lunes, 21 de mayo de 2018

MISIÓN DE LA MUJER CRISTIANA (Capítulo II) – Por el P. FRANCISCO J. SCHOUPPE, S. J.






Virtudes de la Mujer Cristiana.


   Al considerar la elevada misión de la mujer cristiana, todos los corazones de nobles sentimientos se inflaman en ardorosos deseos de acometer semejante empresa; de llevar a cabo tan gloriosos designios de la divina Providencia. Pero ¿cómo dar cumplimiento a tan santos deseos? ¿Qué condiciones se requieren para esta empresa? ¿Qué virtudes deben adornar a una mujer para obrar estas maravillas que hemos dicho, y responder a los designios de Dios?

   Para desempeñar el apostolado que Jesucristo tiene confiado a la mujer cristiana, se requieren tres virtudes fundamentales: la piedad, el celo doméstico y la paciencia. Estas virtudes bien arraigadas en el alma harán germinar y florecer todas las demás; y la mujer que las posea estará bien dispuesta a ejecutar las grandes obras que Dios de ella demanda.

   I. Piedad. La primera virtud fundamental de la mujer cristiana es la piedad; pero una piedad instruida, sólida y ejemplar.

   a) Su piedad debe ser instruida por el conocimiento exacto y razonado de la doctrina cristiana. Tiene necesidad, ante todo, de un conocimiento claro de nuestra religión, para hallarse preparada para instruir sólidamente, sea en su casa, sea fuera de ella, a todos los que vegetan en la ignorancia. ¡Felices los hijos que desde la más tierna edad han aprendido de los piadosos labios de su buena madre, o virtuosa hermana, los rudimentos de la fe! Estas saludables lecciones pronunciadas con acento de piedad, se graban en las tiernas inteligencias tan profundamente que no se borran jamás.

   Los conocimientos religiosos deben elevarse hasta la categoría de científicos: esto es, que se conozcan las bases de certidumbre sobre las cuales descansan las verdades de nuestra santa fe. Entre otras pruebas irrefragables, conviene poseer y comprender bien la que resulta de la Resurrección de Jesucristo.

   Nuestro divino Salvador que nos ha enseñado su celestial doctrina, quiso darnos una prueba evidente de ella en su Resurrección gloriosa. Este acontecimiento histórico, mil veces más cierto que cualquier otro hecho narrado por la Historia, es a todas luces una obra sobrenatural y divina, y como el sello de Dios que autentica la doctrina de Jesucristo. Además, esta doctrina, confiada por el mismo Salvador a su Iglesia infalible, conservase en ella pura e inalterable: de suerte que todas las generaciones la han oído predicar y enseñar por la Iglesia, como si la escuchasen de los mismos labios de Jesucristo.

   Este conocimiento razonado de nuestra santa fe es, sobre todo en nuestros días, indispensable a la mujer cristiana; porque en nuestro siglo de incredulidad debe estar apercibida y apercibir a los suyos contra el contagio pestilente del escepticismo; y deberá, también, muchas veces, confundir la ignorancia de los impíos.

   b) Su piedad debe ser no solamente instruida, más también sólida; y lo será si está basada sobre las convicciones inquebrantables de la fe, y sobre una voluntad firmemente resuelta a servir a Dios ante todas las cosas. De esta piedad sólida y bien cimentada sobre las convicciones de la inteligencia y sobre la firmeza de la voluntad, nace espontáneamente la constancia en la práctica bien regulada de la devoción; cuyos ejercicios no se omitirán jamás, aunque cuesten algún sacrificio.

   c) Finalmente, la piedad debe ser ejemplar; esto es, debe ir acompañada del buen ejemplo, de la práctica de las virtudes cristianas, principalmente de aquellas que nacen de la caridad, como la dulzura y afabilidad en el trato, que hacen amable la piedad. Asi resplandezcan dijo el Salvador, vuestras buenas obras delante de los hombres, que éstos glorifiquen y alaben a vuestro Padre celestial. (Matth. V, 16).

   II. Celo doméstico. La segunda virtud fundamental en que debe ejercitarse la mujer cristiana es el celo doméstico. Consiste esta virtud en el amor a la familia y a todos sus miembros, y en atender con solicitud a todas las cosas que les interesan.


