Excelencia de esta virtud
Toda nuestra perfección está cifrada en amar
a nuestro amabilísimo Dios, según aquello de San Pablo: Tened caridad, que
es vínculo de perfección (Col., III, 14). Pero toda la perfección del amor
está fundada en conformar nuestra voluntad con la voluntad de Dios; porque este
es el efecto principal del Amor, dice San Dionisio
Areopagita, unir la voluntad de los amantes de suerte que no tengan más
que un solo querer y no querer. Por consiguiente, tanto más amará el alma a
Dios cuanto más unida esté con su divina voluntad. Verdad, es que agradan al
Señor las mortificaciones, las meditaciones, las comunicaciones, las obras de
caridad que ejercitamos con el prójimo; pero solamente cuando están conformes
con su voluntad santísima; de lo contrario, lejos de ser de su agrado, las
detesta y las juzga dignas de castigo.
Si un amo tuviera dos criados y uno de ellos
trabajara sin tregua ni descanso, pero siempre a su gusto y según su capricho,
y el otro, aunque se afanara menos, se esmerase en hacerlo todo conforme a la obediencia,
a buen seguro que el amo tuviera en más aprecio al segundo que al primero. Si
nuestras obras no están hechas según el beneplácito del Señor, ¿cómo podrán redundar en gloria suya? No
quiere Dios los sacrificios, sino que se acate su santísima voluntad. ¿Por ventura el Señor, dijo Samuel a Saúl,
no estima más que los holocaustos y las víctimas el que se obedezca a su voz?
Es como crimen de idolatría el no querer
sujetarse al Señor (1 Reg., XV, 22. (2) Hebr. X, 5).
El hombre que quiere obrar por propio
antojo, con independencia de Dios, comete una especie de idolatría, porque en
este caso, en vez de adorar la voluntad de Dios, adora en cierto modo la suya.
Añádase a esto que la mayor gloria que
podemos dar a Dios es cumplir en todo su santísima voluntad. Esto de buscar la
gloria de su Padre, fue lo que principalmente vino a enseñar con su ejemplo
nuestro Redentor, cuando del cielo bajó a la tierra. Al entrar en el mundo,
según el Apóstol, se expresó de esta manera: Tú no has querido sacrificio, ni ofrenda; más a mí me has apropiado un
cuerpo... Entonces dije. Heme aquí que vengo... para cumplir, ¡oh Dios!, tu
voluntad. Has rehusado las víctimas que los hombres te ofrecían; ya que es tu
voluntad que te sacrifique el cuerpo que me has dado, pronto estoy a cumplirla.
Y no pocas veces aseguró que había bajado a la tierra, no para hacer su
voluntad, sino la de su eterno Padre. He bajado del cielo, ha dicho por San Juan, no
para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me envió (Joan, VI, 38).
Y para que el mundo entendiese el amor inmenso que tenía a su Padre, se
ofreció, por sujetarse a su voluntad, a padecer muerte de cruz para salvarnos
Esto cabalmente fue lo que dijo cuando en el Huerto salió al encuentro de sus
enemigos que iban a prenderlo para conducirlo a la muerte. Para que conozca el
mundo, dijo, que amo a mi Padre y que cumplo con lo que me ha mandado,
levantaos y vamos (Ibid. XIV, 31). Y dijo también que solamente reconocería por
hermanos suyos a los que cumpliesen su voluntad divina. Aquel que hiciese la
voluntad de mi padre..., éste es mi hermano (Math., XII, 50).
Todos los santos, convencidos de que en ello
estaba cifrada la perfección cristiana, han puesto su afán y todo su intento en
cumplir la voluntad de Dios. Decía el B. Enrique Susón “que Dios no
exigía de nosotros que tuviéramos abundantes luces, sino que en todo nos
sometiésemos a su voluntad”. Y Santa Teresa
añade: “Toda la pretensión de
quien comienza oración... ha de ser trabajar y determinarse y disponerse a
hacer su voluntad, conformar con la de Dios. En esto consiste toda la mayor
perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual. Quien más
perfectamente tuviere esto, más recibirá del Señor y más adelante está en este
camino (Moradas 2).” La B. Estefanía de
Soncino, religiosa dominica, fue un día trasladada en admirable visión
al cielo, y vió las almas de algunos difuntos, que ella había conocido,
sentadas entre los serafines, y le fue revelado que aquellas almas habían sido
levantadas a tan alto grado de gloria porque mientras vivieron en la tierra
habían estado íntimamente unidas a la voluntad de Dios. El B Enrique Susón también decía: “Prefiero
ser el más vil gusanillo de la tierra por voluntad de Dios, que serafín en el
cielo por mi propia voluntad.”
