Como
declara el Concilio de Trento (Denz.,
805 y 806), no se puede tener, en la Tierra, sin una revelación especial,
la certeza de que se está predestinado. Ningún justo, a menos que tenga una
especial revelación, sabe si perseverará en las buenas obras y en la oración.
¿Hay,
no obstante, algunos signos de predestinación, que dan una especie de certeza
moral acerca de nuestra perseverancia?
Los Padres, especialmente San Juan Crisóstomo, San Gregorio Magno, San Bernardo, San Anselmo,
a base de ciertas afirmaciones de la Sagrada Escritura, han indicado algunas
señales de predestinación, que los teólogos han enumerado con frecuencia como
sigue:
1.°, una buena vida; 2.°, el testimonio de
una buena conciencia, pura de culpas graves y dispuesta a la muerte antes que a
ofender a Dios gravemente; 3.°, la paciencia en la adversidad, por amor de
Dios; 4.°, el gusto por la palabra de Dios; 5.° la misericordia para con los
pobres; 6.°, el amor a los enemigos; 7.°, la humildad; 8.°, una devoción
especial a la Santísima Virgen, a la que pidamos todos los días que ruegue por
nosotros en la hora de nuestra muerte.
Entre estas señales, algunas, como la
paciencia cristiana en las adversidades, muestra cómo la diversidad de
condiciones naturales es a veces compensada y hasta superada por la gracia
divina. Es lo que llaman las Bienaventuranzas evangélicas: “Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran,
los que tienen hambre y sed de justicia, porque de ellos es el reino de los
Cielos.” Llevar pacientemente y por largo tiempo una cruz pesada es una gran
señal de predestinación.
Hay, pues, estados indicados como signos especialísimos;
una gran intimidad con Dios en la oración, la perfecta mortificación de las
pasiones, el deseo ardiente de sufrir mucho por la gloria de Jesucristo, el
celo infatigable por la salvación de las almas. El misterio de la
predestinación nos advierte que sin la gracia de Cristo nosotros no podemos
hacer nada en el terreno de la salvación: Y “¿qué es lo que tenemos nosotros—dice San Pablo—que no lo hayamos
recibido?”.
Pero, por otra parte, la predestinación no
hace superfluo el trabajo de la santificación, porque nosotros tenemos que
merecer la vida eterna; nadie entrará en el Cielo si no ha muerto en estado de
gracia, y nadie irá al Infierno a no ser por su culpa. Recordemos las palabras
de San Pablo (Rom., VIII,
17): “Somos herederos de Dios, coherederos
de Cristo, sufrimos con El para ser con El glorificados.”
“LA
VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
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