Hermosa como pocas,
Tais de Egipto fue la prostituta más reclamada de su tiempo. Convertida por el
abad Pafnucio, dedicó sus últimos días a la penitencia y oración. Un elocuente
ejemplo de la vida de los cristianos de los primeros tiempos. Está claro que el
reino de los Cielos no pide antecedentes de honorabilidad antes de abrir sus
puertas.
Fue
Tais una prostituta de extraordinaria belleza. En el libro titulado Vidas de
los Padres se lee que muchos hombres acabaron en suma pobreza tras vender sus
haciendas y emplear todo su dinero en satisfacer los caprichos de esta mujer,
ante cuya casa corría a menudo la sangre, porque los jóvenes, celosos unos de
otros, se disputaban su amor y entablaban frecuentemente entre sí duelos y
peleas.
Cuenta
en su cándido latín Roswita que el abad Pafnucio, que había oído hablar de
estos escándalos, estaba triste al ver las almas que caían en las redes de la
cortesana alejandrina; pero he aquí que deja su túnica de piel de oveja y su
cilicio metálico, derrama sobre su cabeza el bálsamo hecho de resinas y flores
maceradas, cubre su cuerpo con una brillante túnica de escarlata, se echa al
cuello una cadena de oro, y apoyándose en su bastón de puño de marfil, emprende
la marcha en dirección a la ciudad.
Tais
vive en la inmensa plaza donde se juntan las dos calles principales, de sesenta
metros de anchura. Su casa es elegante y señorial: pórtico de columnas y
capiteles, amplio peristilo, en cuyo centro se esconden, entre palmeras,
deliciosos rincones adornados y perfumados por los rosales, los terebintos y
los miosotis; largos senderos de mullidas alfombras polícromas, lo más
exquisito de las fábricas de Egipto y Capadocia. Pafnucio los pisa confiado,
como si no hubiera pasado lo mejor de su vida lejos del contacto con los
hombres. Una fuerza interior le guía. No ha dudado, ni ha temblado siquiera cuando
poco antes de pisar los umbrales, unos muchachos le han ponderado la seducción
irresistible de la cortesana.
Entrando en la morada, como si hubiese ido
allí a pecar, entregó una moneda de oro a la ramera. Esta recibió el dinero y
dijo a Pafnucio:
–Vamos a mi dormitorio.
Al pasar a la habitación, Pafnucio dijo a
Tais:
–No me gusta este sitio. ¿No hay en esta
casa otro más íntimo y reservado?
Tais llevó a Pafnucio a otra estancia y a
otra, y a otra, porque en cuanto entraban en alguna de ellas Pafnucio
invariablemente repetía lo mismo:
–Este cuarto no me agrada. ¿No tienes algún
otro más secreto en que podamos estar sin que nadie nos vea?
Cuando ya habían recorrido varias
habitaciones, Tais dijo a Pafnucio:
–Pues ya no nos queda por ver más que un
lugar de esta vivienda en el que jamás entra nadie; pero no nos va a valer;
porque si lo que pretendes es que nadie nos vea, ni siquiera Dios, pretendes
algo imposible, ya que no hay en todo el mundo escondrijo alguno, por muy
oculto que parezca, a donde los ojos de Dios no lleguen.
Pafnucio, al oír esto, exclamó:
–¡Ah!
¿De modo que tú crees en Dios y sabes que existe?
Tais respondió:
–Claro
que creo en Dios y que sé que existe; como también sé que existen la vida
futura, el reino de los cielos y tormentos para los pecadores.
–Y sabiendo esas cosas –inquirió Pafnucio–,
¿cómo es posible que estés contribuyendo a la perdición de tantas almas?
¿Ignoras acaso que tendrás que dar cuenta al Señor no sólo de ti, sino también
de todos cuantos por tu culpa tal vez se hayan descarriado?
