Nota de Nicky Pío: Seguimos
con la publicación de la Revista “LOOK”
Por:
JOSEPH RODDY. Hasta este punto de la lectura, quiero resaltar una táctica que
se viene empleando contra la Iglesia de Cristo, desde su fundación hasta el
presente, y que no falla. “LA QUINTA COLUMNA” Es
decir la infiltración, tantas veces
denunciado por el libro “Complot Contra la Iglesia” de Maurice Penay.
“CON CRISTO O CONTRA
CRISTO” por el R. P. Joaquín Sáenz y Arriaga.
(Segunda parte “1 de 2”)
COMO LOS
JUDIOS CAMBIARON EL PENSAMIENTO CATÓLICO (2) Por: JOSEPH RODDY. Revista
LOOK 25 Enero 1966.
Cerca de dos semanas antes de esto, Mons.
George Higgins de la National Catholic Welfare Conference de Washington D.C.,
prestó su ayuda para obtener una audiencia papal al embajador de las Naciones
Unidas, Arthur J. Goldberg, quien era entonces Juez de la Suprema Corte de
Justicia. El Rabino Heschel aleccionó a Goldberg antes de que éste discutiese
con el Papa la Declaración.
El Cardenal de Boston, Richard Cushing,
quiso también ofrecer sus servicios. Por medio de su representante en Roma,
consiguió otra audiencia papal para el rabino
Heschel, cuyos recelos sobrepasaban a los del Cardenal. Teniendo
como compañero a Shuster, del Comité Judío Americano, Heschel habló seriamente sobre el
Deicidio y culpabilidad judaica en la muerte de Cristo, exigiendo también al
Papa que presionase
para obtener una declaración en la que se prohibiese a los católicos
hacer labor de proselitismo entre los judíos. Paulo, algún tanto
contrariado y molesto, no parecía estar de acuerdo. Shuster desazonado, se
disoció de Heschel, empezando a hablar en francés, que el Papa entiende y
habla, pero el rabino no. Todos estuvieron de acuerdo en que la audiencia no
había terminado con la cordialidad con que habían empezado.
Solamente Heschel y otros pocos opinaron que
la audiencia había sido benéfica. Heschel invitó a un periódico israelita, para
publicar que el texto de la próxima Declaración saldría libre de cualquier tono
de controversia. Para
el Comité Judío Americano aquella entrevista fue tan irritante como las
anteriores. La audiencia del rabino con Paulo en el Vaticano, así como la
reunión de Bea con los miembros del Comité Judío Americano en Nueva York,
fueron concedidas bajo la condición de que serían conservadas en secreto.
El descubrir estas secretas conferencias en
la cima hizo que los conservadores empezasen a señalar a los judíos americanos
como el nuevo poder detrás de la Iglesia. Pero dentro del Concilio las cosas
aparecían todavía peores para los conservadores.
En la Asamblea Conciliar, los conservadores
tenían la impresión de que los Obispos estaban trabajando por los intereses
judíos. Para su discusión tenían ahora los Prelados el nuevo esquema, algún
tanto debilitado en comparación con los anteriores. Los Cardenales de San Louis
y de Chicago, Joseph Ritter y el ya difunto Albert Meyer, pidieron volver al
esquema más fuerte. Cushing exigía que la negación del Deicidio fuese de nuevo
mencionada. El
Obispo Steven Leven de San Antonio pidió que se limpiase el texto de todo
argumento que pudiera ser controvertido y, sin darse cuenta, expresó una visión
profética acerca del Deicidio. “Nosotros
debemos arrancar esa palabra del vocabulario cristiano, dijo, para que así
nunca pueda ser usada de nuevo en contra de los judíos”.
Estas conversaciones inquietaron a los
Obispos árabes, que afirmaban que una declaración favorable a los judíos,
expondría a los católicos a una persecución, mientras los árabes estuviesen en
lucha contra los israelíes. Deicidio, culpa hereditaria y expresiones de
invitación a conversión de los judíos, parecían como otros tantos puntos de
discusión para los árabes. Ellos no
querían ninguna declaración; su punto de vista invariable era que cualquier
declaración tendría un valor político en contra de ellos.
