Virtudes de la Mujer Cristiana.
Al considerar la elevada misión de la mujer
cristiana, todos los corazones de nobles sentimientos se inflaman en ardorosos
deseos de acometer semejante empresa; de llevar a cabo tan gloriosos designios
de la divina Providencia. Pero ¿cómo dar
cumplimiento a tan santos deseos? ¿Qué condiciones se requieren para esta empresa?
¿Qué virtudes deben adornar a una mujer para obrar estas maravillas que hemos
dicho, y responder a los designios de Dios?
Para desempeñar el apostolado que Jesucristo
tiene confiado a la mujer cristiana, se requieren tres virtudes fundamentales: la piedad, el celo doméstico y la paciencia.
Estas virtudes bien arraigadas en el alma harán germinar y florecer todas las
demás; y la mujer que las posea estará bien dispuesta a ejecutar las grandes obras
que Dios de ella demanda.
I. Piedad. La primera virtud fundamental de la mujer
cristiana es la piedad; pero una piedad instruida, sólida y ejemplar.
a) Su piedad debe ser
instruida por el conocimiento exacto y razonado de la doctrina cristiana. Tiene
necesidad, ante todo, de un conocimiento claro de nuestra religión, para
hallarse preparada para instruir sólidamente, sea en su casa, sea fuera de
ella, a todos los que vegetan en la ignorancia. ¡Felices los hijos que desde la más tierna edad han aprendido de los
piadosos labios de su buena madre, o virtuosa hermana, los rudimentos de la fe!
Estas saludables lecciones pronunciadas con acento de piedad, se graban en las
tiernas inteligencias tan profundamente que no se borran jamás.
Los conocimientos religiosos deben elevarse
hasta la categoría de científicos: esto es, que se conozcan las bases de
certidumbre sobre las cuales descansan las verdades de nuestra santa fe. Entre
otras pruebas irrefragables, conviene poseer y comprender bien la que resulta
de la Resurrección de Jesucristo.
Nuestro divino Salvador que nos ha enseñado
su celestial doctrina, quiso darnos una prueba evidente de ella en su
Resurrección gloriosa. Este acontecimiento histórico, mil veces más cierto que
cualquier otro hecho narrado por la Historia, es a todas luces una obra
sobrenatural y divina, y como el sello de Dios que autentica la doctrina de Jesucristo.
Además, esta doctrina, confiada por el mismo Salvador a su Iglesia infalible, conservase
en ella pura e inalterable: de suerte que todas las generaciones la han oído
predicar y enseñar por la Iglesia, como si la escuchasen de los mismos labios
de Jesucristo.
Este conocimiento razonado de nuestra santa
fe es, sobre todo en nuestros días, indispensable a la mujer cristiana; porque
en nuestro siglo de incredulidad debe estar apercibida y apercibir a los suyos
contra el contagio pestilente del escepticismo; y deberá, también, muchas
veces, confundir la ignorancia de los impíos.
b) Su piedad debe ser no
solamente instruida, más también sólida; y lo será si está basada sobre las
convicciones inquebrantables de la fe, y sobre una voluntad firmemente resuelta
a servir a Dios ante todas las cosas. De esta piedad sólida y bien cimentada
sobre las convicciones de la inteligencia y sobre la firmeza de la voluntad, nace
espontáneamente la constancia en la práctica bien regulada de la devoción;
cuyos ejercicios no se omitirán jamás, aunque cuesten algún sacrificio.
c) Finalmente, la piedad
debe ser ejemplar; esto es, debe ir acompañada del buen ejemplo, de la práctica
de las virtudes cristianas, principalmente de aquellas que nacen de la caridad,
como la dulzura y afabilidad en el trato, que hacen amable la piedad. Asi resplandezcan dijo el Salvador, vuestras
buenas obras delante de los hombres, que éstos glorifiquen y alaben a vuestro Padre
celestial. (Matth. V, 16).
II. Celo doméstico. La
segunda virtud fundamental en que debe ejercitarse la mujer cristiana es el celo
doméstico. Consiste esta virtud en el amor a la familia y a todos sus miembros,
y en atender con solicitud a todas las cosas que les interesan.
