viernes, 8 de agosto de 2025

ANTIJUDAÍSMO Y ANTISEMITISMO – Por el Padre. Don Curzio Nitoglia.


 

LAS CAUSAS GENERALES DEL ANTIJUDAÍSMO.

 

 

Se habla mucho últimamente del antisemitismo. Pero ¿cuáles son las causas de este fenómeno?

 

   El escritor y periodista judío Bernard Lazare (Nimes, 1865 - París, 1903) se planteó esta misma pregunta ya el siglo pasado.

 

   «Allí donde se han establecido los judíos (...)», respondió, «se ha desarrollado el antisemitismo, o mejor aún, el antijudaísmo, ya que antisemitismo no es una palabra exacta» (B. LAZARE, L'Antisemitisme, Ed. Documents et témoignages, Vienne, 1969, pág. 11).

 

   También admite que “el pueblo judío ha sido odiado por todos los pueblos entre los que se asentó” (op. cit., p. 11) y concluye que las causas generales del antisemitismo están en Israel y no en los pueblos que lo combatieron.

 

   Este razonamiento no es fruto del odio racial ni del antisemitismo, sino la observación de un autor de origen israelita, dotado de una mente clara y objetiva. Ni Lazare ni nosotros pretendemos argumentar que los perseguidores de los judíos siempre tuvieron razón.

 

   La Iglesia, por ejemplo, se ha opuesto al odio racial y a la violencia injustificada contra el judaísmo, al tiempo que recomienda constantemente la prudencia y toma medidas para preservar a los cristianos de la influencia judía.

 

   Sin embargo, hay que admitir, con Lazare, que «los judíos –al menos en parte– causaron sus propios males» (op. cit., p. 11), porque habitualmente el judío es un «ser insociable/inasimilable» («insociable» p. 12), que se niega a ser asimilado por la sociedad, pues es política y religiosamente exclusivista.

 

   Estudiando la historia se puede observar cómo los pueblos conquistados acabaron sometiéndose a los vencedores, aunque en ocasiones mantuvieron su propia fe.

 

   Por el contrario, «dondequiera que los judíos fundaran colonias, dondequiera que fueran reubicados, exigieron no solo poder practicar su propia religión, sino también no estar sujetos a las costumbres de los pueblos entre los que estaban llamados a vivir y poder gobernarse con sus propias leyes» (op. cit., p. 13). En todas partes quisieron seguir siendo judíos, como pueblo, como religión y como Estado, y gracias a los privilegios así obtenidos, pudieron establecer un Estado dentro del Estado.

 

LEY MOSAICA Y LEY TALMUDICA.

 

   En este punto debemos interrumpir el razonamiento de Lazare para recordar la importantísima distinción entre la Ley Mosaica y la Ley Talmúdica, entre el judaísmo antes y después de Cristo.

 

   La ley mosaica, completamente relacionada con el futuro Jesucristo, fue revivida y perfeccionada por el cristianismo; la ley talmúdica, en cambio, es la antítesis y la corrupción de la ley mosaica y la cristiana. El Talmud y la Cábala espuria impidieron la conversión del pueblo elegido al Mesías; el dominio de los fariseos impidió que Israel entrara en la Nueva y Eterna Alianza.

 

   Ahora bien, el talmudismo es una degeneración carnal de la religión mosaica. De hecho, mientras que el mosaísmo enseñaba que Israel había sido elegido para acoger a Cristo y darlo a conocer a todo el mundo, los fariseos y cabalistas-talmudistas sostenían que el mundo fue creado «para estar sujeto al imperio universal... de los judíos» (op. cit., p. 14). He aquí la nueva religión judía que nada tiene que ver con la Biblia ni con Moisés: ¡Es el dominio del judaísmo sobre el mundo entero!

