3) El temor filial es
bastante diferente de los dos precedentes: es el temor de un hijo, no el de un
mercenario ni de un simple servidor; es el temor no de los castigos divinos,
sino del pecado, que nos aleja de Dios. Difiere sustancial y específicamente del
temor servil y, a mayor abundamiento, del temor mundano.
Este temor filial no sólo es útil para la
salvación, como el temor servil, sino que es
un don del Espíritu Santo, que ayuda mucho a resistir las grandes
tentaciones. Por eso dice el salmista (Ps.,
CXVIII): “Penetra de temor, oh
Señor, mi carne”, a fin de que evite el pecado. Este temor filial es el
menos elevado entre los siete dones del Espíritu Santo, pero es el principio de
la sabiduría, al ser ésta como el efecto inicial de este don superior; es
verdadera sabiduría temer el pecado que aleja de Dios. Corresponde a la
bienaventuranza de los pobres y los humildes, que temen a Dios y lo poseen ya.
Es más: mientras el temor servil, o de los
castigos divinos, disminuye al crecer la caridad, el temor filial aumenta,
porque cuanto más se ama a Dios, más se aborrece el pecado que nos separa de
Él.
Los siete dones están vinculados a la
caridad, como las virtudes infusas; son como las diversas funciones de nuestro
organismo espiritual: se desarrollan juntas, como los cinco dedos de la mano,
dice Santo
Tomás (I, II, q. 61, a. 2).
Santa Catalina de Siena dice (Diálogo, cap. 74) que al
crecer la caridad, mientras disminuye el temor servil, aumenta el filial y
desaparece por completo el temor mundano. “Por eso—dice ella—los Apóstoles, después
de Pentecostés, lejos de temer los sufrimientos, se gloriaban de ellos y se
sentían felices de ser juzgados dignos de sufrir por Nuestro Señor.”
(Se llama temor inicial al principio del
temor filial, que se acompaña con el temor servil aún vivo en el alma hasta
tanto que la caridad no es aún grande.)
Anteriormente, la víspera de la Ascensión,
sintiéndose solos, habían experimentado vivamente su impotencia ante la
inmensidad de la tarea a realizar y aun temían las persecuciones anunciadas;
pero el día de Pentecostés fueron grandemente iluminados, fortificados y
confirmados en gracia.
En el Cielo subsiste el
temor filial bajo la forma de temor reverencial. En efecto, se lee en el Salmo XVIII, 16: “El santo temor de Dios permanecerá por los siglos de los siglos.”
No será ya temor del pecado, temor de ser separados de Dios; pero ante la
infinita grandeza del Altísimo, el alma comprenderá, por fin, su propia nada y
temblará, en cierto modo, al descubrir su fragilidad en comparación con la
absoluta estabilidad y necesidad de Dios, que es el único que es el mismo Ser
subsistente: Yo soy El que es. En
este sentido se dice en el Prefacio de la Misa: Tremunt Potestates: entre
los ángeles superiores, hasta los que se denominan Poderes celestiales,
tiemblan ante la infinita majestad de Dios.
Este don de temor reverencial existe también
en la santa Alma del Salvador, como los demás dones del Espíritu Santo.
El temor reverencial aparece en los Santos
incluso en la vida presente, por ejemplo: cuando San Pedro (Luc, V, 8),
después de la primera .pesca milagrosa, dice a Jesús: “Apártate de mí, Señor,
porque soy un hombre pecador.” Y es entonces cuando Jesús responde: “No temas,
porque de ahora en adelante tú te harás pescador de hombres.” En aquel instante
Pedro,
Santiago y Juan lo abandonaron todo para seguirle.
Bien se ve, por consiguiente, que estas tres
especies de temores son muy diversas entre sí. El temor mundano, que aleja de
Dios, es siempre malo. El temor servil, o de los castigos divinos, es útil para
la salvación, a no ser que sea servilmente servil, dejando la disposición a
pecar e induciendo a la abstención de la culpa únicamente por temor de los
castigos eternos. El temor filial es siempre bueno y aumenta con el amor, como
los demás dones del Espíritu Santo,- y subsiste hasta en el Cielo como temor
reverencial.
He aquí, entonces, nuestra oración: Señor, líbrame del temor mundano; disminuye
el temor servil; aumenta en mí el temor filial.
La psicología humana, abandonada a sus propias fuerzas,
jamás habría podido distinguir de tal modo estos sentimientos; era precisa la
Revelación, fruto de la Sabiduría divina.
Algunos moralistas no cristianos enseñan una
moral de absoluto desinterés—así dicen ellos—, donde no hay lugar para el temor
de los castigos divinos ni para el deseo de recompensas eternas. Esos mismos
enrojecerían al confesar que alguna vez son presa de temores: esto destruiría
el hermoso orden de sus lecciones.
La posición de Kant, a quien los racionalistas han dado tanta importancia, porque
su doctrina es la negación de la Revelación divina. Cuando, por el contrario,
nos colocamos desde el punto de vista de la Revelación, muchos de estos que son
llamados grandes filósofos se nos manifiestan como espíritus poderosos pero
falsos, que tienen una ingeniosidad especial para presentar en forma persuasiva
el error.
No han sido más que grandes sofistas, y como
monstruos intelectuales, que han falseado por completo la noción de Dios, la
del hombre y a de nuestros destinos. Este fué particularmente el caso de Spinoza, de Kant y de Hegel.
Esto es lo que piensa todo verdadero teólogo
católico, y es lo que pensaba San Agustín de la obra de los grandes sofistas de su
tiempo, de quienes decía: “Magni passus, sed extra viam.”
En la eternidad lo veremos claramente,
cuando la visión horizontal del tiempo, en que el error aparece a menudo en el
mismo plano que la verdad, haya cedido el puesto a la visión vertical, que
juzga de todo desde arriba, al modo de Dios, causa suprema y último fin. Desde
este punto de vista, las perspectivas de la historia y de la filosofía se verán
singularmente alteradas, y la superficialidad de muchos juicios servirá para
destacar mayormente el sentido y el alcance de los juicios definitivos.
Era cometido del Espíritu Santo rehabilitar
el temor, como bien dijo el ya citado padre Gardeil.
Y esto sucede de tres maneras:
reprobando el temor mundano o respeto humano; demostrando que el temor de los
castigos divinos es útil al pecador al inducirlo a convertirse, y mostrando,
sobre todo, que el temor filial del pecado o de la separación de Dios es un don
sobrenatural que aumenta siempre más con la caridad.
Este santo temor es el que ha inspirado las
grandes mortificaciones de los Santos y su vida reparadora para obtener la
conversión de los pecadores.
Este santo temor de Dios es el que se
manifiesta en Santo Domingo cuando
se flagelaba hasta derramar sangre todas las noches para obtener la conversión
de los pecadores a los que evangelizaba. Este santo temor es el que inspiraba
también las mortificaciones de una Santa Catalina
de Siena, de una Santa Rosa de Lima y de tantos otros Santos y
Santas.
Pero sobre el temor
filial, aun en su forma más alta, como subsiste en el cielo, la doctrina
cristiana reconoce el puesto preeminente del amor de Dios y de las almas, que
corresponde al precepto supremo, y cuyos efectos están admirablemente descritos
en la Imitación (Lib. III, c. 5).
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
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