PRIMERO.
Considera ¡oh hombre! cuanto te interesa llegar a tu último y glorioso fin en
el que consiste toda tu felicidad; porque si le alcanzas, te salvas, y serás
eternamente dichoso, colmado de todos los bienes asi de alma como de cuerpo;
pero si por el contrario lo pierdes, pierdes también tu alma y tu cuerpo, el paraíso
y a Dios, y seréis eternamente infeliz y condenado para siempre. Así entre
todos los negocios del hombre el único importante y necesario es servir a Dios
y salvar su alma. No digas pues ¡Oh
cristiano! ––Ahora quiero satisfacer mis gustos; más tarde ya me consagraré a Dios,
y espero salvarme. — ¡Esta
falsa esperanza a cuantos no ha conducido al infierno! también ellos tenían
este mismo lenguaje, y al presente están condenados, sin que haya remedio para
ellos. ¿Hay algún condenado que
verdaderamente haya querido condenarse? Dios
maldice al que peca con la esperanza del perdón; Maledictus homo
qui peccat in spe. Tú dices: yo quiero cometer este pecado, y
después ya me confesaré de él. — Pero
¿quién sabe si tendrás tiempo para ello? (Nota nuestra:
cometer un pecado pensando que después uno se confesará, ya es un pecado en si
mismo, por lo que cuando se peque deberá confesar dos pecados: El pecado que
cometió y que además el hecho de que lo
hizo pensando que después lo confesaría) ¿Quién te asegura que no
morirás repentinamente después de tu pecado? Como quiera que sea, tú
pierdes la gracia de Dios ¿y si no
vuelves a recobrarla? Dios usa de misericordia con el que le teme, y no con el
que lo desprecia: Et misericordia ejus... timentibus cum (Luc. 1, 50.) No digas
tampoco: yo me confesaré igualmente de
tres pecados que de dos; — porque Dios
te perdonará tal vez dos pecados y no tres: sufre al pecador, pero no siempre.
In plenitudine peccatorum puniat: (II. Mach. 6. 14.) Cuando
la medida está llena, Dios no perdona ya; hiere de muerte al pecador, o bien le
abandona, que es un castigo peor que la muerte: de suerte que este infeliz, de
pecado en pecado, va descendiendo al infierno.
Piensa, mi querido hermano, en lo que acabas
de leer. Es tiempo ya de poner término a tus pecados y de entregarte a Dios.
Tomo como que esta sea la última advertencia que Dios te envía: bastante le has
ofendido, bastante tiempo te ha sufrido: y si todavía cometes un pecado mortal,
teme que Dios no te perdone ya. Considera que se trata de tu alma y de tu
eternidad. ¡Oh! ¡Este grande pensamiento de la eternidad, a cuantos
no ha separado del mundo! ¡A cuantos
no ha conducido a pasar su vida en los claustros, en los desiertos y en las
cavernas!
¡Desgraciado de mí! ¿Qué me queda de tantos
pecados cometidos? ¡Nada,
sino el corazon atormentado, la conciencia cargada, el infierno merecido!
¡Oh Dios mío! ¡Oh padre mío! atraedme a vuestro amor.
SEGUNDO.
Considera, ¡Oh cristiano! que este negocio de la eternidad es el más descuidado. Se
piensa en todo, menos en salvarse. Se tiene tiempo para todo, excepto para
Dios. Dígase a un mundano que frecuente
los Sacramentos, que haga oración media hora cada día, y responderá: tengo hijos,
tengo sobrinos, tengo posesiones, tengo de que ocuparme. ¿Y no
tienes también un alma? ¿Podrás hacer valer tus riquezas, y llamar a tus hijos,
a tus sobrinos, para que vengan a socorrerte a la hora de la muerte, y que te libren
del infierno, si eres condenado? ¡Ah!
No te lisonjees de poder nunca conciliar Dios con el mundo, y el paraíso con el
pecado. El negocio de tu salvación no es un negocio que pueda tratarse
enteramente a tu gusto: es necesario que te hagas violencia a ti mismo, y que
trabajes, si quieres ganar la corona inmortal, ¡Cuantos cristianos se prometían servir a Dios más tarde y salvarse, y
ahora se hallan en el infierno! ¡Qué
locura la de pensar siempre en lo que acaba tan pronto y pensar tan poco en lo
que no debe acabar jamás!
¡Ah
cristiano! ¡Fija tu atención en lo
que te espera: piensa que muy pronto saldrás de este mundo, para ir a la morada
de la eternidad! ¡Desgraciado de ti, si te condenas! ¡Observa bien que después
ya no habrá remedio!
TERCERO.
Considera, pues, esto, y di: tengo un alma,
y si la pierdo, todo es perdido. Tengo un alma, y aunque gane un mundo al
precio de esta alma, ¿cuál será mi
provecho? Si llego a ser un gran personaje, y pierdo mi alma ¿qué me quedará? Si amontono tesoros,
si ensalzo mi casa, si engrandezco a
mis hijos, y pierdo mi alma ¿de qué utilidad me servirá todo esto? ¿Qué aprovechan las grandezas, los placeres
y las vanidades, a tantos desgraciados que han tenido una vida mundana, y que
ahora se reducen a polvo en una fosa y están sepultados en los profundos
infiernos? Si, pues mi alma me
pertenece, si no tengo más que una,
y si, una vez perdida, es perdida
para siempre, debo poner mucho
cuidado en salvarla Este es punto
muy importante, pues que se trata de
ser o eternamente dichoso, o
eternamente desgraciado.
¡Oh
Dios mío! yo confieso con rubor y
vergüenza que hasta ahora he vivido como ciego; he andado errante muy lejos de
Vos, y no he pensado en salvar mi alma, esta alma única e inmortal. ¡Oh padre mío!
salvadme por el amor de Jesucristo; pues que consiento perderlo todo, con tal
que no os pierda a Vos, ¡Oh Dios mío! — ¡Oh María, mi esperanza, salvadme por
vuestra intercesión!
“Pequeños tesoros escogidos de San Alfonso María de Ligorio”
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