VIGESIMONOVENO DÍA —29 de septiembre
San Miguel introduce las
almas en la morada celestial
El favor de presentar
ante un monarca a quienes uno desea y de asignarles el lugar que deben ocupar
en el Estado, es una función que los mayores señores de este mundo han
envidiado en todos los tiempos, dice un escritor moderno. ¿Qué hay
entonces de esa posición en el reino de los cielos? Es la participación inmediata en la Realeza de Dios, en
su Divinidad. Es a San Miguel a quien se le confía esta sublime función de
introducir las almas en el Cielo. Es la misma Santa Iglesia quien nos lo
enseña en las palabras que ya hemos citado: “San Miguel es el preceptor del Paraíso, el Potentado del Cielo;
es el maestro, el príncipe, el jefe de todas las almas que están llamadas a
poblarlo. Y,
continúa la Santa Liturgia Romana, San Miguel, fiel a la misión que Dios le ha encomendado, viene
con la multitud de sus Ángeles a buscar las almas de los elegidos para
introducirlas en el Paraíso de las delicias”.
En una antigua secreta de la fiesta de San Miguel encontramos también esta
súplica: “Príncipe de los Ángeles,
tú que, a la hora que tus oraciones han hecho que Dios marque, en proporción a
la devoción que se te ha demostrado en esta tierra de destierro, o casi a tu
gusto abrirás las puertas de la morada fortificada de las eternas
bienaventuranzas, recibe en depósito nuestras almas y las de aquellos que te
encomendamos para introducirlas en la presencia de Dios y en la compañía de la
Augusta María y de los hombres y mujeres santos que viven y reinan con Él por
los siglos de los siglos." Citemos
de nuevo este ofertorio de una misa de San Miguel, aprobada por el Papa
Alejandro IV: “Bendito
sea Dios, que ha dado a San Miguel un gran poder sobre las almas para
santificarlas y llevarlas al reino de los cielos. Bendecidlo, pues, santos y
elegidos; bendecidlo, todos los que anheláis la felicidad eterna; alabad e
invocad a San Miguel, que tomará vuestras almas al morir para conducirlas al
Paraíso.” “Oh
santa Iglesia católica -clama San Gregorio-, qué alegría y consuelo nos das al mostrarnos a
San Miguel como nuestro introductor en el reino de los cielos. Después de
María, no podemos tener mejor abogado, y su devoción por la humanidad caída
despierta en nuestros corazones sentimientos de confianza y esperanza que nos elevan
poderosamente hacia Dios.” “Te saludo, todopoderoso San Miguel -añade San Pantaleón-, te saludo conduciendo triunfalmente las
almas de los cristianos a la patria celestial, sobre la que tienes jurisdicción
casi plenaria, te saludo con la esperanza de que un día introduzcas en ella mi
alma que confía en tus oraciones.”
“Ángeles
del cielo -continúa San Cesáreo-, alegraos, cantad y exaltad a vuestro Príncipe, pues está
revestido de un poder verdaderamente excepcional, ya que lleva las almas de los
santos y de los justos al reino de la gloria, e incluso les asigna el lugar que
deben ocupar allí.” ¿Te has dado
cuenta -dice San Francisco de Sales- de lo grandes que son los títulos que la Iglesia da a San
Miguel? Le llama
gobernador del cielo: Paradisi
praepositus: Guardián del Paraíso, le
reconoce el derecho a introducir las almas en esta deliciosa morada: Suscipit et perducit animas in paradisum jubilationis: Él recibe y conduce a las almas al paraíso del regocijo. ¿Necesitamos más para instarnos a recurrir a
la protección de este gran Príncipe? Además, esta
doctrina de la Iglesia no es más que la confirmación de la creencia general de
los pueblos. En todas partes y en todos los siglos, encontramos pruebas claras
de esta verdad. Limitémonos a citar algunos ejemplos más llamativos. En una
necrópolis de Egipto, que se remonta a la época de los emperadores romanos, hay
una bóveda funeraria de una familia cristiana, y en una tumba se encuentra esta
inscripción: “Dios
todopoderoso, recuerda el sueño y el descanso de su serenidad de tu siervo
Zoneine, piadoso y sumiso a tus leyes: concédele que sea guiado por el Santo
Arcángel Miguel para conducir las almas a la luz, en el seno de los Patriarcas
Abraham, Isaac y Jacob”. El sabio Pedagogo, un autor muy
antiguo, dice sobre este tema: San Miguel no es
perfectamente feliz al no haber llevado a todas las almas al cielo, y por San
Agustín y San Bonifacio conocemos este trato de favor, que nos asegura que este
Arcángel no solo asiste a nuestras almas en este paso decisivo de la eternidad,
sino que también las introduce en el Paraíso después de la muerte.
Esto
es también lo que rezamos en el Oficio de San Martín: “Oh santo bendito, que San Miguel con los ángeles ha traído al
cielo.” Y el epitafio del Cardenal Conrad
termina así: “la mano de Miguel
lo ha llevado al cielo, donde permanece para siempre.” Por último,
el Concilio de Maguelone, del que ya hemos hablado, formuló esta bendición que
se pronunció en el siglo X sobre las cabezas de los pecadores arrepentidos: “Entonces, al final de esta vida mortal, serán dignos, con la
gracia del Señor, de reunirse con el Arcángel Miguel, que recogerá nuestras
almas y les abrirá las puertas del Paraíso.” Pero cualquiera que sea la alegría que San Miguel experimente al
introducir nuestras almas en la morada celestial, nunca experimentó una alegría
tan grande como cuando transportó triunfalmente el cuerpo y el alma de la
augusta Virgen al seno de la gloria divina. Escuchemos a
San Gregorio de Tours sobre este tema: “Cuando la bendita María se acercaba al final de su
carrera mortal, todos los Apóstoles reunidos de las diversas regiones del mundo
acudieron a su casa. El Señor Jesús, rodeado de sus Ángeles, se les apareció y
recogió el alma de su Madre, que confió al Arcángel Miguel.” El
beato Santiago de Vorágine y varios otros autores atribuyen también a San
Miguel esta sublime misión: “Cuando María
entregó su espíritu, San Miguel lo recibió respetuosamente y lo presentó a Dios
como el fruto más hermoso de la Encarnación y el resumen de todas las
perfecciones que pueden encontrarse en la criatura más excelente y
privilegiada.”
