Hija mía, gran inteligencia has recibido con
la divina luz del glorioso triunfo que mi Hijo y mi Señor alcanzó en la cruz,
de los demonios, y de la opresión con que los dejó vencidos y rendidos.
Pero debes entender que ignoras mucho más de
lo que has conocido de misterios tan inefables; porque viviendo en carne
mortal, no tiene disposición la criatura para penetrarlos como ellos son en sí mismos,
y la divina Providencia reserva su total conocimiento para premio de los Santos
del cielo, y a su vista beatífica, donde se alcanzan estos misterios con
perfecta penetración, y también para confusión de los réprobos en el grado que
lo conocerán al fin de su carrera.
Pero basta lo que has entendido para quedar
enseñada del peligro de la vida mortal, y alentada con la esperanza de vencer a
tus enemigos. Quiero también adviertas mucho la nueva indignación que contra tí
ha concebido el dragón por lo que dejas escrito en este capítulo. Siempre la ha
tenido, y procurado impedirte para que no escribieras mi Vida; y tú lo has conocido
en todo su discurso. Mas ahora se ha irritado su soberbia de nuevo, por lo que
has manifestado la humillación, quebranto y ruina que recibió en la muerte de mi
Hijo santísimo, el estado en que le dejó, y los arbitrios que fabricó con sus
demonios para vengar su caída en los hijos de Adán, y más en los de la santa
Iglesia. Todo esto le ha turbado y alterado de nuevo, por ver que se manifiesta
a los que lo ignoraban. Y tú sentirás esta indignación en los trabajos que
moverá contra tí, con varias tentaciones y persecuciones, que ya has comenzado a
reconocer, y a experimentar la saña y crueldad de este enemigo; y te aviso para
que estés muy advertida.
Admiración te causa, y con razón, haber
conocido por una parte el poder de los merecimientos de mi Hijo y redención
humana, la ruina y debilitación que causó en los demonios; y por otra parte
verlos tan poderosos, y señoreando al mundo con formidable osadía. Y aunque a
esta admiración te responde la luz que se te ha dado en lo que dejas escrito,
quiero añadirte más, para que tu cuidado sea mayor contra enemigos tan llenos
de malicia. Cierto es que cuando conocieron el sacramento de la encarnación
redención, y que mi Hijo santísimo había nacido tan pobre, humilde y
despreciado; su vida, milagros, pasión y muerte misteriosa, y todo lo demás que
obró en el mundo para traer a sí a los hombres, quedó Lucifer y sus demonios debilitados,
y sin fuerzas para tentar a los fieles, como solían a los demás, y como siempre
deseaban. En la primitiva Iglesia perseveró muchos años este terror de los
demonios y el temor que tenía a los bautizados y seguidores de Cristo nuestro
Señor; porque resplandecía en ellos la virtud divina por medio de la imitación y
fervor con que profesaban su santa fe, seguían la doctrina del Evangelio,
ejecutaban las virtudes con heroicos ferventísimos actos de amor, de humildad,
paciencia y desprecio de las vanidades y engaños aparentes del mundo; y muchos
derramaban su sangre, daban la vida por Cristo nuestro Señor, y hacían obras
excelentes y admirables por la exaltación de su santo nombre. Esta invencible fortaleza
les redundaba de estar tan inmediatos a la pasión y muerte de su Redentor, y
tener más presente el prodigioso ejemplar de su grandiosa paciencia y humildad;
y por ser menos tentados de los demonios, que no pudieron levantarse del pesado
aterramiento en que los dejó el triunfo del divino Crucificado.
Esta imagen viva a imitación de Cristo, que reconocían
los demonios en aquellos primeros hijos de la Iglesia, temían de manera, que no
se atrevían a llegar a ellos, y luego huían de su presencia, como sucedía con
los Apóstoles y los demás justos que gozaron de la doctrina de mi Hijo
santísimo. Ofrecían al Altísimo en su perfectísimo obrar las primicias de la
gracia y redención. Y lo mismo sucediera hasta ahora (como se ve y experimenta
en los perfectos y santos), si todos los católicos admitieran la gracia,
obraran con ella, no la tuvieran vacía, y siguieran el camino de la cruz, como el
mismo Lucifer lo temió, y lo dejas escrito. Pero luego con el tiempo se comenzó
a resfriar la caridad, el fervor y devoción en muchos fieles, y fueron
olvidando el beneficio de la redención; admitieron las inclinaciones y deseos carnales;
amaron la vanidad y la codicia, y se han dejado engañar y fascinar de las
fabulaciones falsas de Lucifer, con que han escurecido la gloria del Señor, y
se han entregado a sus mortales enemigos. Con esta fea ingratitud ha llegado el
mundo al infelicísimo estado que tiene, y los demonios han levantado su
soberbia contra Dios, presumiendo apoderarse de todos los hijos de Adán, por el
olvido y descuido de los católicos. Y llega su osadía a intentar la destruición
de toda la Iglesia, pervirtiendo a tantos que la nieguen; y a los que están en
ella, que la desestimen, o que no se aprovechen del precio de la sangre y
muerte de su Redentor. Y la mayor
calamidad es, que no acaban de conocer este daño muchos católicos, ni cuidan
del remedio, aunque pueden presumir han llegado a los tiempos que mi Hijo
santísimo amenazó cuando habló a las hijas de Jerusalén (Luc. XXIII, 28, que serían
dichosas las estériles, y muchos pedirían a los montes y collados que los
enterrasen y cayesen sobre ellos, para no ver el incendio de tan feas culpas como
van talando a los hijos de perdición, como maderos secos, sin fruto y sin
alguna virtud. En este mal siglo vives, o hija mía; y para que no te
comprehenda la perdición de tantas almas, llórala con amargura de corazon, y
nunca olvides los misterios de la encarnación, pasión y muerte de mi Hijo
santísimo, que quiero los agradezcas tú por muchos que los desprecian.
Asegúrate que sola esta memoria y meditación es de gran terror para el
infierno, y atormenta y aleja a los demonios, y ellos huyen y se apartan de los
que con agradecimiento se acuerdan de la vida y misterios de mi Hijo santísimo.
“MÍSTICA
CIUDAD DE DIOS” 1888
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