LAS
CAUSAS GENERALES DEL ANTIJUDAÍSMO.
Se
habla mucho últimamente del antisemitismo. Pero ¿cuáles son las causas de este
fenómeno?
El escritor y periodista judío Bernard
Lazare (Nimes, 1865 - París, 1903) se planteó esta misma pregunta ya el siglo
pasado.
«Allí donde se han establecido los judíos
(...)», respondió, «se ha desarrollado el antisemitismo, o mejor aún, el
antijudaísmo, ya que antisemitismo no es una palabra exacta» (B. LAZARE,
L'Antisemitisme, Ed. Documents et témoignages, Vienne, 1969, pág. 11).
También admite que “el pueblo judío ha sido
odiado por todos los pueblos entre los que se asentó” (op. cit., p. 11) y
concluye que las causas generales del antisemitismo están en Israel y no en los
pueblos que lo combatieron.
Este razonamiento no es fruto del odio
racial ni del antisemitismo, sino la observación de un autor de origen
israelita, dotado de una mente clara y objetiva. Ni Lazare ni nosotros
pretendemos argumentar que los perseguidores de los judíos siempre tuvieron
razón.
La Iglesia, por ejemplo, se ha opuesto al
odio racial y a la violencia injustificada contra el judaísmo, al tiempo que
recomienda constantemente la prudencia y toma medidas para preservar a los
cristianos de la influencia judía.
Sin embargo, hay que admitir, con Lazare,
que «los judíos –al menos en parte– causaron sus propios males» (op. cit., p.
11), porque habitualmente el judío es un «ser insociable/inasimilable»
(«insociable» p. 12), que se niega a ser asimilado por la sociedad, pues es
política y religiosamente exclusivista.
Estudiando la historia se puede observar
cómo los pueblos conquistados acabaron sometiéndose a los vencedores, aunque en
ocasiones mantuvieron su propia fe.
Por el contrario, «dondequiera que los
judíos fundaran colonias, dondequiera que fueran reubicados, exigieron no solo
poder practicar su propia religión, sino también no estar sujetos a las
costumbres de los pueblos entre los que estaban llamados a vivir y poder
gobernarse con sus propias leyes» (op. cit., p. 13). En todas partes quisieron
seguir siendo judíos, como pueblo, como religión y como Estado, y gracias a los
privilegios así obtenidos, pudieron establecer un Estado dentro del Estado.
LEY
MOSAICA Y LEY TALMUDICA.
En este punto debemos interrumpir el
razonamiento de Lazare para recordar la importantísima distinción entre la Ley
Mosaica y la Ley Talmúdica, entre el judaísmo antes y después de Cristo.
La ley mosaica, completamente relacionada
con el futuro Jesucristo, fue revivida y perfeccionada por el cristianismo; la
ley talmúdica, en cambio, es la antítesis y la corrupción de la ley mosaica y
la cristiana. El Talmud y la Cábala espuria impidieron la conversión del pueblo
elegido al Mesías; el dominio de los fariseos impidió que Israel entrara en la
Nueva y Eterna Alianza.
Ahora bien, el talmudismo es una
degeneración carnal de la religión mosaica. De hecho, mientras que el mosaísmo
enseñaba que Israel había sido elegido para acoger a Cristo y darlo a conocer a
todo el mundo, los fariseos y cabalistas-talmudistas sostenían que el mundo fue
creado «para estar sujeto al imperio universal... de los judíos» (op. cit., p.
14). He aquí la nueva religión judía que nada tiene que ver con la Biblia ni
con Moisés: ¡Es el dominio del judaísmo sobre el mundo entero!
Según esta perspectiva, por un lado están
los judíos, los hombres verdaderos, y por el otro los no judíos, los “gojim”,
que son como bestias y deben ser esclavos de los judíos. Cuando el Mesías llegó
predicando el Evangelio del Reino de los Cielos, la perfección y el
cumplimiento del Antiguo Testamento, los fariseos y talmudistas, aun sabiendo
que Él era el Mesías y Dios mismo, lo odiaron profundamente, hasta el punto de
condenarlo a muerte, porque desbarató su sueño imperialista de dominio material
sobre el mundo entero.