 

   Según esta perspectiva, por un lado están los judíos, los hombres verdaderos, y por el otro los no judíos, los “gojim”, que son como bestias y deben ser esclavos de los judíos. Cuando el Mesías llegó predicando el Evangelio del Reino de los Cielos, la perfección y el cumplimiento del Antiguo Testamento, los fariseos y talmudistas, aun sabiendo que Él era el Mesías y Dios mismo, lo odiaron profundamente, hasta el punto de condenarlo a muerte, porque desbarató su sueño imperialista de dominio material sobre el mundo entero.

 

   Fue con la corrupción del mosaísmo en el talmudismo que comenzó una persecución sistemática y autodefensiva de los judíos (véase B. LAZARE, op. cit., p. 17). Este fenómeno se explica fácilmente: con el auge del odio y el desprecio hacia todos los pueblos no judíos, surgió también la inevitable reacción de estos últimos.

 

   Si hasta entonces solo había habido estallidos locales de odio, a partir de entonces se produjo un acoso sistemático a los judíos asentados en diversos países. Lazare sostiene que la causa de la persecución contra el judaísmo se encuentra precisamente en los principios del talmudismo y no en el comportamiento de los pueblos de acogida, quienes, en su mayoría, no hicieron más que defenderse (“vim vi repellere licet”).

 

   Bernard Lazare pregunta: “¿Por qué se odiaba a los judíos en todos estos países y ciudades? Porque —responde— nunca ingresaron al Estado como ciudadanos, sino como individuos privilegiados. Aunque habían abandonado Palestina, querían, sobre todo, seguir siendo judíos, considerando Jerusalén su única patria y rechazando la asimilación por los pueblos vecinos” (op. cit., p. 22).

 

EL JUDAÍSMO EN LOS TIEMPOS DE LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA.

 

   León XIII recordó con autoridad cómo la sociedad medieval estaba imbuida de la filosofía del Evangelio. Era inevitable, por tanto, que el judaísmo, hostil al Evangelio y a la Iglesia, se opusiera a este orden social. La Iglesia Católica, por lo tanto, tuvo que liderar y guiar una reacción o defensa contra el judaísmo que, por ende, podemos llamar antijudaísmo, un término que debe distinguirse cuidadosamente, como veremos con más detalle más adelante, del antisemitismo.

 

   La razón del antijudaísmo reside en la centenaria oposición del judaísmo talmúdico a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia, la cual tuvo que defenderse para no sucumbir. Lazare escribe además: «Por el mero hecho de negar la divinidad de Cristo, los judíos se posicionaron como enemigos del orden social, ya que este se fundaba en el cristianismo» (op. cit., p. 59). Un ejemplo de los conflictos que podían surgir entre el pueblo judío y el orden social cristiano es el relativo a la usura. A lo largo de la Edad Media y hasta el siglo XV, la Iglesia prohibió los préstamos con interés, pero para el judío esta prohibición no era vinculante: «Los judíos, que en aquella época pertenecían mayoritariamente a la clase mercantil (...), se aprovecharon de esta licencia y de la situación económica de los pueblos entre los que vivían» (op. cit., p. 62).

 

   Un pueblo enérgico y vivaz, con un orgullo infinito, que se consideraba superior a todos los demás pueblos; el pueblo judío anhelaba convertirse en una potencia. Tenía un instinto instintivo de dominación (…). Para ejercer este tipo de autoridad, los judíos no tenían la posibilidad de elegir los medios. El oro les otorgaba un poder que todas las leyes religiosas y políticas les negaban. (…) Los poseedores del oro se convertían en amos de sus amos (…)» (op. cit., p. 64).

 

   Los talmudistas, naturalmente, tuvieron una gran influencia al inculcar este amor por el oro en las almas de sus correligionarios. Al priorizar solo los actos externos e ignorar la pureza de intención, redujeron el alma judía, presentándola como el único objetivo de la vida: una felicidad natural y material que se alcanza en la tierra.