Los aliados, en esta guerra santa, eran los
conservadores italianos, españoles y sudamericanos. Estos conservadores veían
la estructura de la fe sacudida por los teólogos liberales, quienes pensaban
que las doctrinas de la Iglesia podían cambiar. Para los conservadores esto
estaba cerca de la herejía, mientras que para los liberales esto era pura fe.
Más allá de la fe, los liberales tenían los votos, y devolvieron la Declaración
al Secretariado para que fuese reforzada. Mientras la Declaración estaba siendo
reestructurada, los conservadores querían que fuese reducida a un párrafo en la
Constitución de la Iglesia.
Pero,
cuando la Declaración apareció, al fin de la Tercera Sesión del Concilio, era
enteramente un nuevo documento llamado: “Declaración
de la Relación de la iglesia con las Religiones No-Cristianas”. Con
esta redacción, la Declaración fue aprobada por los Obispos con una votación de
1770 votos en favor, contra 185 votos en contra. Gran regocijo provocó esta
votación entre los judíos de los Estados Unidos, al saber que finalmente su
Declaración había sido aprobada.
En realidad esto no era cierto. La votación
solamente se refería a la substancia del texto en general. Pero, dado que
muchos votos iban condicionados, (placet
iuxta modum, es decir: sí, pero con modificación), el tiempo que pasó entre la Tercera y Cuarta Sesión fue empleado en
hacer las modificaciones, que los 31 miembros del Secretariado pensaron que
eran aceptables. Según las reglas del Concilio estas modificaciones, después de
la votación ya hecha, sólo podían referirse a expresiones del lenguaje, pero no
a la substancia del texto. Mas el problema, que preocupaba a los filósofos
entonces, consistía en determinar lo que realmente era substancial o meramente
accidental al texto. Y los mismos teólogos también tenían sus incertidumbres en
este punto.
Pero, al principio, había menos obstáculos ocultos a los que enfrentarse. En Segni, cerca de Roma, el Obispo Luigi Carli escribió, en el número de su revista diocesana de febrero de 1965, que los judíos del tiempo de Cristo y sus descendientes hasta nuestros días, eran colectivamente culpables de la muerte de Jesucristo. Unas semanas más tarde, el domingo de Pasión, en una Misa al aire libre en Roma, el Papa Paulo habló de la crucifixión diciendo que los judíos fueron los principales actores de la muerte de Jesús. El jefe de los rabinos de Roma Elio Toaff respondió con desencanto: “Hasta las más distinguidas personalidades católicas hacían resurgir los prejuicios de la Pascua que se aproximaba”.
El 25 de abril de 1965, el corresponsal del
“New York Times” en Roma, Robert C. Doty, desconcertó a todo el mundo. La
Declaración sobre los judíos se encontraba en aprietos: ésta era, en esencia,
su información; y decía además que el Papa la había entregado a cuatro de sus
consultores para que la limpiaran de toda contradicción contra las Escrituras y
para que fuera lo menos objetable para los árabes. Este reportaje fue refutado,
como todos los anteriores que el “Times” había publicado, pues tres días
después llegó a Nueva York el Cardenal
Bea e hizo que el sacerdote, su
Secretario, negara la información de Doty, diciendo que su Secretariado por la
Unidad Cristiana tenía todavía pleno control sobre la Declaración acerca de los
judíos y dando una disculpa por el sermón del Papa: “Tengan Uds. la
seguridad que el Papa predicó para gente sencilla y piadosa y no para gente instruida” dijo el sacerdote.
Por lo que toca al antisemita Obispo de
Segni, el enviado del Cardenal dijo que la manera de pensar de Carli
definitivamente no era la del Secretariado. Morris B. Abram, del Comité Judío
Americano, fue al aeropuerto a recibir a Bea y calificó como alentadora la
opinión de su Secretario.