El amor a la familia, cristianamente
entendido, es una virtud que debería reinar en todos los corazones; pero debe,
sobre todo, brotar del corazón de la mujer. Esta ha de amar su casa como un
santuario del cual Dios le hubiese conferido una especie de sacerdocio, y como
al centro de su reposo donde halle las delicias de la paz y felicidad. La mujer que
busque los goces de la vida fuera de su hogar, descuidará sus deberes, aun los más
primordiales y sagrados; y en lugar del placer, cuyo disfrute anhela en los
teatros, bailes, paseos y otras diversiones, sólo hallará desengaños y
remordimientos de conciencia. En
la santa y apacible morada de Nazaret halló la santísima Virgen toda su
felicidad, y en el recinto del hogar doméstico encontrará la dicha la mujer
cristiana.
Este
amor al hogar doméstico, supone el cariño a todas las personas que componen la
familia: padre, madre, hermanos, hermanas, sirvientes y sirvientas, todos deben
ser amados en nuestro Señor Jesucristo. De este amor nacerá la bondad y la
solicitud en mirar por todos, el celo por su bien espiritual, el cuidado de todo
aquello que concierna al bienestar corporal, una santa vigilancia para prevenir
y evitar las faltas, y una actividad infatigable, con lo cual en toda la casa
se respirará el aroma de la virtud, reinará en lo moral el orden y la paz, el
aseo en lo material, y en todos el gozo y la dicha.
¿No
es, acaso, este celo doméstico el que describe el Sabio, hablando de la mujer
fuerte? Oigamos sus palabras: Consideró
los rincones de su casa, y no comió su pan en la ociosidad. Buscó lana y lino,
e hizo labores con la industria de sus manos. Levantóse antes del amanecer, y
distribuyó las raciones a sus domésticos y el alimento a sus criadas.
Revistióse de fortaleza y robusteció sus brazos. Gustó de la utilidad de su
trabajo, por lo cual ni aun de noche apagará su luz. Abrió sus manos al
indigente y extendió sus brazos para amparar al pobre. Abrió sus labios con
palabras de sabiduría, y la ley de la bondad gobierna su lengua. No temerá los fríos
del invierno, porque todos los de su casa usan vestidos de mucho abrigo.
Levantáronse sus hijos y la llamaron bienaventurada, y su marido la colmó de
alabanzas. (Prov. XXXI).
III. Paciencia.
La tercera de las tres virtudes fundamentales
arriba indicadas es la Paciencia. Si de todos en general debe decirse que no
hay vida cristiana sin paciencia, singularmente debemos aplicar esta máxima a
la mujer virtuosa de la que venimos hablando: porque le espera mucho que sufrir,
ya de parte del esposo, hijos y domésticos; ya de sus padres, hermanos o hermanas;
ya de sí misma, de su propio carácter, de las inclinaciones de su corazón.
Si sabe sufrir sin quejarse de nada, si a las
provocaciones opone el silencio apacible, sin muestras de amargura; si deposita
todas sus penas a los pies del crucifijo, imitando la dulzura de Jesús
paciente, y sacando del divino corazón, como de una inagotable mina de todas las
virtudes, una paciencia inalterable; triunfará de todo, vencerá todos los
obstáculos, y gozará de una envidiable paz, en medio de las mayores tormentas. Se
cumplirá en ella lo dicho por
Jesucristo: Bienaventurados los mansos,
porque ellos poseerán la tierra (Matth. V,
4.): serán como dueños de la tierra entera por
el ascendiente sobre los corazones. ¿Acaso no se debe
a la invicta paciencia de Santa Mónica, enaltecida con
la oración y las lágrimas, la conversión de su esposo
Patricio, educado en el paganismo? ¿No fué fruto
de su perseverante paciencia, por espacio de catorce años, y de sus amorosas exhortaciones, la
conversión de su hijo Agustín, que
de la secta de los maniqueos pasó a ser una
de las más brillantes antorchas de la Iglesia?
No en los encantos de la belleza, sino en la paciencia
dulce y perseverante, reside el poder de la mujer cristiana y el secreto de su fuerza. En ella se verifican las palabras del Sabio: Mejor es el paciente y sufrido, que el fuerte y valeroso; y quien domina sus pasiones vale más que el conquistador de
ciudades. (Prov. XVI, 32).
Estas son las principales virtudes de la mujer cristiana:
armada con ellas, como una triple coraza, será inaccesible a las seducciones,
invencible en los combates de la vida, infatigable en los trabajos. Se la verá ejercer
una acción poderosa en la sociedad, obrará maravillas, llenará, en una palabra,
la noble misión que Jesucristo le ha confiado en su Iglesia.
“LA
MUJER CRISTIANA”
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