Debemos conformamos con la voluntad de Dios en la adversidad
como en la prosperidad.
La perfección de esta virtud exige que
nuestra voluntad esté unida a la de Dios en todos los sucesos de nuestra vida,
ya sean prósperos, ya adversos. Cuando se trata de sucesos prósperos, hasta los
pecadores saben aceptar gustosos las disposiciones de Dios; pero los Santos
saben identificarse con su voluntad santísima aun en las cosas adversas y
contrarias a su amor propio; en éstas es donde se aquilata nuestra virtud y se
aprecia el valor de nuestra perfección. Decía el B Padre
Juan de Ávila “que vale más en la
adversidad un gracias a Dios, un bendito sea Dios, que seis mil gracias de
bendiciones en la prosperidad”.
Además, no sólo debemos recibir con
resignación los trabajos que directamente nos vienen de la mano de Dios, como
las enfermedades, las desolaciones de espíritu, la pobreza, la muerte de los
parientes, sino también las que nos vienen por medio de los hombres, como son los
desprecios, las calumnias, las injusticias, los hurtos y toda suerte de
persecuciones. No debemos perder de vista que cuando alguno nos ofende en la
fama, en la honra o en la hacienda, si bien Dios no aprueba el pecado del
ofensor, quiere, esto no obstante, nuestra humillación, nuestra mortificación y
pobreza. Es cierto, y de fe, que nada sucede en el mundo sino por voluntad y
permisión de Dios. Yo soy el Señor, dice
por Isaías, que formó la luz y creó las tinieblas; yo soy el que
hago la paz y envío los castigos (Is., XLV, 6). De la mano de Dios nos
vienen todos los bienes y todos los males, es decir, las cosas que nos molestan
y que falsamente llamamos males: porque en realidad son bienes, cuando las
aceptamos como venidas de parte del Señor. ¿Descargará
alguna calamidad sobre la ciudad, pregunta el profeta Amós, que no sea por
disposición del Señor? (III, 6). De Dios vienen los bienes y los males, había
ya dicho el Sabio, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza (Eccli., XI,
14).
Verdad es, como acabamos de decir, que
cuando un hombre te ofende injustamente, Dios no quiere el pecado que el otro
comete, ni aprueba la malicia de su voluntad, aunque el Señor presta su general
concurso a la acción material del que te injuria, te roba o te hiere; por tanto,
el trabajo que padeces ciertamente lo quiere Dios y por su mano te lo envía. Por eso dijo el Señor a David que Él
era el autor de las injurias que debía causarle Absalón, hasta el
punto de quitarles en su presencia a sus mujeres, en castigo de sus pecados.
Yo, le dijo el Señor, haré salir de tu
propia casa los desastres contra ti, y te quitaré tus mujeres delante de tus
ojos, y dárselas a otro (II Reg., XII, 1). También predice a los hebreos que, en justo castigo de sus iniquidades,
lanzará contra ellos a los asirios, para que los despojen y arruinen. ¡Ay de
Asur! , dice el Señor por Isaías, vara y bastón de mi furor, enviarle he contra un
pueblo fementido, y daréle mis órdenes para que se lleve sus despojos, y le
entregue al saqueo y le reduzca a ser pisado como el polvo de las plazas (Is.,
X, 5). La impiedad de los asirios era como un hacha en manos de Dios para
castigar a los israelitas. Y el mismo Jesucristo dijo a San Pedro que su Pasión
y Muerte no tanto le venía de la malicia de los hombres, como de la voluntad de
su Padre, El cáliz que me ha dado mi Padre, le dijo, ¿he de dejar yo de
beberlo? (Jo., XVIII, 11).
Cuando
el mensajero (algunos quieren que sea un demonio) fue a anunciar al santo Job que los
sabeos le habían robado toda su hacienda y que habían sido muertos todos sus
hijos, ¿qué respondió? Estas muy expresivas palabras: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó (Job., I, 21). No dijo, el
Señor me ha dado los bienes y los hijos, y los sabeos me los quitaron; sino
que, con mejor acuerdo, dijo: “El Señor
me los dio, el Señor me los quitó”; porque sabía muy bien que la pérdida
sufrida era conforme a su soberana voluntad, y por eso añadió: Se ha hecho lo que es de su agrado; bendito
sea el nombre del Señor.
Por consiguiente, los trabajos que pesan sobre
nosotros debemos mirarlos, no como cosas que suceden al acaso y por la sola
malicia de los hombres, sino que debemos estar persuadidos de que cuanto sucede
es por voluntad de Dios. “Todo cuanto
nos acaece contra nuestra voluntad, dice San Agustín, hemos de convencernos que todo sucede por
voluntad de Dios”. Cuando Atón y Epicteto, preclaros mártires de Jesucristo, eran
torturados por el tirano con uñas de hierro, que araban sus carnes, y teas
encendidas que abrasaban su cuerpo, no decían más que estas palabras:
“Cúmplase, Señor, en nosotros tu santísima voluntad”. Y cuando llegaron al
lugar del último suplicio, alzando la voz, añadieron: “Bendito seas, Dios
eterno, porque nos ha dado la gracia de que se cumpla por entero en nosotros tu
voluntad”.
Refiere Cesáreo que en
cierto monasterio había un monje que, no obstante llevar vida ordinaria y no
más austera que los demás, había alcanzado tal grado de santidad, que con sólo
tocar sus vestiduras sanaban los enfermos. Maravillado el Superior de lo que
veía, llamólo un día aparte, y le preguntó por la causa de hacer Dios por él
tantos milagros, siendo así que no llevaba vida más santa y ejemplar que los
otros. “Tampoco dejo yo de maravillarme, respondió
el monje, de lo que hago”. —Pero, ¿cuáles son tus devociones y
penitencias, tornó a preguntar el Abad? A lo que el
buen religioso contestó, que bien poco o nada era lo que hacía; pero tenía
particular empeño en conformarse en todo con la voluntad de Dios, y que el
Señor le había otorgado la singular merced de abandonarse en manos del querer
de Dios. Ni las cosas prósperas me levantan ni las adversas me abaten, porque
yo las recibo todas como venidas de las manos de Dios, y a este fin enderezo
mis oraciones, esto es, para que se cumpla en mí toda su perfección santísima. —Pero,
¿no te turbaste e inquietaste el otro día, prosiguió preguntando el Superior,
cuando aquel caballero, nuestro contrario, nos arrebató los medios de
subsistencia pegando fuego a nuestra granja donde teníamos nuestro trigo y
nuestra hacienda? —No, Padre mío, replicó el monje,
antes di gracias al Señor, como acostumbro hacerlo en semejantes casos,
sabiendo como sé que todo lo hace o permite para su mayor gloria y para nuestro
mayor provecho, y de esta suerte vivo siempre contento en todos los sucesos de
la vida. Después de oír
estas palabras, ya no se maravilló el Abad que obrase tan grandes milagros
aquella alma que tan identificada estaba con la voluntad de Dios.
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