Jesucristo hablando de sí mismo dice: Mi alimento es hacer la voluntad del que me
envió (Juan IV, 34.) El alimento en
esta vida mortal nos conserva la vida, y por esto dijo Jesús que hacer la
voluntad de su Padre era su alimento. Tal debe ser también el alimento de
nuestra alma. Nuestra vida está en el
cumplimiento de la voluntad divina (Salmo XXIX, 6.); si no la cumplimos, somos
muertos.
El sabio ha dicho: Los fieles en el amor descansarán en él (Sabiduría III, 9.) Los que son poco fieles en amar a Dios quisieran que Dios
se acomodase a ellos, se conformase a
su voluntad o hiciese todo cuanto
les viniese en deseo. Pero los que
aman a Dios, descansan en él: se
conforman y se acomodan a todo lo que es voluntad del Señor, a todo lo que quiere disponer de ellos y de cuanto les pertenece.
En todas sus tribulaciones, en sus
enfermedades, en sus humillaciones, en la pérdida de sus bienes o de sus
parientes, tienen siempre en la boca y en el corazón aquél Hágase tu voluntad, que es el dicho usual de los santos. Dios no
quiere para nosotros sino lo mejor, esto es, nuestra santificación: Pues esta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación (I Timoteo IV, 8.) Procuremos, pues, aquietar nuestra
voluntad uniéndola siempre a la de Dios, y asimismo procuremos aquietar el entendimiento,
pensando que todo lo que hace el Señor
es lo mejor para nosotros. Los que no
obran así, no gozarán jamás de paz verdadera.
Toda la perfección que nos es dado conseguir
en esta tierra de prueba y, por consiguiente, lugar de penas y de afanes, es
sufrir con paciencia todo lo que puede contrariar a nuestro amor propio; y para
sufrirlo con paciencia, el mejor medio es querer sufrirlo todo para hacer la
voluntad de Dios: Acomódate pues a él y tendrás
paz. El que se somete a la divina voluntad goza siempre de paz, y nada de
cuanto le acontece le aflige (Proverbios XII, 21.) Pues, ¿por
qué el justo no se aflige jamás en sus adversidades? Porque sabe que cuanto
le sucede en este mundo es por disposición de Dios.
La resignación a la voluntad divina despunta,
digámoslo así, todas las espinas, y quita el amargor a todas las tribulaciones
de la vida. Un cántico devoto, hablando de la voluntad divina, dice así:
Tú
de cruces haces dichas,
Tú
tornas dulce la muerte;
Quien
contigo unirse sabe
Cruces
ni temor no tiene.
¡Oh
tú, voluntad divina
Cuán
digna de mi amor eres!
Para encontrar la paz en medio de las
contrariedades de este mundo, ved ahí lo que nos aconseja San Pedro: Echad sobre él toda
vuestra solicitud, porque él tiene cuidado de vosotros (I Pedro V, 7.) Así,
pues, habiendo un Dios que se encarga del cuidado de nuestra felicidad, ¿por qué nos afanamos con tanta solicitud
como si nuestro bien dependiera de nuestros cuidados, y no nos abandonamos en
las manos de Dios de quien todo depende? David dice: Arroja
sobre el Señor tu cuidado, y él te sustentará (Salmo LIV, 23.)
Atendamos, pues, a
obedecer a, Dios en todo lo que nos aconseja y nos manda, y después dejémosle a
él el cuidado de nuestra salvación, y nos suministrará por sí mismo los medios
necesarios para salvarnos. Los que ponen toda la confianza
en Dios tienen asegurada la salvación: Será tu alma para salud, porque
tuviste confianza en mí (Jeremías XXXIX,
13.)
En fin, el que hace la voluntad de Dios
entrará en el paraíso, y el que no la cumple no entrará. Algunas personas
esperan salvarse practicando ciertas devociones y ciertas obras exteriores de
piedad, y entre tanto dejan de hacer la voluntad de Dios. Pero Jesucristo ha dicho: No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en
el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre (Mateo VII,
21.)
Por tanto, si queremos salvarnos y adquirir
la perfecta unión con Dios, dirijámosle a menudo esta oración de David: Enséñame,
Señor, a hacer tu voluntad (Salmo CXLIII, 10.) Y entre tanto despojémonos de nuestra propia voluntad,
y démosla toda a Dios sin reserva. Cuando damos a Dios nuestros bienes por medio de la
limosna, nuestra comida por Medio del ayuno, nuestra sangre por medio de
nuestras disciplinas, le damos lo que está en nuestro poder; pero cuando le
damos nuestra voluntad, le hacemos entrega de todo nuestro ser.
El que da al Señor toda su voluntad puede
decirle: Señor, después de haberos
entregado mi voluntad, nada me queda que daros. El sacrificio de nuestra
propia voluntad es el más grato que podemos ofrecer a Dios, y Dios es pródigo
en conceder sus gracias los que le hacen este sacrificio.
Mas para que sea perfecto, es menester
llenar estas dos condiciones: que el
sacrificio sea sin reserva, y que sea constante. Algunos entregan su
voluntad al Señor, pero con reserva:
semejante don no puede menos de ser
poco agradable a Dios. Otros le
entregan su voluntad, pero a poco
tiempo vuelven a tomarla: estos
tales se ponen en peligro de ser abandonados de Dios. Para evitarlo, es necesario que todos nuestros esfuerzos, deseos y oraciones se dirijan a obtener de Dios la perseverancia en no tener más voluntad que la suya.
Renovemos al Señor todos los días la
renuncia completa de nuestra voluntad; y entre tanto, guardémonos de desear
buscar cosa alguna fuera de lo que Dios quiere, y así cesarán en nosotros las
pasiones, los deseos, los temores y todos los afectos desordenados.
Sor Margarita de la Cruz, hija del emperador Maximiliano,
religiosa descalza de Santa Clara, cuando quedó ciega exclamó: ¿Por qué he de
desear yo ver, ya que Dios quiere que no vea?
¡Oh Dios de mi alma!
Recibid el sacrificio de mi entera voluntad y de toda mi libertad. Merezco que no
me escuchéis, y que rehuséis el presente que os hago, ya que os he sido tantas
veces infiel; pero conozco ahora que me ordenáis de nuevo que os ame de todo
corazón, así que de este modo me cabe la certidumbre de que aceptáis mi amor.
Yo me resigno humildemente hacer vuestra voluntad: dadme a conocer lo que queréis de mí, y yo lo cumpliré todo por
agradaros.
Haced que os ame: después disponed a vuestro gusto de cuanto poseo, y de mí mismo. En
vuestras manos estoy, Señor, disponed lo que juzgaréis más conveniente para mi
salvación eterna. Declaro que no quiero amar en este mundo más que a vos solo y
nada más. Madre de Dios, alcanzadme la santa perseverancia.
Mi
Jesús, amado mío,
Yo
no quiero otro que A ti;
Todo
A ti me doy, Señor,
Haz
lo que quieras de mí.
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