Fue con la corrupción del mosaísmo en el
talmudismo que comenzó una persecución sistemática y autodefensiva de los
judíos (véase B. LAZARE, op. cit., p. 17). Este fenómeno se explica fácilmente:
con el auge del odio y el desprecio hacia todos los pueblos no judíos, surgió
también la inevitable reacción de estos últimos.
Si hasta entonces solo había habido
estallidos locales de odio, a partir de entonces se produjo un acoso
sistemático a los judíos asentados en diversos países. Lazare sostiene que la
causa de la persecución contra el judaísmo se encuentra precisamente en los
principios del talmudismo y no en el comportamiento de los pueblos de acogida,
quienes, en su mayoría, no hicieron más que defenderse (“vim vi repellere licet”).
Bernard Lazare pregunta: “¿Por qué se odiaba
a los judíos en todos estos países y ciudades? Porque —responde— nunca
ingresaron al Estado como ciudadanos, sino como individuos privilegiados.
Aunque habían abandonado Palestina, querían, sobre todo, seguir siendo judíos,
considerando Jerusalén su única patria y rechazando la asimilación por los
pueblos vecinos” (op. cit., p. 22).
EL
JUDAÍSMO EN LOS TIEMPOS DE LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA.
León XIII recordó con autoridad cómo la sociedad
medieval estaba imbuida de la filosofía del Evangelio. Era inevitable, por
tanto, que el judaísmo, hostil al Evangelio y a la Iglesia, se opusiera a este
orden social. La Iglesia Católica, por lo tanto, tuvo que liderar y guiar una
reacción o defensa contra el judaísmo que, por ende, podemos llamar
antijudaísmo, un término que debe distinguirse cuidadosamente, como veremos con
más detalle más adelante, del antisemitismo.
La razón del antijudaísmo reside en la
centenaria oposición del judaísmo talmúdico a Nuestro Señor Jesucristo y a su
Iglesia, la cual tuvo que defenderse para no sucumbir. Lazare escribe además:
«Por el mero hecho de negar la divinidad de Cristo, los judíos se posicionaron
como enemigos del orden social, ya que este se fundaba en el cristianismo» (op.
cit., p. 59). Un ejemplo de los conflictos que podían surgir entre el pueblo
judío y el orden social cristiano es el relativo a la usura. A lo largo de la
Edad Media y hasta el siglo XV, la Iglesia prohibió los préstamos con interés,
pero para el judío esta prohibición no era vinculante: «Los judíos, que en
aquella época pertenecían mayoritariamente a la clase mercantil (...), se
aprovecharon de esta licencia y de la situación económica de los pueblos entre
los que vivían» (op. cit., p. 62).
Un pueblo enérgico y vivaz, con un orgullo
infinito, que se consideraba superior a todos los demás pueblos; el pueblo
judío anhelaba convertirse en una potencia. Tenía un instinto instintivo de
dominación (…). Para ejercer este tipo de autoridad, los judíos no tenían la
posibilidad de elegir los medios. El oro les otorgaba un poder que todas las
leyes religiosas y políticas les negaban. (…) Los poseedores del oro se convertían
en amos de sus amos (…)» (op. cit., p. 64).
Los talmudistas, naturalmente, tuvieron una
gran influencia al inculcar este amor por el oro en las almas de sus
correligionarios. Al priorizar solo los actos externos e ignorar la pureza de
intención, redujeron el alma judía, presentándola como el único objetivo de la
vida: una felicidad natural y material que se alcanza en la tierra.
