martes, 1 de octubre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA VIGESIMOSÉPTIMO.

 



VIGESIMOSÉPTIMO DÍA —27 de septiembre.

 

San Miguel presenta las almas a Dios después de su muerte y sopesa sus acciones.

 

   Según Viégas y varios célebres comentaristas, San Miguel cumpliría las funciones de juez en el Juicio Particular. Sin duda, Jesucristo sería siempre el juez supremo de los vivos y de los muertos, pero Dios habría confiado a San Miguel el ejercicio de este poder, y el propio Jesús le habría dado un poder absoluto en esta circunstancia. Por supuesto, no nos dejaremos acusar de exageración por estos autores, verdaderamente eminentes por su ciencia y piedad. Si profundizáramos en este asunto, nos veríamos obligados a darles la razón y compartir su creencia. Por el momento, aunque respetamos su opinión, creemos prudente hacer algunas reservas. Nos parece que estas palabras, que han sido aceptadas en su sentido literal por varios Pontífices, no deben tomarse literalmente, sino que deben entenderse en el sentido de la Santa Liturgia, que declara formalmente que San Miguel presenta las almas a Dios y pesa sus acciones. Esto es, además, lo que trataremos de establecer únicamente, dejando de lado incluso los textos que presentan a San Miguel juzgando a las almas en nombre de Jesucristo. El docto teólogo Estius declara que, desde los tiempos apostólicos, la Santa Iglesia atribuye a San Miguel la función de presentar las almas al tribunal de Dios y la de pesar sus obras. Este es también el sentimiento de Santo Tomás: Cuando el alma ha roto los lazos que la unen al cuerpo, vuela natural y necesariamente hacia Dios, su principio y su fin, se presenta necesariamente ante el tribunal de su juez supremo. Pero no sube allí sola, pues San Miguel no se contenta con asistir a los cristianos en su lecho de muerte, sino que los acompaña también en esta circunstancia crítica, después de haberlos convocado a comparecer ante Cristo. La Santa Iglesia lo afirma, ya que, en el oficio que ha compuesto en honor de San Miguel, pone en nuestros labios estas consoladoras palabras: “No abandona a las almas hasta que las ha llevado ante el tribunal de Jesucristo.” “Oh San Miguel -clama San Dionisio-, cuando pienso que en esa hora que me asusta, en esa hora del juicio en la que todos me abandonarán, en esa hora en la que compareceré ante Dios en toda mi desnudez, tú estarás allí para presentarme ante mi juez, me tranquilizo, pues te he amado tanto que te acordarás de mí y me cobijarás bajo tus alas para ocultar mi confusión.” Ciertamente tenemos más motivos que este santo para pedirle a San Miguel que nos asista en este espantoso aislamiento del juicio particular, donde debemos dar cuenta exacta de todas nuestras acciones: Liber scriptus proferetur, in quo totum continetur, unde mundus judicetur: Se producirá un libro escrito en el que estará contenido el todo, a partir del cual se juzgará al mundo.  Y estas palabras de la prosa de los muertos no son más que una traducción de los textos sagrados.

   Pero, como se apresura a decir San Pantaleón, tranquilizaos los que habéis sabido entregaros a San Miguel en vuestra vida, y escuchad lo que ha dicho San Dionisio: "Es cierto que incluso después de nuestra muerte, cada una de nuestras obras será minuciosamente escrutada, pero sigue siendo San Miguel, el gran defensor o más bien liberador de las almas que buscan la salvación, a quien corresponde esta noble y gloriosa función: pesa nuestras almas, muestra a Dios lo que valen nuestras acciones para el cielo, tiene en sus manos la misteriosa balanza que decide la eternidad." “Ah, cristianos -dice San Buenaventura-, considerad que este gran Arcángel os pondrá en su balanza y responderá por vosotros ante el Dios vengador. Rezadle, consagraos a él, recordando que el Altísimo, por gratitud a su celo y devoción, le ha dado el extraordinario poder de inclinar la balanza a favor de sus devotos servidores.” Y, aun así, según el juicioso recordatorio de San Alfonso María de Ligorio, si San Miguel no hubiera recibido de Dios el favor de mitigar ciertas faltas cometidas por los que se consagraron a él durante su vida, todavía tendría otro medio de ayudarles en esta solemne y decisiva circunstancia. Haría sus humildes y poderosas súplicas a Dios, y el resultado sería el mismo, pues su oración tiene tal eficacia que puede, como nos hace cantar la Santa Iglesia, conducir al alma que se confía a él a las inefables delicias del reino de los cielos. Es tradición constante de la Iglesia, dice Corneille Lapierre, que San Miguel pesa las almas y que, en esa hora, ayuda de forma maravillosa a todos aquellos que, durante su vida, se han cobijado bajo sus alas místicas, es decir, que han implorado su ayuda siempre eficaz. Encontramos una clara prueba de ello en las esculturas, pinturas y tapices de los distintos siglos; en todas partes se representa a San Miguel con la espada y la balanza de la justicia divina en sus manos, pesando las almas que se presentan ante Dios y pronunciando la temida sentencia de vida o muerte eterna. Se le suele representar colocando en un platillo de la balanza, e incluso en ciertos cuadros se nota a un secuaz de Satanás que deja caer un lagarto, otra figura del mal, para cargar con él todavía la vasija donde se acumulan los pecados. Y aunque Satanás, con un artificio diabólico, hace todo lo posible para que la balanza se incline hacia su lado, San Miguel, que siempre es victorioso sobre el acusador de sus hermanos, con su poderosa mano imparte al azote de la balanza un movimiento contrario que asegura la ventaja a las buenas acciones realizadas por esta pobre alma que está pasando por la temida prueba del juicio particular. A veces, los artistas han expresado la graciosa idea de varios resucitados que buscan refugio bajo los pliegues ondulantes de la misteriosa túnica que parece envolver a los gráciles Serafines. ¿No veis en este cuadro -dice el eminente cardenal Deschamps- una imagen viva de la gran escena del juicio del alma después de su muerte? San Miguel continúa allí su obra, ejerce su maravillosa protección para la naturaleza humana, siempre a merced de las trampas y acusaciones de su pérfido adversario, hace estallar allí su prodigioso poder en la medida en que la Justicia lo permita, y tal vez más, en la medida en que la misericordia divina le dé la libertad de hacerlo, para eximir de los rigores del juicio particular a las almas que, durante su vida, han sido sinceramente devotas de su culto, que es tan fecundo en cuanto a las gracias de predilección. Qué bueno será, en esta hora del espantoso paso de la vida a la eternidad, tener como seguro protector al mismo que decidirá nuestra suerte y nos ayudará a hacer más preciosas nuestras buenas obras ante Dios. “Oh, queridos -clama San Atanasio-, recurrid sin cesar a San Miguel para que tome y salve vuestra alma en esta circunstancia decisiva.” Esta es también la recomendación de la Santa Iglesia, que nos invita a recitar lo más a menudo posible esta invocación enriquecida con indulgencias: San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla para que no perezcamos en el día del temido juicio: Sancte Michaël Archángele, defénde nos in prœ́lio, ut non pereámus in treméndo judício.

