La inocentísima y penitente
virgen, Santa Mariana de Jesús, nació de esclarecido linaje en la ciudad de
Quito de la América meridional. Casi desde la cuna tomó el camino de la
perfección, y se dio tanta prisa a correr por él, que al empezar, pudo parecer
que acababa. Apenas tenía diez años, hizo ya los tres votos de pobreza,
castidad y obediencia, que suelen hacerse en la profesión religiosa.
Como oyese un día las alabanzas de aquellos tres
santos mártires de la Compañía de Jesús, que en el Japón habían sido crucificados
y alanceados por la fe que predicaban, encendiéndose la santa niña en vivos
deseos de ganar almas a Cristo y derramar su sangre en esta demanda, dejó secretamente,
como santa Teresa de Jesús, la casa de sus padres y se puso en camino para ir a
la conversión de los pueblos bárbaros e idólatras: mas no pudiendo llevar a
cabo su intento, se hizo en una pieza muy retirada de su casa su yermo y
soledad, donde apartada de todas las cosas del mundo, pudiese vivir para solo
Dios. Allí imitó la vida asperísima y penitente que leemos de los admirables anacoretas
de la Tebaida. Llevaba hincada en la cabeza una corona de punzantes espinas,
ceñía su delicado cuerpo con áspero silicio, poníase piedrecillas en los zapatos,
tomaba su breve descanso sobre una cruz sembrada de espinas, y afligía varias
veces así de día como de noche todos los miembros de su cuerpo con inauditas
invenciones de tormentos.
Eran tan extraordinarios y maravillosos sus
ayunos que pasaba a veces ocho y diez días sin comer más de una onza de pan duro.
A pesar de este extremado rigor que usaba consigo, era tan blanda y afable con
los demás, que fácilmente rendía los corazones de cuantos trataba, y los ganaba
para Jesucristo; y así redujo a vida honesta y virtuosa a muchos pecadores de
toda condición y estado que se hallaban encenagados en los vicios, o muy
apartados del camino de su salvación. Las consolaciones y soberanos favores que
recibía en su íntimo trato con Dios, no son para declararse con palabras
humanas. Viéronla levantada de la tierra y brillando su rostro con una luz del
cielo: tuvo excelente don de profecía y discreción de espíritu, curó a muchos
enfermos, y resucitó a una mujer difunta.
Finalmente
habiéndose ofrecido al Señor para satisfacer con su muerte por los pecados del
pueblo afligido a la sazón por la pestilencia que hacía en Quito grandes estragos,
a
la edad de veintiséis años entregó su alma al celestial Esposo.
Una
maravilla del cielo se vio momentos después de espirar la purísima doncella: y fué
que de su sangre cuajada brotó una blanquísima y hermosísima azucena: por cuyo
soberano acontecimiento comenzaron a apellidar a la santa con el nombre de Azucena de Quito.
Reflexión:
¡Qué
contraste forma la vida de esta santísima doncella con la que llevan las
doncellas mundanas de nuestros días, ataviados con todas las invenciones de la
moda y escandalizando con su inmodestia y profanidad! Pero
aquella con su retiro, su modestia, su honestidad y mortificación admirable fué
una grande santa, y está gozando de inefable gloria en el cielo; y ¿qué
será de esas jóvenes tan vanas, distraídas, orgullosas y sensuales, tan
enemigas de la verdadera piedad, y tan amigas de los placeres del mundo?
Oración:
¡Oh Dios! que hasta en medio de los lazos del mundo quisiste que la bienaventurada
María Ana floreciese como lirio entre las espinas, por su virginal castidad y
asidua penitencia; concédenos por sus méritos e intercesión, que nos apartemos
de los vicios y sigamos la senda de las virtudes. Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
FLOS
SANCTORVM
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