sábado, 25 de octubre de 2025

LA ORACIÓN DEL CRISTIANO (Una lección para los estudiantes)

 



   E ¿de dónde vienes Luisito?

   —Papá, vengo de la Iglesia...

   —Lo que me agrada mucho.

   — Me he pasado la mañana pidiéndole a Dios que me saque bien de los exámenes.

   — ¿Y nada más?

   — ¿Qué más quiere Ud. que yo pida? Gracias a Dios y a Ud. nada me falta; eso es lo único que necesito.

   — ¿Y sabes tú acaso si necesitas salir bien de los exámenes?

   — ¡No he de saberlo!

   — Pues mira, hijo, eso es saber demasiado.

   Y para ver si puedo quitarte esa demasía, porque tanto se peca por carta de más como por carta de menos, voy a referirte un episodio de mi vida de joven y de estudiante. Tú sabes perfectamente que mis padres no me dejaron un cuarto, que todo lo que tenemos lo he ganado yo, con la ayuda de Dios, se entiende, ejerciendo mi carrera de medicina; tú sabes que paso por una notabilidad, y en eso de notabilidades te recomiendo andar con cuidado, pues siempre le ronda el orgullo y la vanidad, para nada aconsejables.... Pero, en fin, sea lo que quiera de mi notabilidad, es el hecho que yo he llegado a serlo sólo por  el favor de Dios, si no á sabio, a ser lo que se llama un maestro. Pues esto, poco o mucho que yo he conseguido.

 

   — ¿cómo crees tú que lo he logrado? ¿Te figuras acaso que fué saliendo sobresaliente todos los años?

   — Asi lo creo yo.

   — Pues te equivocas. Mira, yo empecé mi carrera con muchos tufos. Estudiaba poco; pero como tenía buena memoria y viveza ratonil; me lucía en las clases y me calificaban de sobresaliente al final del curso. Con esto me engreí, y me figuraba yo que era un Séneca, de esos Sénecas de ciencia infusa que no necesitan leer un libro, para saberlo todo. ¡Cómo despreciaba yo, en el fondo de mi alma, a mis desgraciados compañeros que no eran tan listos como yo! En esto llegamos al tercer año, y me tocó en suerte un catedrático llamado Don José, de mucha práctica en el Profesorado, hombre muy bueno, aunque con aspectos de severidad que imponían respeto. Me preguntó varias veces en clase, y siempre le contesté con mi acostumbrado desparpajo, con mi soltura de muchacho listo, que a tantos otros había ya deslumbrado. Yo también creí que lo tenía deslumbrado a él; pero, ¡cuál no sería mi sorpresa cuando, al final del curso, vi mi nombre en la lista de los postergados para Septiembre! Lloré, rabié de cólera, mi vanidad se sintió ultrajada hondamente, y no pude contenerme, fui a ver a Don José, y reclamé en términos respetuosos, pero enérgicos, contra aquella disposición arbitraria.

   —Bien— me contestó secamente; — examínese Ud.

   Me examiné, me preguntó no sé qué cosa, me hice un lío; porque perdí los alfileres, conque llevaba prendida la asignatura, y me suspendió. ¡Figúrate tú qué coraje, qué rabia se apoderarían de mí! Estudié todo el verano con ardor, y no fiándome ya de mis fuerzas propias, reclamé las de Dios. Pero mi oración hijo mío, era de este modo: ¡Virgen Santísima que yo salga bien del examen; que reconquiste mi reputación perdida! Hice no sé cuántas promesas a Nuestra Señora para cumplirlas si salía bien; ¡Nada me valió! Llego septiembre, y para mí llegaron nuevas calabazas.

   ¡Quedé anonadado! Tuve que repetir el curso Mis compañeros, aquellos a quienes antes yo despreciaba, me miraban ahora por encima del hombro, más adelantados que yo en la carrera. Me refugié dentro de mí mismo, y estudié de verdad. Aquel año, hijo mío, fué el primer año en que yo empecé a enterarme de lo que es la medicina. Al final del curso comprendí que Don José me habla hecho un favor señaladísimo revolcándome en los exámenes del anterior, y empecé a comprender la vida seriamente, y, lo que más vale, a comprender la religión. Entonces comprendí que mis oraciones no habían sido perfectas y mis promesas vanas, y que Dios sabe lo que nos conviene y nosotros no.

   — Entonces, papá, ¿no se debe pedir a Dios?

   — Constantemente, Hijo mío, constantemente; pero pidiéndole lo que Él nos enseñó a pedirle: que se haga su voluntad, asi en la tierra como en los cielos. Debemos exponerle a Dios nuestras necesidades y nuestros deseos, cuando estos con legítimos y razonables; pero siempre con la coletilla: «¡Dios mío, esto te pido, si me conviene y á Ti te agrada!» Yo le pedí a Dios que me aprobaran, y si me aprueban, es casi seguro que soy toda mi vida un fatuo ignorante. Dios fué, sin duda, el que inspiró a mi catedrático Don José aquella justa severidad que me ha hecho un hombre práctico y entendido en mi arte. Y todo esto, hijo mío, no es más que un símbolo, un lejos de las cosas verdaderamente serias, que no son otras sino las que se refieren a nuestra salvación eterna. Ser sabio o ignorante, ser médico, abogado o mendigo, todo viene a ser igual, y todo es nada al lado de lo realmente interesante que es: SER BUENO EN ESTE MUNDO Y BIENAVENTURADO EN EL OTRO. Esto, esto es lo que yo quiero, hijo mío, que pidas a Dios constantemente.

 

“LECTURA DOMINICAL”

 

 

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