Días después, parte de los miembros del
Secretariado se reunieron en Roma para votar sobre las sugestiones hechas por
los Obispos. Entre esas sugestiones, algunas habían nacido y habían sido
enviadas del cuarto piso del Vaticano, bajo la firma del Obispo de Roma. Se
ignora si ese Obispo en particular fue ciertamente el que urgió el que fuese suprimido
la negación de la “Culpabilidad
del Deicidio”; pero la alternativa
posibilidad de que la frase hubiera sido suprimida, aunque él hubiese indicado
lo contrario, no tenía ya importancia ahora.
En el Secretariado, todos coinciden en que
la votación sobre el Deicidio fue muy pareja, después de un largo día de
debates. Eliminada la palabra Deicidio, quedaba en pie la sugestión del Obispo
de Roma, según la cual la cláusula que comienza “deplora y en verdad condena el
odio y la persecución contra los judíos”,
tendría una redacción mejor si se omitiesen las palabras “en verdad
condena”. Esta omisión dejaría el odio y
la persecución de los judíos “todavía deplorada”. Esta sugestión papal no ocasionó ningún debate, sino que fue fácil y
prontamente votada. Era ya muy tarde, y nadie deseaba ya seguir discutiendo
sobre menudencias.
Esa reunión tuvo lugar del 9 al 15 de mayo,
y durante esa semana el New York Times publicó una nueva historia, cada tercer
día desde el Vaticano. El 8 de mayo, el Secretariado volvió a negar que gente
extraña hubiese puesto la mano en la Declaración judía. El día 11 de ese mismo
mes, el Presidente de Líbano, Carlos Helou, árabe de raza y maronita católico
de religión, tuvo una audiencia con el Papa. El día 12 la oficina de prensa del
Vaticano anunció que la Declaración Judía permanecía invariable. Si esto era
para alentar a los judíos, parecía como si la prensa oficial declarase
demasiado.
El
día 15 el Secretariado cerró sus reuniones y los Obispos se fueron cada quien
por su lado, unos tristes y otros satisfechos, pero todos con los labios
sellados por el secreto. Algunos pocos se preguntaban extrañados si algo fuera
de orden había sucedido y si, a pesar de las reglas del Concilio, un documento
conciliar había sido substancialmente cambiado fuera de las sesiones.
El “Times” siguió provocando mayor
confusión. El 20 de junio, Doty dejó entender entre líneas que la Declaración
en favor de los judíos bien pudiera ser que fuese al fin del todo rechazada. El
día 22 Doty publicó otro reportazgo que vino a convertirse en un golpe dado a
su propia nariz. Comentando este reportazgo de Doty, una fuente cercana al
Cardenal Bea dijo que: “estaba tan carente de toda
base que no merecía siquiera el ser negado”.
Para quienes habían hecho de las
refutaciones un arte refinado, este mentís, era algo de lo que debían sentirse
orgullosos, porque precisamente era verdadero lo que trataba de ocultar
completamente. Doty había escrito que la Declaración estaba en estudio, cuando,
en realidad, el estudio había sido ya terminado; el daño estaba ya hecho y existía en verdad lo que muchos
consideraban como una Declaración, substancialmente nueva, en relación a los
judíos.
En Génova, el Dr. Willem Visser'tHoof,
cabeza del Concilio Mundial de las Iglesias, manifestó a dos sacerdotes
americanos que si los relatos de la prensa eran verdaderos, el movimiento
ecuménico sería frenado. Sus opiniones no fueron un secreto para los Jerarcas
de los Estados Unidos.
Por
su parte, el Comité Judío Americano en manera alguna se mantuvo inactivo. El
Rabino Tanenbaum presionó con recortes periodísticos de airados editores judíos
a Monseñor Higgins. Este Monseñor comunicó sus temores al Cardenal Cushing y el
Prelado de Boston hizo una delicada indagación con el Obispo de Roma.
En
Alemania, un grupo que trabaja en favor de la amistad judeo-cristiana mandó una carta a los Obispos en la que se
alegaba: “Hay ahora una crisis de confianza vis-a-vis
(cara a cara) hacia la Iglesia Católica”. Para el “Times” nunca había habido una crisis de confianza
vis-a-vis en sus reportazgos desde Roma. Pero si hubiera habido alguna vez,
esta hubiera debido ocurrir el 10 de septiembre.
