El hombre irá a la morada de la eternidad. Es un error llamar nuestra casa a la que al
presente habitamos: la casa de nuestro
cuerpo será dentro de poco una sepultura donde habrá de estar hasta el día del
juicio, y la casa de nuestra alma será o el cielo o el infierno, según hayan
sido nuestros méritos, y allí deberá estar por toda la eternidad.
No irán nuestros cadáveres por sí mismos a
la sepultura, otros los llevarán; pero el alma ella misma pasará a la morada
que habrá merecido: morada de eterno gozo o de eterno dolor. Según el bien o el
mal que hace el hombre, así él va por su pie á, la casa del cielo o a la del
infierno, y ya no se muda más de casa.
Los que viven en la tierra suelen cambiar de
habitación, sea por capricho, sea por necesidad. En la eternidad nunca se muda
de casa. En donde se entra por primera
vez, allí se ha de habitar para siempre. El que entre en el cielo será
dichoso para siempre; el que entre en el infierno será eternamente desdichado.
El que entre en el cielo estará siempre en compañía
de Dios y de los santos, siempre en paz, siempre contento, porque los elegidos
están siempre rebosando de gozo sin temor de perderlo jamás. Si en los bienaventurados
entrase el temor de perder aquella dicha
que gozan, ya no serían bienaventurados, porque la sola sospecha de perder
aquel gozo que poseen les perturbaría la paz en que viven. Al contrario, los
que entran en el infierno estarán eternamente separados de Dios, siempre penando
en aquel fuego con los condenados.
No
penséis que los tormentos del infierno sean semejantes a los que se padecen en este
mundo, donde con acostumbrarse se va disminuyendo la pena. Así como las
delicias del paraíso no causarán jamás tedio, sino que parecerán siempre nuevas
como el primer día de gozarlas, según lo significa el cántico eterno de los
bienaventurados: Y cantaban como un
cántico nuevo. Así por el contrario, en el infierno las penas no se
disminuirán en toda la eternidad; ninguna costumbre podrá jamás aliviarlas.
Los infelices réprobos sentirán por toda la
eternidad el mismo tormento que sintieron la primera vez que quedaron sometidos a ellas.
San Agustín dice que los que creen en la
eternidad y no se convierten a Dios, han perdido la fe o el juicio
Desdichado
del pecador que entra en la eternidad, sin haberla conocido, exclama San Cesáreo,
y que ha descuidado pensar en ella. Y añade después: Dos veces desdichados en
primer lugar porque caen en aquel abismo de fuego; y después, porque una vez
que habrán entrado, no volverán a salir de él. Las puertas del infierno se
abren para dar entrada a las almas de los condenados; pero no para darles salida.
No:
los santos no han hecho jamás bastante para su salvación: sepultándose en los
yermos, alimentándose con yerbas del campo, durmiendo sobre duras piedras, no
han hecho nada demás, dice San Bernardo, porque no hay demasiada seguridad donde
peligre la eternidad; cuando se trata de la eternidad, jamás se toman bastantes
precauciones.
Así pues, cuando el Señor nos envía alguna
cruz con la enfermedad, con la pobreza, o con otro cualquier mal, pensemos en
el infierno que tenemos merecido, y todos nuestros sufrimientos nos parecerán
ligeros. Digamos entonces con Job: Peque y de veras delinquí, y no he sido
castigado como merecía. ¿Cómo podré
yo quejarme cuando me enviéis, Señor, algunas tribulaciones, yo que he merecido
el infierno?
¡Oh Jesús
mío! no me arrojéis al infierno, porque en el infierno ya no podría amaros, sino
que habría de aborreceros para siempre.
Privadme,
Señor, de todo, de los bienes, de la salud, de la vida, pero no me privéis de
vuestro amor. Disponed que os ame y os alabe, y después castigadme siempre, y
haced de mi lo que cumpla a vuestra voluntad. ¡Oh Virgen María! madre de Dios, interceded
por mí.
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