 

MEDITACIÓN

 

   Cuando morimos debemos dar a Dios una cuenta exacta de nuestros actos. Todos serán pesados indistintamente, y, según su valor, será pronunciada la sentencia definitiva de elección o reprobación eterna.

   ¿Pensamos en esto? Demasiado a menudo, por desgracia, actuamos como si esta verdad no existiera. Sin embargo, nos lo recuerdan constantemente. Que Dios, por intercesión de San Miguel, lo grabe profundamente en nuestros corazones, pues cuántas acciones podrían hacernos merecedores del cielo, si este pensamiento estuviera siempre presente en nuestra memoria. No hay hombre que no tenga algún sentimiento bueno, que no haga alguna obra buena en su vida, que no reparta de vez en cuando un beneficio o una generosidad. Qué le costaría pensar en Dios al hacer esta obra de caridad, hacerla por amor a Él y en unión con Él, es decir, habiéndose reconciliado previamente con Dios, ya que el estado de gracia y la intención sobrenatural son indispensables para merecer el cielo. Se explica así por qué los Libros Sagrados nos hablan de un niño de cien años: aquel al que se refieren tenía ciertamente cualidades y no dejaba de haber hecho alguna obra buena, pero había trabajado en vano, sus manos estaban vacías, ante Dios era como el niño que aún no ha adquirido méritos. ¿A cuántos de nosotros se puede aplicar esta comparación? Gimamos por nuestra inconsistencia y asegurémonos de no perder nunca ninguna oportunidad de ganar méritos para el cielo: multipliquemos nuestras buenas obras, cuidemos que todas sean fecundadas por la gracia santificante, y que sean concebidas y realizadas sólo por amor a Dios y para su mayor gloria. Pero eso no es todo, todavía hay un gran número de acciones, indiferentes en sí mismas, que podríamos hacer meritorias para el cielo pensando en santificarlas. En efecto, ¿nos resultaría muy difícil ofrecer a Dios todas nuestras acciones, cuando no lo hacemos más que por la mañana al levantarnos y de vez en cuando durante el día? No debe ser tampoco una sobrecarga para nosotros, ya que seguiremos teniendo que cumplir con estos diversos deberes u obligaciones diarias. Que esta sea nuestra resolución práctica. Hagamos buenas obras en la medida de nuestras posibilidades, cuidando de no hacerlas por los hombres o por nuestra propia satisfacción, teniendo sólo a Dios en vista, animados sólo por el deseo de agradarle y de ganar el cielo, santifiquemos todas nuestras acciones, según el consejo del Apóstol: “Tanto si coméis como si bebéis, tanto si dormís como si hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo en nombre y para la gloria de Nuestro Señor Jesucristo.” Oh, Dios mío, si fuera así, ¡qué futuro tan esperanzador! Todas nuestras acciones cobrarían, por así decirlo, una nueva vida, todo en nosotros se avivaría y fructificaría en méritos, la faz de la tierra se renovaría, pues de su seno brotaría un amplio mes para la bendita eternidad.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh San Miguel, me estremezco al pensar en el juicio particular, sobre todo cuando pienso que tendré que dar cuenta a Dios de toda mi vida. ¡Ah! Por favor, en esa hora espantosa, haz que mis actos sean encontrados suficientemente valiosos ante el Señor, y por eso enséñame a pesarlos yo mismo en la balanza de la justicia: Recuérdame constantemente que debo trabajar para adquirir méritos para el cielo, que es indispensable que santifique todas mis acciones, que busque en todas las cosas la gloria de Dios y que conserve siempre en mi alma la gracia santificante, para que, habiendo vivido en la tierra con la vida divina y habiendo llenado mis manos de obras meritorias, pueda presentarme ante el tribunal del Juez, lleno de esperanza y de inmortalidad. Amén.

 


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