PRIMERO.
Considera ¡oh alma mía! Que es Dios quien te ha dado el ser, criándote a su
imagen sin que tú lo hayas merecido; te ha adoptado por hija suya en el santo
bautismo; te ha amado más que un padre ama a sus hijos, y le criado para amarle
y servirle en esta vida y gozarle después en la otra. ¡Oh que ocupación tan santa y que término tan dichoso! No has
nacido, pues, ni tu fin es vivir para embriagarte con los placeres de los sentidos
y poner tu afecto en las riquezas, honores y dignidades de la tierra, ni para
comer, beber y dormir como hacen los brutos que no tienen entendimiento, sino
para amar a tu Dios y ser eternamente feliz. En cuanto a las cosas criadas, el Señor
las ha puesto A tu disposición, como medios que deben ayudarte para llegar a tu
glorioso fin.
¡Ay de mí! ¡Cuán desgraciado soy por haber
pensado en todo menos en mi último fin! ¡Oh Padre mío! ¡Por el amor
de Jesús haced que comience hoy una nueva vida, una vida que sea toda santa y
toda conforme a vuestra divina voluntad!
SEGUNDO.
Considera cuan amargos remordimientos
sentirás a la hora de la muerte, si no has procurado servir a Dios. ¡Cuál será tu dolor cuando al fin de tus días,
en aquella hora suprema, veas que no te queda ya más que un poco de humo de
todas tus riquezas, opulencia y placeres!
¡No
podrás comprender como por las vanidades y locuras de un mundo, que tantas
veces te ha sido traidor, que entonces no te podrá valer, y cómo por objetos
tan despreciables has perdido la gracia de Dios y tu felicidad eterna! ¡Ay! ¡Entonces no te será ya posible reparar el mal pasado, ni tendrás
tiempo para volver a entrar en el buen camino! ¡Oh desesperación! ¡Oh tormento!
Entonces verás lo que vale el tiempo,
pero demasiado tarde.
Desearías comprarlo al precio de tu sangre,
pero no será, ya posible. ¡Oh día amargo
para el que no ha amado y servido a Dios!
TERCERO.
¡Considera
también cuan olvidado está este fin tan importante! ¡Los hombres piensan en
amontonar riquezas, en celebrar banquetes y festines, en regalarse y tener
buena vida, pero no en servir a Dios, ni en salvar su alma: el fin eterno es
tenido por ellos como cosa de poca importancia! Asi es como mayor parte de
los cristianos, por los festines, los cantos y los regocijos se van al
infierno. ¡Oh, si ellos supiesen lo que
quiere decir esta palabra INFIERNO! ¡Oh hombre! ¡Tú te tomas tanto trabajo para condenarte y no quieres hacer nada para
salvarte!
Un
secretario de Francisco I, rey de Francia, en los últimos momentos de su
vida, exclamaba: ¡desgraciado de mí! ¡Qué he consumido tanto papel en escribir
cartas de mi Príncipe, y no he empleado una sola hoja en el examen de mi conciencia,
para hacer una buena confesion!
Felipe
III, rey de España,
decía también en el momento de morir: ¡Oh si hubiera pasado mi vida sirviendo a Dios en lugar de ser Rey!
¿Pero de qué servirán entonces
semejantes suspiros y lamentos, sino para aumentar la aflicción y el
desconsuelo, y tal vez la desesperación?... —Aprende, pues, con las elocuentes
lecciones que otros te dan, a trabajar cuando tienes tiempo en la obra de tu salvación,
sí quieres evitar una desgracia irreparable. Vive bien persuadida, ¡oh alma mía!
que todo lo que haces, dices y piensas, si no es del agrado de Dios, todo, todo
es perdido. Vuelve, pues, en ti, que tiempo es ya de mudar de vida.
¡Cómo!
¿Querrás esperar
para desengañarte a que te halles en el artículo de la muerte, a las puertas de
la eternidad, a la boca del infierno, cuando ya no haya medio de salir de tu
error?
¡Oh
Dios mío! ¡Perdonadme! ¡Os amo sobre
todas las cosas! ¡Siento infinitamente la desgracia de haberos ofendido!
Oh
María, mi esperanza, rogad a Jesús por mí.
“Pequeños tesoros escogidos de San Alfonso María de Ligorio”
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