En
su historia bajo el encabezado “NUEVO
ESQUEMA VATICANO DE LA EXONERACION DE LOS JUDÍOS, YA REVISADO, OMITE LA PALABRA
DEICIDIO”, Doty no quería que los lectores del “Times” pensasen que él había penetrado los secretos
del Vaticano. Se contentaba en dar a entender que su fuente de información, “era una
infiltración autorizada por el Vaticano”.
Historias semejantes, publicadas en el “Times”, predijeron algunos otros deslices del Concilio, antes de que estos
hubieran ocurrido. La mayoría de esas versiones del “Times” fueron substanciadas en libros y revistas
publicadas más tarde, aunque algunas de esas publicaciones hagan referencia a
otras fuentes de informaciones especiales.
La intelectual revista mensual, “Commentary”
del Comité Judío Americano
había ya presentado el más frío reportazgo sobre el Concilio y los judíos, bajo
la firma de un seudónimo. F. E. Cartus. En una nota marginal el autor remite al
lector a un libro de 281 páginas, titulado “The Pilgrim” (El peregrino), escrito bajo el seudónimo de Michael
Serafian, que confirmaba plenamente las
afirmaciones de Cartus.
Más adelante, en la revista “Harper's”, Cartus, todavía con mayor
dureza, expresó sus dudas acerca del nuevo texto relacionado con los judíos.
Para apoyar su opinión, reproduce pasajes del “Pilgrim” y hace mención a los reportazgos sobre el Concilio de la revista “Time”, cuyo corresponsal en Roma se había
destacado como escrupuloso autor de un notable libro sobre el mismo Concilio.
Por ese tiempo, la revista “Time” y el “New York Times” de
Nueva York estaban satisfechos de tener dentro
del Concilio un fiel informador.
Sólo como una humorada periodística de las revelaciones del hombre infiltrado eran
firmadas con el nombre de “Pushkin”, cuando estas informaciones eran secretamente dejadas en las puertas de
algún corresponsal.
Pero los lectores no vieron aparecer nunca
más el nombre de Pushkin en las últimas sesiones del Concilio. La sotana había
descubierto el doble agente, que nunca más pudo volver a trabajar. Resultó que
Pushkin era el Michael Serafian del libro, el F. E. Cartus de las revistas y un
traductor del Secretariado por la Unidad Cristiana, que cultivaba una cálida
amistad con el Comité Judío Americano.
Por
este tiempo Pushkin-Serafian-Cartus estaba viviendo en el Instituto Bíblico, en
donde él era bien recibido desde su ordenación en 1954, aunque allí su nombre
era el de R. P. Thimoty Fitzharris O'Boyle, S. J.
Para los periodistas los informes secretos del joven sacerdote y las fugas
tácticas se ajustaban tan bien que el mismo autor no se resistía a adornarlos
de vez en cuando con un lenguaje florido y creador. Una imprecisión o dos podrían ser atribuidas a haberse agotado la
información que él tenía. Se sabía que estaba escribiendo un libro en el
apartamento de una joven pareja. El libro fue terminado finalmente; pero
también terminó o bajó en la mitad la amistad. El Padre Fitzharris O'Boyle se
dio cuenta que había llegado el momento de emprender una marcha forzada antes
de que su superior religioso pudiese averiguar cuidadosamente las razones de
esa crisis de su camadería. Salió de Roma entonces, seguro de que ya no podía
ser útil allí.
Aparte de su gusto por los seudónimos, por las hermosas mujeres,
y por los relatos sobre lo no existente, y, tal vez, siendo un real genio para
hacer narraciones humorísticas, Fitzharris O'Boyle era eficiente trabajador en
el puesto que tenía en el Secretariado del Cardenal Bea, muy valioso para el
Comité Judío Americano y todavía es considerado por muchos en los círculos de
Roma, como una especie de genuino salvador en la Diáspora (dispersión). Sin su
intervención, la Declaración Judía pudo haber fracasado antes, porque fue
Fitzharris O'Boyle quien mejor ayudó a la prensa para denunciar a los romanos
que querían suprimirla. El
hombre tiene muchas peticiones de sacerdotes.
