hacen esclavos de la popularidad, adoradores del éxito y que se desconciertan ante el más mínimo avance del mal. ¡Ah! Afectados como están, ¡ojalá Dios les evite la angustia de la prueba final! ¿Está cerca esta prueba? ¿Está lejos? Nadie lo sabe y no me atrevo a augurar nada al respecto. Pero lo cierto es que, a medida que el mundo se acerca a su fin, los malvados y los seductores tendrán cada vez más ventaja. Casi no habrá fe en la tierra; es decir, habrá desaparecido casi por completo de todas las instituciones terrenales. Los propios creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias. La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con respecto a Dios, que San Pablo da como señal precursora del fin, «nisi venerit discessio primum», se consumirá día a día. La Iglesia, una sociedad sin duda siempre visible, se verá reducida. Cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas. Ella, que dijo en sus inicios: «El lugar es estrecho para mí, hagan espacio para mí donde pueda vivir: Angustus mihi locus, fac spatium ut habitem», verá el terreno disputado palmo a palmo, será rodeada, restringida por todos lados: tanto como los siglos la han engrandecido, tanto más se esforzará uno por restringirla. Finalmente, la Iglesia de la tierra sufrirá una verdadera derrota; le corresponderá a la Bestia hacer la guerra a los santos y conquistarlos. La insolencia del mal alcanzará su máximo esplendor.

 

   “Ahora bien, en este extremo de las cosas, en este estado desesperado, en este globo entregado al triunfo del mal y que pronto será invadido por las llamas, ¿qué deben todavía hacer todos los verdaderos cristianos, todos los buenos, todos los santos, todos los hombres de fe y de coraje?

 

   Luchando desesperadamente contra una imposibilidad más palpable que nunca, dirán con redoblada energía, con el ardor de sus oraciones, la actividad de sus obras y la intrepidez de sus luchas: ¡Oh Dios! ¡Oh Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre en la tierra como en el cielo; venga tu reino a la tierra como en el cielo; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo!, sicut in cœlo et in terra... ¡En la tierra como en el cielo! Murmurarán estas palabras de nuevo y la tierra cederá bajo sus pies. Y, como antaño tras un terrible desastre, se vio a todo el senado de Roma y a todos los órdenes del estado avanzar al encuentro del cónsul vencido y felicitarlo por no haber desesperado de la república. Así, el senado del cielo, todos los coros de ángeles, todos los órdenes de los bienaventurados acudirán al encuentro de los generosos atletas que habrán resistido la lucha hasta el final, esperando contra toda esperanza. A sí mismo: contra spem in spem. Y entonces, este ideal imposible, que todos los elegidos de todos los siglos habían perseguido obstinadamente, finalmente se hará realidad. En esta segunda y última venida, el Hijo entregará el Reino de este mundo a Dios su Padre; el poder del mal habrá sido evacuado para siempre al fondo del abismo; todo lo que no haya querido asimilarse, incorporarse a Dios por medio de Jesucristo, por la fe, por el amor, por la observancia de la ley, será relegado al pozo negro de la inmundicia eterna. ¡Y Dios vivirá y reinará plena y eternamente, no solo en la unidad de su naturaleza y la sociedad de las tres divinas personas, sino en la plenitud del cuerpo místico de su Hijo encarnado y en la consumación de los santos!»

 

“La realeza social de nuestro Señor Jesucristo”

Cardenal Pie.