Poco después, cuando
el Salvador volvió a tomar el cuerpo de su Santísima Madre para elevarlo al
cielo, se lo confió a San Miguel, que lo acompañó en su gloriosa Asunción,
introduciéndolo con la mayor alegría en los sagrados atrios, y ordenando a las
santas falanges que aclamaran a su reina y madrina. Además, un tímpano de Nuestra Señora de
Tréveris representa así la coronación de María en los cielos: Cristo, ayudado por San Miguel, coloca la corona sobre la
cabeza de su Madre Santísima.
Estos son los privilegios que Dios
concede a San Miguel: ¿No podemos repetir con un Santo Doctor: “Qué grande eres, oh San Miguel, ya que Dios te ha
confiado a María, a todos los santos y a todos los elegidos sin excepción, para
que tú mismo los introduzcas en el seno de Dios"? Escribamos, pues, con Santa Gertrudis: “Salve, gloriosísimo príncipe, Arcángel San
Miguel. Salve, honor y gloria de las jerarquías celestiales. Eres tú a quien
Dios ha designado como Príncipe del Cielo para recibir a las almas y llevarlas
al paraíso de la gloria. Te recuerdo, oh bendito príncipe, estas gracias y
todas las que la ilimitada liberalidad de Dios te ha concedido por encima de
todas las órdenes de los ángeles, y te pido, por el mutuo amor que une tu
corazón angélico al de Dios, que recibas mi alma el día de la muerte y me hagas
de juez misericordioso, intercediendo por mí."
MEDITACIÓN
Según Santo Tomás, el cielo es lo más grande
y perfecto que Dios puede hacer, pues es el disfrute de Dios mismo. Deriva la
perfección infinita del bien infinito, que es Dios, y Dios no puede hacer nada
mejor. Es una ciudad maravillosa cuyo Rey es la belleza, la verdad y la propia
santidad, cuya ley es la caridad duración y cuya duración es la eternidad. En
el cielo está la cumbre de la dicha, la gloria suprema, la alegría infinita y
todo el bien. Este reino incomparable supera todo lo que se puede decir de él,
está por encima de toda alabanza y supera todas las glorias, todas las
felicidades. Ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni el corazón del hombre
ha concebido lo que Dios ha preparado para los que le aman. Bendito sea,
pues, el Señor, que según su gran misericordia nos ha regenerado, dándonos la
esperanza de la vida y de esa herencia pura, inmortal e incorruptible que nos
está reservada en el cielo. Sin duda, al pensar en tal felicidad, nuestros
corazones suspiran ardientemente por este torrente de delicias inefables. Pero el cielo sufre violencia, y nadie entrará en él sino
quien ha sabido hacerse violencia a sí mismo. Pero, ¿quién puede negarse a trabajar por ello? Porque
lo que Dios nos pide no está por encima de nuestras
fuerzas, y ni siquiera es tan difícil como se cree que es ganar, merecer el
cielo. Escuchemos a San Agustín: "El reino de los cielos se puede vender -dice-,
¿lo quieres?
Cómpralo. No tendrás que
soportar mucho sufrimiento ni hacer grandes cosas para adquirir un bien tan
grande. No está por encima de tus posibilidades y tienes los medios para
pagarlo. No examines lo que vales, sino lo que eres. El cielo vale lo que tú
vales. Entrégate a Dios y lo tendrás. Pero, dirás, soy malo y Dios no me querrá.
Al entregarte a Él, te convertirás en bueno, y cuando lo hagas, merecerás el
cielo. Amar -añade-, no es algo difícil, el corazón está hecho para
amar”. Ahora bien, si
merecemos el cielo es por amor, el amor de Dios es la moneda con la que podemos
ganar la corona de la gloria. ¿Nos negaremos a amar a Dios? No, ciertamente,
tenemos demasiadas razones para amar a Aquel que es supremamente amable. Así
que amémoslo con todo nuestro corazón, con toda
nuestra fuerza y por encima de todas las cosas, y entonces podremos
hacer lo que queramos: Ama et fac quod vis: Ama y haz lo que quieras. Vivamos, pues, para la verdad, por la
inmortalidad, por la eternidad, en una palabra, vivamos por amor, y tendremos a
Dios por nuestra recompensa.
ORACIÓN
Oh, San Miguel, ¡qué
hermoso debe ser este cielo el cielo, lleno de la infinita Majestad de Dios!
Y cuando pensamos que este es nuestro verdadero hogar, que si queremos un día
disfrutaremos de las supremas alegrías de este lugar de dicha eterna ¡ah! Cómo se inflama nuestro corazón con el deseo
de poseerlo. Pero
necesitamos tu ayuda, te pedimos con humildad y confianza: enséñanos a amar a
Dios como tú le amas, a luchar tan bien como luchas tú. Apóyanos en nuestros
fracasos, levántanos de nuestras caídas, repele a los enemigos de nuestra salvación
y haznos victoriosos sobre todo en la batalla final, para que nos lleves a la
morada celestial donde cantaremos las alabanzas del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo contigo para siempre. Amén.
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