En las primeras sesiones del Concilio,
cuando la Declaración necesitaba ayuda, Fitzharris D'Boyle estaba en Roma; pero
en la Cuarta y última sesión del Vaticano II, no había ayuda visible. Y las
cosas iban sucediendo con gran rapidez. El texto había al fin salido debilitado,
como lo había predicho el “Times”.
Entonces, el Papa emprendió su viaje para pronunciar su discurso
a las Naciones Unidas en
el que su “Jamais
Plus la Guerre” fue un triunfo. Después
de ese discurso él recibió con afecto al presidente del Comité Judío Americano
en una Iglesia del East Side. Este acontecimiento fue un buen augurio para
la causa. En seguida, en la misa del Yankee Stadium, el lector del Papa entonó
el texto que comienza “Por miedo a los judíos”. Y en la televisión esas palabras causaron ciertamente enorme
sorpresa. En todas partes se comentaban las alzas y las bajas de la Declaración
en favor de los judíos, y muchos de esos comentarios parecían preparar la
eliminación final del documento.
El rabino Jay Kaufman, vice-presidente
ejecutivo de Lichten había advertido a sus oyentes su propia incertidumbre, “ya que el hado de la sección sobre
los judíos se encuentra peloteado, como en un juego de Badmington clerical,
entre una próxima declaración y una cierta refutación”. Shuster pudo escuchar esta opinión en el Comité Judío Americano. Él
pudo también oír a la oposición. No contento con una declaración debilitada, él
pretendía de nuevo o alcanzar una total victoria o que no se hiciese ninguna
declaración. Por ese entonces las últimas palabras de los Árabes fueron
respetuosamente presentadas en un memorándum de 28 páginas en el que se pedía a
los Obispos salvar la fe del “comunismo y
ateísmo y de la alianza con el Judaísmo comunista”.
En Roma, se había señalado el 14 de octubre
de 1965 para la votación de los Obispos sobre la Declaración Judía, y tanto
Lichten como Shuster veían, casi sin esperanza alguna, el mejorar en lo más
mínimo esa Declaración. Los sacerdotes habían introducido, con el texto
repartido entre todos los Padres Conciliares de las modificaciones que los
Obispos habían pedido, una copia de las secretas respuestas del Secretariado.
El “modi” producía, al leerlo, una sensación de
desconsuelo. En el antiguo texto, el origen judío del catolicismo estaba
expresado en un párrafo que principiaba: “En verdad, con un corazón
agradecido”. Dos obispos (pero, ¿cuáles
dos?), sugirieron que las palabras “con un corazón agradecido”, fueron retiradas, porque temían que esas
palabras pudieran ser entendidas como si los católicos estuvieran obligados a
dar gracias a los judíos de ahora. “La sugestión fue aceptada”, decidió el Secretariado. Las respuestas
del Secretariado siguieron ese camino por más de 16 páginas. En todas ellas, se
dieron pocas razones para explicar por qué se quitó el calor al antiguo texto,
haciendo al texto más legal que humano.
Cuando Shuster y
Lichten terminaron de leer el nuevo texto, llamaron por teléfono al Comité
Judío Americano y a la B'nai B'rith de Nueva York. Pero ninguna de estas dos
organizaciones pudo hacer nada. Fue Higgins el que primero trató de convencer a
los dos desanimados “coyotes” para que recibiesen serenamente lo que
ellos lograron conseguir. Todavía por uno o dos días, el Obispo Leven de San
Antonio les dio alguna esperanza. Pensaba él que el nuevo texto estaba tan
debilitado que los Obispos americanos se verían obligados a votar en bloque en
contra de ese texto. Si eso hubiera sucedido, tal táctica hubiera sumado
algunos centenares de votos negativos al bando de los conservadores y de los árabes
y habría dado la impresión que el Concilio se hallaba tan dividido en este
punto, que el Papa no podría atreverse a promulgar nada. Por eso se abandonó
luego esa táctica de protesta en la votación.
“CON
CRISTO O CONTRA CRISTO”
R.P.
Joaquín Sáenz y Arriaga.
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