Es inútil que se reúnan
las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No lograrán poner
en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante Aquél
que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por
encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso
salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez
mandamientos de la Ley de Dios.
Con
sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales
e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será
absolutamente inútil todo cuanto se intente.
Precisamente porque el
mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se habla sino
del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra
nación, o de cualquier otro problema terreno materialista.
En el horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios
no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro
resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.
ANTONIO
ROYO MARÍN O.P.
“El
misterio del más allá”
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