En varios de los sermones donde comparece la
figura de Nuestra Señora, Mons. Pie destaca su
carácter de abogada, “madre de la santa esperanza”. La entera
tradición de los Padres y Doctores coincide en que el
amor a María es una señal, la más cierta, de predestinación. La salvación depende de la caridad, y Nuestra Señora es la madre del amor hermoso, mater
pulchrae dilectionis (Eccli 24, 24). Al engendrar a Cristo, dio a luz al
amor divino encarnado, convirtiéndose en madre de la caridad y del amor hermoso
en cuanto principio general. Pero lo es
también con respecto al nacimiento particular de la caridad en el corazón de
cada uno de los hombres.
La
intercesión salvadora de María no se limita tan sólo al plano personal. Es ella
también la que mejor conducirá el mundo entero a Dios, la que llevará de nuevo
a las naciones hasta el corazón de Jesucristo. A una sociedad desde hace
tanto tiempo mutilada, o mejor, decapitada, no será sino ella quien le
devolverá su verdadera cabeza, que es Cristo.
Nuestra
Señora será la mejor consoladora de los buenos en su combate por la realeza
social de su Hijo. La debilidad, observa Pie, se advierte
por doquier, en los individuos, en los pueblos, e incluso entre los mismos
católicos. Es cierto que el número de los perversos es ingente, mucho mayor que
en otras épocas. Sin embargo, los malvados constituyen un pequeño número en
comparación con los débiles. Y lo que resulta espantoso es que la debilidad
está en las inteligencias más aún que en las voluntades y en el carácter; o
mejor, las voluntades están sin fuerza, sin decisión, porque las inteligencias
carecen de luz, de convicción. “Nuestro tiempo
tiene la pretensión de ser el tiempo de los espíritus fuertes; la historia lo
llamará el tiempo de los espíritus débiles. La «pusilanimidad»,
tal es justamente la palabra adecuada. Las almas son pequeñas, sin altura, sin
amplitud, sin anchura, sin profundidad; carecen de firmeza, de consistencia.”
Pues bien, frente al espectáculo de esta
multitud de cobardes, Pie clama con toda su alma:
Sancta
María, juva pusillanimes (Santa María, ayuda a los pusilánimes),
pidiéndole que venga en ayuda de este mundo de apocados. Ella, que ha dado a
luz al Verbo, que es el poder y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 24), hará
que Cristo habite por la fe en nuestros corazones (cf. Ef 3, 17); y “un alma ya
no es pequeña, ya no es estrecha, ya no es débil; es grande, es amplia, es
fuerte cuando lleva a Cristo en sí misma”.
Asimismo suplica Pie a Nuestra Señora: refove flebiles (reanima a los desanimados),
refiriéndose a los católicos decaídos. “¿Qué hacemos desde hace varios años sino
lanzar suspiros?”. La lucha es por cierto sumamente ardua; el mundo
se goza -mundus gaudebit- y nosotros
gemimos -vos autem contristabimini (Job
16,20)-; de ahí que sea más necesario que nunca tener aliento largo para
soportar y para sufrir
con paciencia. No en vano
dijo Cristo: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5,
5). Y ninguno mejor que Nuestra Señora para
consolar abundantemente a los que lloran en la batalla.
Que socorra también a los desgraciados -sucurre miseris-, es decir, al mundo
entero. “Yo sé que los que inventaron la
deificación de la humanidad no toleran que se dude de su satisfacción y de su
bienestar. La divinidad no es compatible con la miseria; y si el mundo es Dios,
resulta lógico proclamar que el mundo es feliz. Pero la respuesta a esta
pretensión está escrita en los libros santos: «Pueblo mío, dice el Señor, los que te
declaran bienaventurado», por tanto, los que te deifican, «ésos te
engañan»: Popule meus, qui te
beatum dicunt, ipsi decipiunt (Is 3, 12).” El mundo moderno es profundamente
desgraciado, aunque se esmere por afirmar lo contrario. Los más infelices de
todos son los que no sienten su infelicidad, los que se pavonean en su
desamparo. La mayor calamidad de nuestro tiempo es que los hombres modernos
“siendo realmente desgraciados,
miserables, pobres, ciegos, desnudos, se jactan de ser ricos y opulentos, de
estar provistos de todo (cf. Ap. 3, 17) [...] Oh María, ven en ayuda de estos infortunados
que no tienen conciencia de su propia miseria; ábreles los ojos sobre ellos
mismos: Sucurre miseris”.
Que socorra finalmente a los restos supérstites de la
Cristiandad: Ora pro populo (Ruega por tu pueblo). En el lenguaje de
la Iglesia, observa Pie, el pueblo fiel no es sólo un grupo de
individuos, sino el concierto de las naciones cristianas, la “respublica
christiana”, aquello que David había profetizado al hablar de la unión
entre los pueblos y los reyes al servicio de un único Señor: In conveniendo papulos
in unum et reges ut serviant Domino (“Encontrándose pueblos y reyes para servir al Señor”, Ps 101, 23). Pues
bien, a pesar de que Cristo sea ese Rey en torno al cual deben congregarse los
pueblos y sus reyes respectivos, hoy existen pueblos infieles, naciones apóstatas, y los
hombres de nuestro siglo no sólo se glorían de haber extirpado el cristianismo
social, sino que intentan destruir incluso su clave de bóveda, para que no
quede siquiera el recuerdo de la antigua Cristiandad. Frente a todo esto, Sancta María, ora pro populo, ruega
por la Cristiandad, por los restos del mundo cristiano.
“El
CARDENAL PIE. Lucidez y coraje al servicio de la verdad”
Padre
Alfredo Sáenz S.J. Serie “Héroes y Santos”
GLADIUS
Buenos
Aires
2007
Para que reine Cristo debe reinar María, su Santísima Madre... Al final su Inmaculado Corazón triunfará.
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