 

   Para obtener este bien egoísta, el judío se vio inevitablemente impulsado a buscar oro, se vio encaminado hacia él, se le dispuso a ser usurero. Una vez que el judío se convirtió en tal, el antijudaísmo se complicó, las causas sociales se mezclaron con las religiosas, y la unión de estas explica la intensidad y severidad de las persecuciones que Israel tuvo que soportar. (…) El deicida, ya objeto de horror, al convertirse en usurero, recaudador de impuestos, despiadado recaudador de impuestos, agravó el horror hacia sí mismo (op. cit., p. 66). Así, se ganó un doble desprecio: el de los cristianos y el de los oprimidos.

 

LOS DIVERSOS AGENTES DEL ANTIJUDAÍSMO.

 

   Hemos visto que la Iglesia, desde los primeros siglos, desempeñó un papel fundamental en la moderación de las intromisiones doctrinales y prácticas del judaísmo. Para llevar a cabo esta tarea, se apoyó principalmente en dos instituciones: las órdenes religiosas y la Inquisición.

 

   a) Órdenes religiosas

 

   La predicación de los clérigos sobre los judíos denunciaba, ante todo, el pecado de deicidio, para luego demostrar que, mediante la usura, también se habían convertido en amos del oro, «los chupasangres de los cristianos». Esta era la opinión de San Juan de Capistrano, San Bernardino de Siena y el Beato Bernardino de Feltre.

 

   b) La Inquisición

 

   Contrariamente a la creencia popular, la Inquisición no persiguió a los judíos por su raza ni por su religión, sino solo en la medida en que incitaron a la judaización o, tras una posible conversión al cristianismo, volvieron a ella. La Iglesia no buscó la eliminación de los judíos, sometidos legalmente, considerándolos un testimonio vivo de su triunfo.

 

   Así pues, el único apoyo (relativo, ed.) que (el judío, ed.) encontró fue el papado y la Iglesia (…). Si la Iglesia preservó a los judíos, no fue sin reprenderlos y castigarlos. (…) Pero la función principal de la Iglesia fue combatir dogmáticamente la religión judía (op. cit., p. 70).

 

EL PROTESTANTISMO Y LOS JUDÍOS.

 

   La Reforma Protestante, así como revolucionó el orden social cristiano, también cambió la relación entre los judíos y la sociedad.

 

   Al amanecer del siglo XVI; cuando el primer aliento de libertad inundó el mundo, los judíos eran un pueblo de esclavos. Sin embargo, (…) la época de grandes sufrimientos había pasado para los judíos (…); encontraron mayor comprensión (…) fueron menos despreciados (…). Sin embargo, los judíos no habían cambiado (…), fueron los demás quienes cambiaron. Los cristianos se habían vuelto menos fervientes y, por lo tanto, menos inclinados a detestar a los herejes. (…) Durante los años previos a la Reforma, el judío se había convertido en el educador, el maestro de hebreo de los cultos, iniciándolos así en los misterios de la Cábala y armándolos —contra el catolicismo— con la exégesis que utilizaría el protestantismo. (…) Cuando Lutero publicó sus tesis (…) por un momento, los teólogos olvidaron a los judíos y también olvidaron que el movimiento que se extendía tenía sus raíces en fuentes judías (…). Es el espíritu judío el que triunfa con el protestantismo (…). La analogía entre Lutero y Mahoma es singular. Ambos extrajeron sus doctrinas de fuentes judías (op. cit., pp. 73 – 84).

 

   Finalmente, cuando el 27 de septiembre de 1791 la Asamblea Constituyente declaró que los judíos tendrían los mismos derechos que los ciudadanos activos en Francia, los judíos se unieron a la Liga.

 

LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LOS JUDÍOS.

 

   El 27 de septiembre de 1791, los judíos fueron admitidos como ciudadanos activos. Sin embargo, esta ley de la Asamblea Constituyente «era, sobre todo, incapaz de romper las cadenas que los judíos se habían impuesto. Estaban emancipados legalmente, pero no moralmente; conservaban su forma de vida, sus costumbres y sus prejuicios; (...) temían perder, en contacto con no judíos, su personalidad y su fe. (...) y el esfuerzo de la mayoría de los judíos se centraba en mantener su propia identidad entre los extranjeros. (...) Económicamente, los judíos seguían siendo lo que eran: improductivos, usureros» (op. cit., p. 102).