En oyendo esto, Tais se arrojó a los pies
del abad Pafnucio y deshecha en lágrimas, dijo:
–¡Oh padre!
Yo sé que existe la posibilidad de borrar los efectos de mi mala vida con la
penitencia. Cierto que estoy en una situación horrible; pero si tú me ayudas
puedo salir de ella. Concédeme, por favor, un plazo de tres días para arreglar
algunas cosas; yo te prometo que después iré a donde digas y haré lo que me
ordenes.
El abad accedió a la demanda y le indicó el
sitio en que habían de verse tres días más tarde. La pecadora, inmediatamente,
recogió sus enseres, riquezas y cuanto había obtenido durante su vida con el
comercio de su cuerpo, lo amontonó en la plaza principal de la ciudad y prendió
fuego a todo aquello en presencia de muchísimas personas que asistieron
curiosas al espectáculo. Mientras sus muebles, ropas y alhajas ardían, Tais decía
a voces:
–¡Eh! ¡Vosotros, todos los que habéis pecado
conmigo! ¡Venid y ved cómo quemo todo lo que me habéis dado!
Unas cuatrocientas libras de oro valían
aproximadamente los objetos que en aquella ocasión quemó. En cuanto quedaron
reducidos a pavesas, la hasta entonces pecadora marchó al lugar previamente
convenido con el abad. Este la condujo a un monasterio de monjas situado en el
desierto, y la recluyó en una angosta celda cuya puerta cerró por fuera con
precintos de plomo. La pequeña dependencia en que Tais quedó encerrada no tenía
más comunicación con el exterior que una reducida ventanilla a través de la
cual, por disposición de Pafnucio, se pasaría
a la reclusa diariamente una módica ración de pan y agua.
Cuando el anciano iba a retirarse, Tais le
preguntó:
–Padre, al hacer mis necesidades naturales,
¿a dónde tiraré los excrementos y orines?
El abad respondió:
–Déjalos contigo; esa es la compañía que
mereces.
Tais hizo a Pafnucio una última
pregunta:
–¿Cómo
debo adorar a Dios?
Pafnucio le respondió:
–Puesto que no eres digna de pronunciar su
nombre ni de invocar con tus labios a la Trinidad ni de extender tus manos
hacia el cielo, porque tu boca está llena de iniquidad y tus manos se hallan
repletas de inmundicias, limítate a volverte hacia oriente y decir una y otra
vez y muchas cada día: “Tú que me has creado, ten misericordia de mí”.
Tres años después Pafnucio se compadeció de
la reclusa y se fue a visitar al abad Antonio para preguntarle si a su juicio
Dios habría perdonado ya a la penitente. Antonio, tras oír el relato que
Pafnucio le hiciera, reunió a sus monjes y les dijo:
–Esta noche no os acostéis: permaneced en
vuestras celdas orando hasta que amanezca.
Antonio abrigaba la confianza de que el
Señor, durante aquella vigilia, revelaría a alguno de sus religiosos algo que
le permitiera responder acertadamente a la consulta que Pafnucio le había
hecho. Los monjes, por supuesto, no
sabían de qué se trataba, pero obedientes, no se acostaron, sino que pasaron la
noche entera en oración; uno de ellos, el abad Pablo, el más aventajado
discípulo de Antonio, durante la vigilia tuvo un éxtasis y vio lo siguiente: las puertas del cielo se abrían; en medio de
él había un lecho muy engalanado y al lado del mismo tres hermosísimas
doncellas que representaban, respectivamente: una, el temor a las penas
futuras, gracias al cual alguien se había apartado del mal camino que llevaba;
otra, el arrepentimiento, por cuya virtud la persona que se había apartado del
mal había obtenido el perdón de sus pasadas culpas; otra, el amor a la
justicia, merced al cual la persona perdonada tenía ya asegurada su eterna
salvación.
