PRIMERO.
Considera ¡Oh hombre! que esta vida debe acabarse: la sentencia está ya
pronunciada: es preciso que mueras. La muerte es “cierta” pero no se sabe cuándo vendrá. ¿Qué se necesita para morir? La menor lesión del corazon, una vena
que se rompa en el pecho, una sofocación catarral, un flujo de sangre, la mordedura
de un animal venenoso, una fiebre, una herida, una úlcera, una inundación, un
terremoto, un rayo, cada una de estas cosas es bastante para quitar la vida. La
muerte puede venir a sorprenderte cuando menos pienses en ella, ¡Cuántos hay,
que por la noche se han acostado llenos
de salud y se hallaron muertos al día siguiente! ¿Y esto no puede sucederte igualmente a ti?
Tantas personas que han sido asaltadas por una muerte repentina, no
esperaban ciertamente morir de este modo; y sin embargo, asi fué como han
muerto. Y si entonces se hallaban en estado de pecado mortal, ¿dónde están al
presente? ¿Dónde estarán por toda la eternidad? Como quiera que sea. Es
cierto que llegará el momento en que tú entrarás en una noche que durará
siempre o en un día que no se acabará jamás. Jesucristo ha dicho: “Yo
vendré como un ladrón, ocultamente y de improviso.” Este buen Señor, te lo previene a tiempo, porque desea
tu salvación. Corresponde tú, a las miras de Dios y aprovéchate de su aviso,
preparándote para morir bien, antes que llegue la muerte. Estote parati (Math. 24. 44.)
Entonces no es tiempo de prepararse, sino más bien de hallarse dispuesto. Que
debes morir es indudable: la escena de este mundo se ha de acabar para ti, pero cuando no lo sabes. ¿Quién
sabe si antes de un año, antes de un mes, mañana mismo habrás dejado ya de vivir?
¡Oh Jesús mío!
iluminadme y perdonadme.
SEGUNDO.
Considera como a la hora de la muerte te
hallarás tendido sobre un lecho de dolores, asistido de uno sacerdote, y quiera
el Señor concederte esta gracia, delante de tus parientes llorando, entre un
crucifijo y un cirio, en el terrible momento de pasar a la eternidad. Sentirás la
cabeza débil y abrumada de terribles pensamientos, los ojos oscurecidos, la
lengua seca, anudada la garganta, el pecho oprimido, la sangre helada, la carne
consumida y el corazón traspasado de angustias. Todo lo dejarás: pobre y
desnudo serás arrojado en una fosa y entregado a la corrupción. Allí los
gusanos se apoderarán de tu carne y en ella se cebarán: no quedará de ti más
que algunos huesos descarnados, un poco de polvo hediondo y nada más. Abre una
tumba, y mira a que se ha reducido ese poderoso personaje, ese avaro, esa mujer
orgullosa y vana. Ahí acaba la vida. A
la hora de la muerte estarás rodeado de los demonios que te pondrán a la vista
todos los pecados que hayas cometido desde tu infancia. Ahora el demonio para seducirte,
encubre y escusa tus faltas y dice, que no es un gran mal esa vanidad, ese placer, esa amistad, ese
odio y que no hay ningún mal fin en ese trato; — pero a la hora de la muerte, te
descubrirá la gravedad de tu pecado; y a la luz de esa eternidad en que luego
vas a entrar, veras cuanto mal has hecho ofendiendo a un Dios infinito o
infinitamente bueno. Hoy que aún lo puedes hacer, apresúrate a poner
remedio en esto porque entonces no será ya tiempo.
TERCERO.
Considera que la muerte es el momento del
que depende la eternidad. Ve allí al hombre tendido próximo a espirar y por consiguiente
próximo a entrar en una u otra de las dos eternidades; su muerte está enlazada con
ese último suspiro, después del cual su alma va en un instante a verse o
salvada o condenada para siempre. ¡Oh
instante! ¡Oh suspiro! ¡Oh momento del que depende una eternidad o de gloria o
de infierno! ¡Una eternidad, o siempre feliz o siempre desgraciada! ¡Una
eternidad de gozo o de tormento! ¡Una
eternidad de todos los bienes o de todos los males una eternidad de gozar en la
presencia de Dios, o de penar en compañía del demonio! ¡Es decir, que si en
aquel momento te salvas, ya no tendrás nunca que sufrir y estarás siempre
contento y feliz! Pero si por el contrario no consigues tu objeto, si te condenas, te
hallarás siempre en la aflicción y sin
esperanza de remedio mientras Dios
sea Dios. A la hora de la muerte
conocerás lo que es el paraíso, el infierno, el pecado, un Dios ofendido, la ley de Dios despreciada, una culpa callada en la confesion
y la hacienda no restituida. — ¡Desgraciado
de mí! Exclamará el moribundo;
de aquí a algunos instantes debo
comparecer delante de Dios, y ¿quién sabe cuál será mi sentencia? ¿A dónde iré yo, al paraíso o al infierno?
¿A regocijarme con los ángeles o abrasarme
con los condenado? ¿Seré yo hijo de
Dios o esclavo del demonio? ¡Ah! dentro de poco yo lo sabré; y
donde entre una vez, allí quedaré
eternamente. Dentro de algunas
horas, dentro de algunos momentos ¿qué será de mí? ¿En qué vendré a parar, si no reparo este escándalo y este agravio
hecho al prójimo en sus bienes y en su reputación? ¿Sino perdono de corazón a
mi enemigo? ¿Sino me confieso bien? —Entonces maldecirás mil veces el día en
que has pecado; esas satisfacciones, esa venganza que te has permitido; pero
será demasiado tarde y sin fruto porque lo hará s por puro miedo del castigo y
sin amor de Dios.
¡Ah
Señor! desde este momento me
convierto a Vos y no quiero esperar a la hora la muerte; desde ahora os amo, me
uno a Vos y quiero morir en vuestros brazos. — ¡Oh María, Madre mía, acogedme bajo vuestro manto en la hora de la
muerte! ¡Socorredme en el último momento!
“Pequeños tesoros escogidos de San Alfonso María de Ligorio”
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