 

DEL ANTIJUDAÍSMO AL ANTISEMITISMO.

 

   El antijudaísmo es estrictamente teológico: es la reacción de la Iglesia ante la embestida del judaísmo talmúdico, que en los primeros siglos intentó sofocarlo con sangre y en siglos posteriores destruirlo con herejías. Por esta razón, la Iglesia tuvo que tomar la iniciativa contra el judaísmo.

 

   Con el proceso de secularización se produjo una transición gradual del antijudaísmo teológico (que condenaba el odio y la violencia gratuita contra los judíos salvo en defensa propia, pero que, por otra parte, recomendaba la prudencia para evitar el contagio de la “enfermedad judía”) al antisemitismo racial.

 

   “Oficialmente, la Iglesia siempre ha condenado el antisemitismo biológico (…) y ha determinado la forma y los límites (…) que debe adoptar la acción contra los judíos” (Y. CHEVALIER, L'Antisemitisme, Istituto Propaganda Libraria, Milán 1991, pág. 220).

 

   Esta afirmación es totalmente cierta, siempre que definamos adecuadamente el término «antisemitismo». De hecho, si bien la Iglesia ha condenado el odio gratuito a la sangre judía, nunca ha condenado la lucha contra el pensamiento judeotalmúdico; al contrario, siempre ha sido su principal maestra.

 

   La táctica judía actual es confundir el significado de las palabras, hacer creer que no es permisible reaccionar a la acción desintegradora del judaísmo contra el cristianismo; para lograr esto, le dan al término antisemitismo un significado más amplio que el que la Iglesia siempre le ha atribuido.

 

   El propio Chevalier cae en este error cuando afirma que el antisemitismo moderno adopta la teoría de la conspiración y la conspiración judía, mientras que estrictamente hablando, esta tesis, lejos de ser una propiedad del antisemitismo moderno, ya está divinamente revelada en el Evangelio. De hecho, leemos en Juan (IX, 22): “Conspiraverant Judæi… Los judíos conspiraron para expulsar (excomulgar) de la sinagoga a cualquiera que reconociera que Jesús era el Cristo”. Consultando los diccionarios etimológicos italianos (Devoto-Olii, Zingarelli, Cortellazzo-Zolli, Battaglia…) deducimos que el significado de “conspirar” es: cum (juntos) spirare (soplar maliciosamente, como una víbora), conspirar, acordar secretamente para lograr un objetivo. Sinónimo de complottare.

 

   Conspirar, a su vez, proviene de: cum, iurare, jurar juntos, unirse a una conspiración. Conspiración: es sinónimo de conspiración, intriga o complot contra alguien.

 

   Los judíos, por lo tanto, conspiraron, conspiraron y conspiraron para excomulgar a cualquiera que reconociera que Jesús era el Cristo. Y hoy el judaísmo continúa conspirando (en secreto, bajo juramento) contra la Iglesia y los estados cristianos para destruirlos, incluso creando sociedades secretas para este propósito (CJ C. can. 2335).

 

   La conspiración judía contra la Iglesia no es, pues, una invención del antisemitismo racial y biológico, sino que se encuentra ya en el corazón del Evangelio, que nos habla de la vida de Jesús y de la conspiración del judaísmo talmúdico contra Él, que concluyó con su crucifixión.

 

   El cristiano que quiere seguir siendo cristiano no puede dejar de reconocer la existencia de una conspiración de fuerzas ocultas (la judeo-masonería), que secretamente busca derrocar “el Trono y el Altar” y no puede abstenerse de luchar con todas sus fuerzas contra esta conspiración, si no quiere ver a Jesucristo crucificado una segunda vez en su Cuerpo Místico.