   El amor a la familia, cristianamente entendido, es una virtud que debería reinar en todos los corazones; pero debe, sobre todo, brotar del corazón de la mujer. Esta ha de amar su casa como un santuario del cual Dios le hubiese conferido una especie de sacerdocio, y como al centro de su reposo donde halle las delicias de la paz y felicidad. La mujer que busque los goces de la vida fuera de su hogar, descuidará sus deberes, aun los más primordiales y sagrados; y en lugar del placer, cuyo disfrute anhela en los teatros, bailes, paseos y otras diversiones, sólo hallará desengaños y remordimientos de conciencia. En la santa y apacible morada de Nazaret halló la santísima Virgen toda su felicidad, y en el recinto del hogar doméstico encontrará la dicha la mujer cristiana.

   Este amor al hogar doméstico, supone el cariño a todas las personas que componen la familia: padre, madre, hermanos, hermanas, sirvientes y sirvientas, todos deben ser amados en nuestro Señor Jesucristo. De este amor nacerá la bondad y la solicitud en mirar por todos, el celo por su bien espiritual, el cuidado de todo aquello que concierna al bienestar corporal, una santa vigilancia para prevenir y evitar las faltas, y una actividad infatigable, con lo cual en toda la casa se respirará el aroma de la virtud, reinará en lo moral el orden y la paz, el aseo en lo material, y en todos el gozo y la dicha.

   ¿No es, acaso, este celo doméstico el que describe el Sabio, hablando de la mujer fuerte? Oigamos sus palabras: Consideró los rincones de su casa, y no comió su pan en la ociosidad. Buscó lana y lino, e hizo labores con la industria de sus manos. Levantóse antes del amanecer, y distribuyó las raciones a sus domésticos y el alimento a sus criadas. Revistióse de fortaleza y robusteció sus brazos. Gustó de la utilidad de su trabajo, por lo cual ni aun de noche apagará su luz. Abrió sus manos al indigente y extendió sus brazos para amparar al pobre. Abrió sus labios con palabras de sabiduría, y la ley de la bondad gobierna su lengua. No temerá los fríos del invierno, porque todos los de su casa usan vestidos de mucho abrigo. Levantáronse sus hijos y la llamaron bienaventurada, y su marido la colmó de alabanzas. (Prov. XXXI).

   III. Paciencia. La tercera de las tres virtudes fundamentales arriba indicadas es la Paciencia. Si de todos en general debe decirse que no hay vida cristiana sin paciencia, singularmente debemos aplicar esta máxima a la mujer virtuosa de la que venimos hablando: porque le espera mucho que sufrir, ya de parte del esposo, hijos y domésticos; ya de sus padres, hermanos o hermanas; ya de sí misma, de su propio carácter, de las inclinaciones de su corazón.

   Si sabe sufrir sin quejarse de nada, si a las provocaciones opone el silencio apacible, sin muestras de amargura; si deposita todas sus penas a los pies del crucifijo, imitando la dulzura de Jesús paciente, y sacando del divino corazón, como de una inagotable mina de todas las virtudes, una paciencia inalterable; triunfará de todo, vencerá todos los obstáculos, y gozará de una envidiable paz, en medio de las mayores tormentas. Se cumplirá  en ella lo dicho por Jesucristo: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra (Matth. V, 4.): serán como dueños de la tierra entera por el ascendiente sobre los corazones. ¿Acaso no se debe a la invicta paciencia de Santa Mónica, enaltecida con la oración y las lágrimas, la conversión de su esposo Patricio, educado en el paganismo? ¿No fué fruto de su perseverante paciencia, por espacio de catorce años, y de sus amorosas exhortaciones, la conversión de su hijo Agustín, que de la secta de los maniqueos pasó a ser una de las más brillantes antorchas de la Iglesia? No en los encantos de la belleza, sino en la paciencia dulce y perseverante, reside el poder de la mujer cristiana y el secreto de su fuerza. En ella se verifican las palabras del Sabio: Mejor es el paciente y sufrido, que el fuerte y valeroso; y quien domina sus pasiones vale más que el conquistador de ciudades. (Prov. XVI, 32).

   Estas son las principales virtudes de la mujer cristiana: armada con ellas, como una triple coraza, será inaccesible a las seducciones, invencible en los combates de la vida, infatigable en los trabajos. Se la verá ejercer una acción poderosa en la sociedad, obrará maravillas, llenará, en una palabra, la noble misión que Jesucristo le ha confiado en su Iglesia.


“LA MUJER CRISTIANA”


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