I.
Haz servir todas tus palabras a la gloria de Dios. Nunca hables de ti sin
necesidad, ni para bien ni para mal. Hablar mal de sí es con mucha frecuencia
falsa humildad: te censuras a fin de que los demás te alaben. Tampoco publiques
tus virtudes; deja a Dios el cuidado de manifestarlas: lo hará cuando lo juzgue
necesario para su gloria y para tu bien. Que
los otros te alaben, pero tú no hagas tu propio elogio (Proverbios).
II.
Nunca hables mal de tu prójimo, no vituperes ni condenes a nadie; habla favorablemente
de todo el mundo. El maledicente condena las acciones aún más santas; el
cristiano caritativo excusa las acciones que parecen malas, y habla bien de
aquellos a quienes los otros condenan. ¿Por
qué fijarte en lo que hay de vicioso en una persona? ¿Para desacreditarla?
¿Quisieras tú que se te tratase de manera tan baja?
III.
Ten
cuidado, sin embargo, de no caer en el defecto opuesto: no seas complaciente
con el vicio, no alabes las malas acciones. Si careces de la autoridad
suficiente como para reprenderlas sin ambages, condénalas con tu silencio. Evita la adulación y la baja
complacencia. Ama la verdad y jamás te apartes de ella. Para seguir estos consejos, habla poco, pesa todas tus palabras. Piensa
que tu lengua es la causa de la mayoría de tus pecados y que si no la gobiernas
sabiamente –como dice el Apóstol
Santiago–
no tendrás piedad ni religión.
La circunspección en
nuestras palabras.
Orad por la Iglesia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.