Para obtener este bien egoísta, el judío se
vio inevitablemente impulsado a buscar oro, se vio encaminado hacia él, se le
dispuso a ser usurero. Una vez que el judío se convirtió en tal, el
antijudaísmo se complicó, las causas sociales se mezclaron con las religiosas,
y la unión de estas explica la intensidad y severidad de las persecuciones que
Israel tuvo que soportar. (…) El deicida, ya objeto de horror, al convertirse
en usurero, recaudador de impuestos, despiadado recaudador de impuestos, agravó
el horror hacia sí mismo (op. cit., p. 66). Así, se ganó un doble desprecio: el
de los cristianos y el de los oprimidos.
LOS DIVERSOS AGENTES DEL ANTIJUDAÍSMO.
Hemos visto que la Iglesia, desde los
primeros siglos, desempeñó un papel fundamental en la moderación de las
intromisiones doctrinales y prácticas del judaísmo. Para llevar a cabo esta
tarea, se apoyó principalmente en dos instituciones: las órdenes religiosas y
la Inquisición.
a) Órdenes religiosas
La predicación de los clérigos sobre los
judíos denunciaba, ante todo, el pecado de deicidio, para luego demostrar que,
mediante la usura, también se habían convertido en amos del oro, «los
chupasangres de los cristianos». Esta era la opinión de San Juan de Capistrano,
San Bernardino de Siena y el Beato Bernardino de Feltre.
b) La Inquisición
Contrariamente a la creencia popular, la
Inquisición no persiguió a los judíos por su raza ni por su religión, sino solo
en la medida en que incitaron a la judaización o, tras una posible conversión
al cristianismo, volvieron a ella. La Iglesia no buscó la eliminación de los
judíos, sometidos legalmente, considerándolos un testimonio vivo de su triunfo.
Así pues, el único apoyo (relativo, ed.) que
(el judío, ed.) encontró fue el papado y la Iglesia (…). Si la Iglesia preservó
a los judíos, no fue sin reprenderlos y castigarlos. (…) Pero la función
principal de la Iglesia fue combatir dogmáticamente la religión judía (op.
cit., p. 70).
EL
PROTESTANTISMO Y LOS JUDÍOS.
La Reforma Protestante, así como revolucionó
el orden social cristiano, también cambió la relación entre los judíos y la
sociedad.
Al amanecer del siglo XVI; cuando el primer
aliento de libertad inundó el mundo, los judíos eran un pueblo de esclavos. Sin
embargo, (…) la época de grandes sufrimientos había pasado para los judíos (…);
encontraron mayor comprensión (…) fueron menos despreciados (…). Sin embargo,
los judíos no habían cambiado (…), fueron los demás quienes cambiaron. Los
cristianos se habían vuelto menos fervientes y, por lo tanto, menos inclinados
a detestar a los herejes. (…) Durante los años previos a la Reforma, el judío
se había convertido en el educador, el maestro de hebreo de los cultos, iniciándolos
así en los misterios de la Cábala y armándolos —contra el catolicismo— con la
exégesis que utilizaría el protestantismo. (…) Cuando Lutero publicó sus tesis
(…) por un momento, los teólogos olvidaron a los judíos y también olvidaron que
el movimiento que se extendía tenía sus raíces en fuentes judías (…). Es el
espíritu judío el que triunfa con el protestantismo (…). La analogía entre
Lutero y Mahoma es singular. Ambos extrajeron sus doctrinas de fuentes judías
(op. cit., pp. 73 – 84).
Finalmente, cuando el 27 de septiembre de
1791 la Asamblea Constituyente declaró que los judíos tendrían los mismos
derechos que los ciudadanos activos en Francia, los judíos se unieron a la
Liga.
LA
REVOLUCIÓN FRANCESA Y LOS JUDÍOS.
El 27 de septiembre de 1791, los judíos
fueron admitidos como ciudadanos activos. Sin embargo, esta ley de la Asamblea
Constituyente «era, sobre todo, incapaz de romper las cadenas que los judíos se
habían impuesto. Estaban emancipados legalmente, pero no moralmente;
conservaban su forma de vida, sus costumbres y sus prejuicios; (...) temían
perder, en contacto con no judíos, su personalidad y su fe. (...) y el esfuerzo
de la mayoría de los judíos se centraba en mantener su propia identidad entre
los extranjeros. (...) Económicamente, los judíos seguían siendo lo que eran:
improductivos, usureros» (op. cit., p. 102).
