“Estaré con vosotros
hasta la consumación de los siglos”.
Cuando veo a un sacerdote que va camino de
la sacristía, para revestirse y decir misa, pienso tantas cosas.
Aunque sea de traza muy pobre, lo imagino
rodeado de ángeles, que lo atienden con una reverencia conmovedora.
No sirven los cortesanos más fieles a su
rey, con el amor y el respeto con que los ángeles al sacerdote que celebra.
Cuando luego sale revestido de los sagrados ornamentos y asciende al altar, lo
hallo transfigurado, me parece que su rostro es luminoso y que sus manos son
puras y omnipotentes como las manos de Cristo.
Porque ese hombre, que allí hace las veces
de Cristo, ejecutará dentro de pocos minutos el milagro de la ultima Cena.
Con unas cuantas palabras dictadas por el
Maestro, convertirá el pan y el vino en el Cuerpo vivo del Redentor y, gracias
a ese humilde sacerdote, se cumplirá la promesa con que se cierra el Evangelio
de San Mateo: “Estaré con vosotros todos
los días hasta la consumación de los siglos”.
De tal manera que si él no quisiera
pronunciar esas palabras, y ninguno otro como él las dijese, no podría
cumplirse un hecho anunciado por Cristo. Y como eso no puede ser, tendría que
venir Él mismo en persona a celebrar misa.
De aquí, pues, la enorme dignidad de ese
hombre sencillo, que se encamina a la sacristía para disponerse a realizar ese
prodigio de la misa, por el cual se cumple la más consoladora de las promesas
del Señor.
Revista
Bíblica de Monseñor. Dr. Juan Straubinger, año XII (1951), pag. 125.
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