Mientras vivimos en el mundo, debemos
aprender de los santos del cielo a amar a Dios. El amor puro y perfecto que los
bienaventurados tienen en la gloria los inclina a conformar en todo su voluntad
con la del Señor. Si los serafines entendieran que era voluntad de Dios el que
se ocuparan por toda la eternidad en amontonar las arenas de las riberas del
mar o en cultivar los jardines de la tierra, en ello pondrían todo su placer y
todo su contento. Aún más; si Dios les manifestase que era de su agrado que se
arrojaran al fuego abrasador del infierno, inmediatamente se arrojarían a aquel
abismo sin fondo, para hacer la voluntad de Dios. Por esto Jesucristo nos enseñó a pedir la gracia de cumplir su voluntad
en la tierra, como lo hacen los bienaventurados en el cielo, diciendo: Hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
El
Señor llamó a David hombre según su corazón, porque ejecutaba lo que
entendía era de su agrado. He hallado a David, dice, hombre conforme a mi
corazón, que cumplirá todos mis preceptos (Act., XIII, 22).
En efecto, el Santo Rey estaba siempre
dispuesto a seguir la voluntad divina, como él mismo lo asegura cuando dice:
Dispuesto está mi corazón, Dios mío, mi corazón está dispuesto (Ps., LXI, 8). Y
no cesaba de pedir al Señor que le enseñase a cumplir su voluntad. Enséñame a
hacer tu voluntad (Ps., CXLII). Un solo acto de
perfecta conformidad con la voluntad de Dios basta para santificar un alma.
Cuando San Pablo perseguía a la Iglesia, le iluminó Jesucristo y lo convirtió.
Para conseguirlo, ¿qué es lo que hizo
San Pablo? ¿Qué es lo que dijo? No hizo más que ofrecerse a cumplir la voluntad
de Dios. Señor, dijo, ¿qué quieres que haga? (Act., IX, 6). Y en aquel mismo instante le proclamó
Jesucristo vaso de elección y apóstol de los gentiles. Ese mismo es ya un
instrumento elegido por mí para llevar mi nombre delante de todas las gentes
(Ibid., 15).
Y esto no es de maravillar, porque el que da
a Dios su voluntad, se lo da todo; el que da limosnas da al Señor parte de sus
bienes; el que se mortifica le da su sangre; el que ayuna le ofrece su
alimento; pero el que le entrega su voluntad le da no sólo parte de lo que
tiene, sino que se lo da todo. Entonces puede con toda verdad decirle: Pobre
soy, Dios mío, pero os doy todo lo que poseo, porque dándoos mi voluntad no
tengo más que daros. Esto es justamente todo lo que el Señor pide de nosotros: Hijo mío, nos dice, dame tu corazón (Prov.,
XXIII, 26); esto es: tu voluntad. Dice San Agustín que no podemos hacer ofrenda más agradable a Dios que
decirle: Tomad, Señor, posesión de mí, os doy toda mi voluntad; dadme a
entender lo que de mí queréis, que pronto estoy a ejecutarlo.
Si queremos colmar los deseos del corazón de
Dios, procuremos en todo conformarnos con su santísima voluntad; y no sólo
debemos conformarnos, sino también identificar nuestra voluntad con la suya;
conformar nuestra voluntad con la de Dios es unir la nuestra con la suya; pero
el identificarnos con ella exige más, exige que de la voluntad de Dios y de la
nuestra hagamos una sola, de suerte que no queramos más que lo que Dios quiere,
y nuestra voluntad sea la voluntad de Dios.
Esto
es lo más subido de la perfección a la cual debemos siempre aspirar. A esto
debemos enderezar todos nuestros deseos, todas nuestras meditaciones y
plegarias. Esto es lo que debemos pedir por intercesión de nuestros Santos
Patronos, por medio de nuestros Ángeles Custodios, y sobre todo por mediación
de María, Madre de Jesús, la cual fue más perfecta que todos los Santos, porque
estuvo unida con más perfección que ellos a la voluntad de Dios.
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