DEL
ANTIJUDAÍSMO AL ANTISEMITISMO.
El antijudaísmo es estrictamente teológico:
es la reacción de la Iglesia ante la embestida del judaísmo talmúdico, que en
los primeros siglos intentó sofocarlo con sangre y en siglos posteriores
destruirlo con herejías. Por esta razón, la Iglesia tuvo que tomar la
iniciativa contra el judaísmo.
Con el proceso de secularización se produjo
una transición gradual del antijudaísmo teológico (que condenaba el odio y la
violencia gratuita contra los judíos salvo en defensa propia, pero que, por
otra parte, recomendaba la prudencia para evitar el contagio de la “enfermedad
judía”) al antisemitismo racial.
“Oficialmente, la Iglesia siempre ha
condenado el antisemitismo biológico (…) y ha determinado la forma y los
límites (…) que debe adoptar la acción contra los judíos” (Y. CHEVALIER,
L'Antisemitisme, Istituto Propaganda Libraria, Milán 1991, pág. 220).
Esta afirmación es totalmente cierta,
siempre que definamos adecuadamente el término «antisemitismo». De hecho, si
bien la Iglesia ha condenado el odio gratuito a la sangre judía, nunca ha
condenado la lucha contra el pensamiento judeotalmúdico; al contrario, siempre
ha sido su principal maestra.
La táctica judía actual es confundir el
significado de las palabras, hacer creer que no es permisible reaccionar a la
acción desintegradora del judaísmo contra el cristianismo; para lograr esto, le
dan al término antisemitismo un significado más amplio que el que la Iglesia
siempre le ha atribuido.
El propio Chevalier cae en este error cuando
afirma que el antisemitismo moderno adopta la teoría de la conspiración y la
conspiración judía, mientras que estrictamente hablando, esta tesis, lejos de
ser una propiedad del antisemitismo moderno, ya está divinamente revelada en el
Evangelio. De hecho, leemos en Juan (IX, 22): “Conspiraverant Judæi… Los judíos
conspiraron para expulsar (excomulgar) de la sinagoga a cualquiera que
reconociera que Jesús era el Cristo”. Consultando los diccionarios etimológicos
italianos (Devoto-Olii, Zingarelli, Cortellazzo-Zolli, Battaglia…) deducimos
que el significado de “conspirar” es: cum (juntos) spirare (soplar
maliciosamente, como una víbora), conspirar, acordar secretamente para lograr
un objetivo. Sinónimo de complottare.
Conspirar, a su vez, proviene de: cum,
iurare, jurar juntos, unirse a una conspiración. Conspiración: es sinónimo de
conspiración, intriga o complot contra alguien.
Los judíos, por lo tanto, conspiraron,
conspiraron y conspiraron para excomulgar a cualquiera que reconociera que
Jesús era el Cristo. Y hoy el judaísmo continúa conspirando (en secreto, bajo
juramento) contra la Iglesia y los estados cristianos para destruirlos, incluso
creando sociedades secretas para este propósito (CJ C. can. 2335).
La conspiración judía contra la Iglesia no
es, pues, una invención del antisemitismo racial y biológico, sino que se encuentra
ya en el corazón del Evangelio, que nos habla de la vida de Jesús y de la
conspiración del judaísmo talmúdico contra Él, que concluyó con su crucifixión.
El cristiano que quiere seguir siendo
cristiano no puede dejar de reconocer la existencia de una conspiración de
fuerzas ocultas (la judeo-masonería), que secretamente busca derrocar “el Trono
y el Altar” y no puede abstenerse de luchar con todas sus fuerzas contra esta
conspiración, si no quiere ver a Jesucristo crucificado una segunda vez en su
Cuerpo Místico.
