lunes, 31 de marzo de 2025

LA INCREDULIDAD – Por el Apostolado de la Buena Prensa – Año 1894.

 



   Es uno de los mayores males de nuestro tiempo, el mayor sin duda de todos los males, la incredulidad, la falta de fe. La humanidad en gran parte no cree en las verdades de la religión, como creían nuestros antepasados. Este gravísimo mal lo consideran naturalmente los impíos, como uno de sus más gloriosos triunfos. Uno de ellos lo ha dicho: “Paso ya la edad de la fe, y ha empezado la edad de la razón”.

 

   Pero, ¿cuál es la causa de esta incredulidad tan generalizada? Según los impíos, es que las gentes se han convencido de que la Religión es falsa. Mas esto es fácil decirlo, pero imposible probarlo. Por el contrario, basta estudiar un poquito, nada más que un poquito, para convencerse de que nunca, como en nuestro tiempo, abundan las pruebas de la veracidad de la Religión. Eso que se llama ciencia, moderna, en todo lo que tiene de verdadera ciencia, está lleno de pruebas y demostraciones concluyentes a favor de la fe. El descubrimiento y estudio de las leyes naturales es una demostración evidente de la existencia de las leyes sobrenaturales. La grandeza del cosmos, revelada por la astronomía, es como una revelación nueva sorprendente y avasalladora de la grandeza de Dios, y de su providencia adorable. El microscopio nos muestra que en lo indefinidamente pequeño, no es Dios menos grande que en lo indefinidamente grande de la naturaleza. La Geología nos comprueba, casi de un modo matemático, la verdad del relato de Moisés, sobre la creación del mundo y del hombre. La historia profana, mejor estudiada que antes, demuestra la exactitud hasta de los menores detalles de la historia sagrada. La Psico-física y la Biología evidencian la unión substancial del alma con el cuerpo. La Meteorología entrevé ya que los vientos y las tempestades están sujetos a ley, como se dice en las Santas Escrituras. Todas las ciencias y estudios modernos comprueban más o menos la verdad de nuestra Santa Religión. Y los hombres de ciencia más esclarecidos de nuestro tiempo, muchos son católicos fervorosísimos. Sólo los charlatanes y eruditos alardean de impiedad, a nombre de la ciencia.

 

   No, no es la ciencia la causa de la incredulidad dominante. La causa es el vicio; son las pasiones desenfrenadas. No es que la edad de la razón haya sucedido a la edad de la fe, fórmula absurda; porque fe y razón son hermanas. Lo que hay es que a la edad de la fe y de la razón unida, se pretende que suceda la edad de la concupiscencia. Atenas no es enemiga de Roma, la enemiga es Sodoma, la ciudad de todos los vicios.

 

   No se cree, o no se prefiere creer, porque las creencias estorban para gozar. Se quiere comer mucho, se quiere oprimir a los pobres, se quiere beber vino hasta emborracharse, se quiere engañar al prójimo, se le quiere estafar, se quiere prestar dinero al 100 por 100 de interés o más, se quiere dar gusto, en suma, a todos los apetitos de la carne, satisfacer todos los malos deseos, dar rienda suelta a todos los instintos perversos; y por eso, nada más que por eso, se procura desembarazar del pensamiento de Dios; y se cierran los oídos para que no lleguen al alma las palabras de la Iglesia. Se procede, como el ave estúpida, que escóndela cabeza en un agujero para no ver al cazador que la aprisiona. Se procede como el cobarde que cierra los ojos, para no oír la descarga que puede herirle. Para los concupiscentes, para los glotones, páralos borrachos, para los tiranos, para los insubordinados y revolucionarios, para, los adúlteros, para los ladrones y para los asesinos. Dios es molesto, la Iglesia es incómoda, la virtud de los demás es una afrenta, la fe una pesadilla congojosa. Y quieren que no haya Dios, ni Jesucristo, ni Iglesia, ni Papa, ni sacerdotes, ni mandamientos que no cumplen, ni sacramentos que no reciben. Y como asi lo desean, se hacen la ilusión, de que lo que desean es la verdad, y dicen que no creen, cuando lo cierto es que, apenas se disipa un poquillo en sus conciencias el aturdimiento y mareo producidos por los vicios, asómbrase ellos mismo de encontrarse tan convencidos, tan creyentes como los cristianos prácticos más fervorosos.

 

   Esta es la verdad del escepticismo que hoy domina en tantas almas desventuradas.

 


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