El
abad Pablo, al ver a las tres doncellas y sin entender lo que cada una de ellas
significaba, preguntó al Señor: “¿Pretendes
manifestarme a través de esas tres alegorías que el alma por ellas representada
es la de mi maestro Antonio?”. El Señor le contestó diciéndole: “No, la persona
convertida, perdonada y salvada, representada por estas tres hermosísimas
doncellas, no es tu maestro, el abad Antonio, sino Tais, una mujer que hasta
hace unos años fue ramera”.
A la mañana siguiente Pablo refirió a
Antonio la visión que durante la vigilia había tenido; Antonio a su vez dio
cuenta de ella a Pafnucio, y éste, rebosante de alegría, regresó a su ermita y
en seguida, desde ella, puesto que ya conocía cuál era la divina voluntad al
respecto, se trasladó al monasterio de las monjas, quebró los sellos de los
precintos que tres años antes pusiera en la puerta de la celda de Tais, abrió
la susodicha puerta y dijo a la reclusa:
–¡Sal! El tiempo de tu penitencia ha
terminado.
Tais le respondió:
–Permíteme continuar aquí.
Pafnucio insistió:
–¡Sal! El Señor ya te ha perdonado.
Desde dentro la reclusa manifestó:
–Pongo a Dios por testigo de que lo que voy
a decirte es cierto: tan pronto como me quedé sola, encerrada en esta celda,
hice un recuento minucioso de todos mis pecados, formé con ellos una especie de
fardo que resultó inmensamente voluminoso y, desde entonces hasta ahora, así
como no he dejado ni un solo instante de respirar, así tampoco he cesado de
llorar amargamente al ver la cantidad, enormidad y gravedad de las innumerables
malas acciones que en mi pasada vida he cometido.
– Debes
saber –le aclaró Pafnucio– que, si has sido perdonada, esto no se ha debido
precisamente a la penitencia que has practicado, sino al hecho de haber
conservado vivo en tu alma durante todo este tiempo el santo temor de
Dios.
Acto seguido salió Tais de la celda en que
había permanecido recluida; pero quince días después reposó para siempre en la
paz del Señor.
No lejos del Nilo, en los alrededores de
Antinoé, la ciudad del emperador Adriano, se encontró a principios de este
siglo la tumba de Pafnucio el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco
sayal oscuro y acompañado de las pesadas cadenas con que quiso martirizarse en
la vida. Del cuello le colgaba un collar de hierro sosteniendo una cruz. Bajo
una bóveda cercana reposaba la momia de una mujer. La durmiente había querido
presentarse a Cristo con los mejores atavíos de los días de fiesta, guiada por
aquel mismo pensamiento que hacía decir a San Macario: “Guardo mi vestido nuevo para comparecer delante del Señor."
Viste una túnica inferior de lino, guarnecida en los bordes de una banda de
terciopelo azul con dibujos de flores de un color pálido oscuro. Sobre la
túnica, un manto de lana amarillo, adornado de franjas de seda con medallones,
arabescos y hojas estilizadas de tonos mortecinos. Los pies se esconden en
pequeñas sandalias de cuero, con realces de filigranas doradas, entre las
cuales campea la cruz, y los cabellos en una amplia gasa de color carmín, que
cuelga holgadamente por la espalda. Cubriendo el rostro de la yacente había un
canastillo de mimbre, que nos recuerda la costumbre primitiva de colocar la
sagrada Eucaristía en los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo: “Nadie es más dichoso que aquel que guarda
el cuerpo del Señor en un cestillo de mimbres.” Sus manos sostenían una rosa
de Jericó, la anastásica, la flor que resucita como Jesús, símbolo de la
inmortalidad. Unas tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos
agujeros, descansaban sobre el pecho. Era
un instrumento para llevar la cuenta exacta, de las oraciones: un rosario.
Cerca de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de la
vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos, tocando la
frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico de gloria y de
renovación. A un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas:
“Aquí descansa Tais, la bienaventurada.”
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