A
las madres y esposas, que por voluntad divina, tomaron el timón de la familia.
Desde hace tiempo que soy la capitana de
esta barca llamada “familia”, – ¿y el capitán? – ¡Oh!, el
capitán de mi barca se ha muerto – y doy gracias a Dios que así fuera, y no cómo
el capitán, de otra barca vecina, que abandonando el timón, corriendo locamente,
como hechizado por el canto de sirenas, a tripular otro extraño navío, llamado “adulterio”.
No, no crean que vengo a suplantar al Capitán, pero una barca
sin timón que lo dirija termina estrellado contra las rocas de la vida. No es
fácil lo confieso, a veces quiero tirarme a llorar a solas en mi camarote, y
olvidarme del mundo, pero no puedo, ¿qué sería de mi tripulación? ¡Mi
familia!
Navego entre las más bravas tormentas con
rumbo incierto, sin brújula ni astrolabio, ni estrellas ni firmamento. Pero en
las borrascas más duras me afirmo al timón, y firme me mantengo, las olas
golpean mi barca, y no hay capitán más recio, ni avezado, que igualarme pueda, cuando
lucho contra los vientos, que zozobrar amenazan mi débil barca.
Pero cuando amaina el peligro, y en aguas
tranquilas me encuentro, miro con dulzura mi pobre, y querida tripulación, que
en paz descansa sobre la cubierta, más yo no duermo.
En esas noches levanto mis ojos al cielo, y
una calma invade mi alma, busco con afanosa vista en el firmamento, y la veo,
la Estrella del Norte, la estrella que guía mi incierto derrotero.
Entre dolores y oscuros pensamientos, me permito una breve licencia. De mis ojos cansados una lágrima contenida aflora, y a solas lloro de puro desahogo y agradecimiento, mi alma se apena, más el timón mis ateridas manos no afloja, y de mis trémulos labios una plegaria como incienso vuela, y en el infinito cielo resuena, que cómo el trueno retumba, e implora:
“Stella Maris, ayúdame a llevar esta barca a buen puerto”.
Amén.
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