VIGESIMOSEXTO DÍA —26 de septiembre.
San Miguel, Ángel y
Patrón de la buena muerte.
Inspirándose en San Agustín, el padre
Soyer señala con acierto que un alma perdida o
condenada es como una derrota para San Miguel y una victoria definitiva para el
espíritu maligno. También un gran obispo dice, hablando de nuestra
muerte, que es una lucha entre San Miguel y el
diablo, que el Arcángel redobla sus esfuerzos para repeler los ataques del enemigo
de nuestra salvación, porque ama nuestras almas y sabe que los elegidos
contribuyen en el cielo a la gloria de Dios. Según la opinión de varios
Padres de la Iglesia, esta misión de ayudar a nuestras almas en esta lucha
suprema que decidirá nuestra eternidad, debió serle confiada por el Señor. Y,
según un autor del siglo II, el Papa San Clemente I habría declarado que los Apóstoles, fieles observadores de los legados
espirituales de Jesucristo, enseñaron a los primeros cristianos que San Miguel
era el ángel patrono y asistente de los que querían morir en Jesucristo. Por
eso, en todos los siglos desde la creación de la Iglesia católica, San Miguel ha sido reconocido e invocado con el título de
Patrón y Ángel de la Buena Muerte. Se puede objetar que San José ha sido considerado durante algún tiempo como el
Patrón de la Buena Muerte. Lo reconocemos, y, además, nos alegramos de
ello, pues tenemos un sincero amor y una profunda veneración por San José, y
juramos constantemente que nos asistirá en todas nuestras pruebas y
especialmente cuando estemos a punto de exhalar el último suspiro. Sin embargo,
nos tomaremos la libertad de señalar, con un distinguido miembro del Sacro
Colegio, que, si la Santa Iglesia ha otorgado a San
José el título de Patrón de la Buena Muerte, no ha pretendido robar a San
Miguel el menor rayo de la gloria que le es debida, ya que es el propio
Jesucristo quien, a través del amado apóstol San Juan, dio a los primeros
fieles a San Miguel como delegado de Dios para procurarles una santa muerte.
Además, no es la primera vez que los Pontífices indican a los fieles varios
patronos para prevenirles de diversos males y obtener ciertas gracias. Hace
poco, León XIII proclamó a San Camilo de Lelis
patrono de los agonizantes, ¿con este decreto quitó a San Miguel y San José algo de
sus privilegios y poder? No, ciertamente no,
pero para esta última lucha, para este combate supremo, para esta prueba
decisiva, todos comprendemos que la Iglesia multiplica el número de
protectores: nunca tendremos suficientes.
Sin embargo, seríamos negligentes si no
recomendáramos encarecidamente a nuestros hermanos en Jesucristo que recurran
con frecuencia y de manera especial a la poderosa protección de San Miguel para
obtener la gracia de una buena muerte. Y en esto sólo seguimos los
consejos de Benedicto XIV y Pío IX. Pero escuchemos siempre el testimonio de la
tradición. Citemos en primer lugar este pasaje: “En todos los lugares donde el cristianismo ha
echado raíces –dice un autor
protestante–, se
encuentran todavía vestigios de la creencia que los Apóstoles habían impuesto a
los neófitos, de que San Miguel les procuraba una muerte maravillosa o santa.
Así hemos descubierto, en las cercanías de la antigua Cartago, a fanáticos que
fueron convencidos de que San Miguel lucharía con ellos para asegurarles la
salvación a su muerte.” Pedimos
perdón al lector por citar un pasaje tan imprudente, señalando que solo
demuestra nuestra tesis, y añadiremos que, en España, Austria, Francia e
Italia, quizá más que en ningún otro lugar, San
Miguel ha sido siempre considerado como el principal Patrón de la buena muerte.
Según San Juan Crisóstomo, Clodoveo lo
reconocía tan bien que, desde su bautismo, se encomendaba cada día al glorioso
Arcángel que patrocinaba la muerte de los cristianos, y le dirigía esta
oración: “Oh
San Miguel, tú que eres el más poderoso ayudante de los cristianos en la hora
de la muerte, en ti pongo mi confianza. Dame una muerte preciosa ante Dios.”
En el siglo XI, San Pantaleón afirmó que la función
atribuida a San Miguel de proteger a los moribundos era un privilegio secular
reconocido por todos: PRIVILEGIUM SÆCULARE
ET AB OMNIBUS RECOGNITUM: UN PRIVILEGIO DEL
SIGLO Y RECONOCIDO POR TODOS. Esta es la opinión que San Jerónimo había
expresado anteriormente cuando dijo que San Miguel
asistía a las almas desde su aparición en la tierra, y especialmente en esa
temida hora del paso de la vida a la eternidad. Bellarmin y Suárez,
apoyándose en Santo Tomás, declaran que San Miguel
es el Ángel Patrón de la Buena Muerte, y que quien se encomienda sinceramente a
él no morirá en estado de pecado mortal, sino que se salvará por su poderosa
protección en ese momento supremo de agonía. Además, los Pontífices han
autorizado y enriquecido con indulgencias varias cofradías que se han erigido
con el nombre de Cofradías de San Miguel de la Buena Muerte. Si hemos de creer
a un cronista fiable, veintinueve mil parroquias se inscribieron en estas
Cofradías en el siglo pasado. La Revolución
Francesa, y, en otros países, la indiferencia, han hecho olvidar estas
saludables prácticas de devoción. Sin embargo, esta
creencia aún no ha desaparecido del todo, e incluso desde hace algún tiempo se
ha ido extendiendo y desarrollando, gracias a las bendiciones e indulgencias
con las que los Sumos Pontífices Pío IX y León XIII se han dignado a enriquecer
la Archicofradía de San Miguel. Y como se puede leer en los estatutos
aprobados por el Tribunal de Roma, esta preciosa Archicofradía tiene como
objetivo, al igual que las antiguas Cofradías de San Miguel, obtener del Santo
Arcángel, no sólo la preservación de una muerte repentina e imprevista, sino
sobre todo la gracia de una BUENA MUERTE. San
Miguel, además, respondió a la confianza de sus devotos servidores
manifestando, de forma milagrosa y visible, su poder casi soberano sobre las
almas en el último término de la vida, según la expresión de Gregorio de Tours.