ANTISEMITISMO
Y MORAL CATÓLICA.
El antisemitismo, en la medida en que
implica odio —escribe Monseñor Antonino Romeo— y fomenta la violencia, es
contrario a la moral cristiana y entraña graves peligros para la fe (desprecio
por el Antiguo Testamento). Por lo tanto, la Iglesia condena el odio que
vulgarmente se denomina antisemitismo (Decreto del Santo Oficio, 25 de marzo de
1928)” (A. ROMEO, Antisemitismo, en la Enciclopedia Católica, Ciudad del
Vaticano 1949, vol. I, col. 1502).
Sin embargo, como recuerda “La Civiltà
Cattolica”, “la justicia y la caridad no excluyen una defensa prudente y
moderada” (“Civiltà Cattolica”, 1945, II, p. 274).
No es antisemitismo hablar de los defectos o
peligros del judaísmo —escribe Monseñor Romeo—. Quienes creen que los judíos
están a la cabeza de la masonería y del bolchevismo no pueden, sin embargo —sin
grave injusticia— acusar a todos. El católico no puede, por cuestiones de
sangre o raza, rechazar a los judíos regenerados por el bautismo, sino que debe
tratarlos fraternalmente y aceptarlos. Solo sobre estas bases, excluyendo
cualquier odio hacia las personas, se permite el antijudaísmo en el ámbito de
las ideas, con el fin de proteger atentamente el patrimonio religioso, moral y
social del cristianismo (ibid. col. 1502. 1503).
¿QUÉ
HACER?
Con el humanismo neopagano del siglo XV, el
mundo ha tomado el camino ancho que conduce a la judaización, que es
directamente proporcional a la descristianización.
La única manera de llegar al puerto es
abandonar el camino equivocado y tomar de nuevo el correcto, como cuando,
caminando por la montaña, nos damos cuenta de que el camino que hemos recorrido
con esfuerzo nos lleva a un precipicio; la única alternativa a saltar al vacío
es dar marcha atrás, seguir adelante en la dirección correcta.
Si no se restituye a los judíos —escribió
“La Civiltà Cattolica”— con leyes humanas y cristianas, sí, pero excepcionales,
que les arrebatan su igualdad civil, a la que no tienen derecho (…) no se hará
nada o muy poco. Dada su naturaleza de extranjeros en todo país, enemigos de
los pueblos de todo país que los tolera y de una sociedad siempre separada de
las sociedades con las que coexisten; dada la moral del Talmud que siguen, y
dado el dogma fundamental de su religión, que los insta a apropiarse, por
cualquier medio, del bien común (…); dado que la experiencia (…) demuestra que
la igualdad de derechos con los cristianos (…) tiene como consecuencia la
opresión de los cristianos (…) o la masacre de judíos a manos de cristianos, se
deduce, en consecuencia, que la única manera de reconocer la residencia de los
judíos con los derechos de los cristianos es regularla con leyes que, al mismo
tiempo, impidan que los judíos ofendan el bien común de los cristianos (…)». Cristianos,
y a los cristianos el de los judíos” (“La Civiltà Cattolica”, 1890, serie XIV,
vol. 8, citado en R. PIPERNO, L'Antisemitismo moderno, Cappelli, Rocca San
Casciano, 1964, pp. 139 y 140).
Los católicos deben desear con todo su
corazón que los judíos se conviertan y vivan; por tanto, querer eliminar el
problema judío mediante el odio gratuito es un plan criminal y necio.
Además, el católico no puede permanecer
indiferente ni ignorar que el judaísmo actual se encuentra en un estado de
reprobación por parte de Dios y, por tanto, debe esforzarse, con la caridad
unida a la prudencia («simples como palomas, prudentes como serpientes»), en
ayudar a los judíos a salir de su estado de ceguera orgullosa, que les impide
reconocer al Mesías ya venido y les hace soñar con uno que les dará el dominio
sobre el mundo entero.
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