 

ANTISEMITISMO Y MORAL CATÓLICA.

 

   El antisemitismo, en la medida en que implica odio —escribe Monseñor Antonino Romeo— y fomenta la violencia, es contrario a la moral cristiana y entraña graves peligros para la fe (desprecio por el Antiguo Testamento). Por lo tanto, la Iglesia condena el odio que vulgarmente se denomina antisemitismo (Decreto del Santo Oficio, 25 de marzo de 1928)” (A. ROMEO, Antisemitismo, en la Enciclopedia Católica, Ciudad del Vaticano 1949, vol. I, col. 1502).

 

   Sin embargo, como recuerda “La Civiltà Cattolica”, “la justicia y la caridad no excluyen una defensa prudente y moderada” (“Civiltà Cattolica”, 1945, II, p. 274).

 

   No es antisemitismo hablar de los defectos o peligros del judaísmo —escribe Monseñor Romeo—. Quienes creen que los judíos están a la cabeza de la masonería y del bolchevismo no pueden, sin embargo —sin grave injusticia— acusar a todos. El católico no puede, por cuestiones de sangre o raza, rechazar a los judíos regenerados por el bautismo, sino que debe tratarlos fraternalmente y aceptarlos. Solo sobre estas bases, excluyendo cualquier odio hacia las personas, se permite el antijudaísmo en el ámbito de las ideas, con el fin de proteger atentamente el patrimonio religioso, moral y social del cristianismo (ibid. col. 1502. 1503).

 

¿QUÉ HACER?

 

   Con el humanismo neopagano del siglo XV, el mundo ha tomado el camino ancho que conduce a la judaización, que es directamente proporcional a la descristianización.

 

   La única manera de llegar al puerto es abandonar el camino equivocado y tomar de nuevo el correcto, como cuando, caminando por la montaña, nos damos cuenta de que el camino que hemos recorrido con esfuerzo nos lleva a un precipicio; la única alternativa a saltar al vacío es dar marcha atrás, seguir adelante en la dirección correcta.

 

   Si no se restituye a los judíos —escribió “La Civiltà Cattolica”— con leyes humanas y cristianas, sí, pero excepcionales, que les arrebatan su igualdad civil, a la que no tienen derecho (…) no se hará nada o muy poco. Dada su naturaleza de extranjeros en todo país, enemigos de los pueblos de todo país que los tolera y de una sociedad siempre separada de las sociedades con las que coexisten; dada la moral del Talmud que siguen, y dado el dogma fundamental de su religión, que los insta a apropiarse, por cualquier medio, del bien común (…); dado que la experiencia (…) demuestra que la igualdad de derechos con los cristianos (…) tiene como consecuencia la opresión de los cristianos (…) o la masacre de judíos a manos de cristianos, se deduce, en consecuencia, que la única manera de reconocer la residencia de los judíos con los derechos de los cristianos es regularla con leyes que, al mismo tiempo, impidan que los judíos ofendan el bien común de los cristianos (…)». Cristianos, y a los cristianos el de los judíos” (“La Civiltà Cattolica”, 1890, serie XIV, vol. 8, citado en R. PIPERNO, L'Antisemitismo moderno, Cappelli, Rocca San Casciano, 1964, pp. 139 y 140).

 

   Los católicos deben desear con todo su corazón que los judíos se conviertan y vivan; por tanto, querer eliminar el problema judío mediante el odio gratuito es un plan criminal y necio.

 

   Además, el católico no puede permanecer indiferente ni ignorar que el judaísmo actual se encuentra en un estado de reprobación por parte de Dios y, por tanto, debe esforzarse, con la caridad unida a la prudencia («simples como palomas, prudentes como serpientes»), en ayudar a los judíos a salir de su estado de ceguera orgullosa, que les impide reconocer al Mesías ya venido y les hace soñar con uno que les dará el dominio sobre el mundo entero.

 

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