Entre los muchos hechos que registra la historia, recordemos solo esta historia
que relata San Anselmo sobre la muerte de un religioso del monasterio de Bec,
del que era abad. Satanás trataba de perturbar a
este pobre moribundo con el recuerdo de sus pecados y la negligencia que había
mostrado en sus deberes religiosos. Pero San Miguel se le apareció tres veces a
este santo monje, logró tranquilizarlo y derritió al demonio con estas palabras
de consuelo para las almas devotas de San Miguel: “Aprende que nunca tendrás ningún poder sobre
aquellos que recurren a mí y que están bajo mi protección.”
Apenas nuestro Santo Arcángel pronunció estas palabras, el demonio huyó con un grito estridente, y el pobre paciente murió en
paz. No es de extrañar, por tanto, que los
santos tuvieran a bien encomendarse a San Miguel para obtener la gracia de una
buena muerte, y que insistan tanto en que todo cristiano le confíe esta última
hora, tan importante para su glorificación eterna. Tengamos, pues,
siempre en nuestros labios esta hermosa oración que San Anselmo hacía cada día
antes de celebrar el augusto sacrificio de la Misa: “San
Miguel, Arcángel de Dios, guardián del cielo, ven en mi ayuda en el momento de
mi muerte, sé mi defensa contra el espíritu maligno y conduce mi alma al
paraíso del júbilo eterno.”
MEDITACIÓN
Morir bien, dice
un médico, es
lo importante, lo único, el objeto de todas nuestras preocupaciones.
En efecto, de qué sirven todos los bienes de la
tierra, todas las ventajas físicas e intelectuales, si al final de su vida cae
en el fuego eterno del infierno. Pero, ¡cuántas almas se exponen a ella
imprudentemente, a veces por ignorancia u olvido, pero más a menudo por
negligencia inexplicable! En efecto, ¿cuál es la condición necesaria para morir
bien? ¿No es el estado de gracia, es decir, el estado en que se encuentra un
alma cuando no tiene pecado mortal en su conciencia?
Sea por nunca haberlo cometido (cosa rara) o por haberlo purificado por
el Sacramento de la Penitencia. Eso sí, cuando se
tiene la desgracia de ofender a Dios gravemente, se precisa recurrir a esa
mediación que Jesucristo estableció para lavar nuestras faltas. ¡Cuántas almas
se obstinan durante días, meses o años en ese estado de pecado mortal! ¿No es esa la imprudencia definitiva? Que la muerte
asaltase por sorpresa a esos desdichados supondría su condenación eterna. ¡Cuántos
réprobos se maldicen ahora por no haber aprovechado en su momento la gracia de
la reconciliación! ¡Era algo tan fácil! No tenían más que
arrodillarse ante un ministro del Señor, depositar en él todas sus culpas y
penar por ellas, para que fueran remitidas y el día siguiente fuera el primero
de su vida eterna. ¡Ah, aquellos que querrían ahora cumplir con aquello que
en su día despreciaron, la necesidad de vivir en estado de gracia! No imitemos su insensatez, sino escuchemos el consejo de Dios y de los santos,
acudamos al Sacramento de la Penitencia en caso de tener la debilidad de
cometer una falta grave. Nunca
nos vayamos a dormir con conciencia pecado mortal, no sea que la muerte nos
sorprenda durante el sueño. Hagamos pues cada noche un acto de contrición desde
lo más profundo de nuestro corazón por todos nuestros pecados presentes y
pasados. Y no motivemos nuestra contrición solo en la inoportunidad del pecado
y en el miedo a las penas del infierno, sino, principalmente, e incluso
exclusivamente, en la perfección divina y el amor de Dios. Es decir, el amor puro,
sincero y supremo de este Ser infinitamente santo, infinitamente perfecto, cuya
suprema belleza y majestad nunca seremos capaces de admirar y adorar
suficientemente. Si así lo hacemos, la gracia de Dios se quedará sobre nosotros
y tendremos la dulce esperanza de gozar de una profunda calma en la hora de
nuestra agonía y dormirnos en la paz del Señor a la espera de hallarnos en la
alegría de la presencia del Divino Maestro.
ORACIÓN
Oh ángel de la buena muerte, nos postramos
humildemente a tus pies y te pedimos esta preciosísima gracia: que nos asistas en cada instante de nuestra vida
para preservarnos del pecado mortal, y que, si alguna vez sucumbimos a la
tentación, excites en nosotros la voz del remordimiento para que acudamos a ser
limpiados en la santa Absolución para vivir permanentemente en estado de
gracia; y que, en la hora de nuestra muerte, acudas presto a nuestro socorro,
te dignes repeler todos los ataques con que el demonio nos agobiará. Ven a
darnos valor por medio de tus santas inspiraciones y fortalécenos
concediéndonos, en el nombre de Dios, una gracia especial y eficaz que nos
conduzca a la morada de los bienaventurados. Amén.
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