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SANTA INÉS.
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Formación de la Mujer Cristiana.
No sin especial consejo de Dios fué
manifestando sus dones de sabiduría y de gracia, a medida que crecía en edad,
el Salvador del mundo. Este desenvolvimiento, o mejor dicho, esta gradual
manifestación de sus virtudes, debían ofrecer un acabado modelo de formación a
la juventud cristiana.
Los jóvenes deben adiestrarse así en la
virtud como en la ciencia, so pena de estancarse en la ignorancia, y de encenagarse
en el vicio: la edad madura solamente recoge lo que la juventud sembró y
cultivó. Es, pues, de todo punto necesario que las jóvenes se esmeren en su
propia formación, si quieren, en día no lejano, llenar los designios que Dios
tiene sobre ellas.
Dejando a un lado la formación literaria y
científica, la cual debe ser proporcionada a la condición social y a los bienes
de fortuna, hablaremos aquí de la formación moral, que es la que modela el
corazón y establece el reinado de las virtudes. Esta educación moral, no solamente es mucho más preciosa que las ciencias
y las bellas artes, sino que es absolutamente necesaria e indispensable, y por
lo mismo la Providencia de Dios la ha puesto al alcance de todas las
condiciones sociales, y de todas las fortunas.
Pero, ¿en
qué consiste esta formación moral de que hablamos? Consiste en el cultivo de las virtudes, principalmente de aquellas que son el adorno de toda joven,
y producen, poco a poco, las tres fundamentales virtudes de que antes hemos
hablado. Más como no es posible la adquisición de las virtudes, sin apartar
antes los obstáculos que a ellas se oponen; diremos primero algunas palabras
acerca de estos, y después hablaremos de las virtudes.
I. Obstáculos. Lo que impide que una joven adquiera las
grandes y bellas cualidades que han de hermosear su corazón y han de formar su
gloria, es la vanidad, la curiosidad, la
malicia, y la intemperancia en el hablar. Estos cuatro vicios capitales engendrarán
todos los demás vicios y ahogarán la buena semilla de las virtudes, si con
empeño no se trabaja en arrancarlos del corazón.
a) Primer obstáculo: la
vanidad. Es la vanidad como un gusano destructor que roe la
virtud en su misma raíz; induce a complacerse en las buenas cualidades que la
persona posee o se imagina que posee; y a manifestarse y querer lucir ante los
ojos de los hombres.
Si la joven abre su corazón a la vanidad, si
le da entrada en su alma, bien pronto perderá el gusto a las cosas de Dios.
Oscurecida la vista del espíritu, ya no verá resplandecer la verdadera gloria;
la felicidad del cielo y de los elegidos carecerá de atractivo para ella; la
hermosura del alma y de las virtudes serán miradas con indiferencia, y aun tal
vez con desprecio, si no le sirven para satisfacer el deseo de vana gloria de
que está lleno su corazón; todas las grandes enseñanzas de la fe desaparecerán,
en breve tiempo, de su vista.
Por el contrario, no conocerá más que las
groseras hermosuras de este mundo, las efímeras beldades de la tierra, flores
que se deshojan al implacable soplo de la muerte; todas las energías de su
espíritu se concentrarán en la engorrosa tarea del bien parecer ante el mundo,
y en satisfacer los caprichosos gustos del lujo.
Consumirá en el aseo y adorno de su persona,
el tiempo que imperiosamente reclaman sus deberes, y el dinero que debería emplear
en limosnas y en buenas obras, y en muchas ocasiones, el que de justicia se debe
a los que la sirven. No es esto todo; la pasión de agradar a los demás, de
atraerse las miradas de las personas que la rodean, enciende el envidioso deseo
de oscurecer a las bellezas rivales, llena el corazón de amargos celos, y la
boca de palabras maldicientes.
Brevemente:
la joven dominada por el vicio de la vanidad, no conocerá la piedad, no tendrá
espíritu de economía, no gozará de paz ni de reposo; viciosa e infeliz en el
tiempo, será todavía más desgraciada en la eternidad.
Para
huir de todos estos males, y vencer el vicio de la vanidad, que tan tiránicamente
domina en el corazón de la mujer, se han de poner los ojos en la humilde Virgen
de Nazaret, y copiar de ella las virtudes que no se tienen; se ha de mirar con
frecuencia a nuestro divino modelo Jesús, hecho, en el día de su pasión,
sangriento juguete de un mundo perverso. Contemplando las llagas que los azotes
han abierto en el adorable cuerpo del Salvador, y el andrajo de púrpura que le sirvió
de vestido, y la corona de espinas que adornó su sacratísima cabeza, quedará
triturada la vanidad, y se verá toda la insensatez de quien se afana por
complacer a un mundo que tan villana y cruelmente trató al Rey de la gloria y
Dios de la majestad.
b) Segundo obstáculo:
la curiosidad. Entiéndese por curiosidad el
desordenado deseo de ver, oír y conocer.
No todo deseo de conocer es desordenado; la instrucción
y adquisición de conocimientos útiles y serios, conforme al estado y vocación
de cada uno, caen bajo la acción del deseo honesto y laudable. La curiosidad de
que hablamos, nada tiene que ver con este noble afán de enriquecer el espíritu
con nuevos conocimientos razonables que contribuyen al perfeccionamiento del
alma. La curiosidad no busca ver, oír y saber, sino lo que recrea, lo que hiere
la imaginación, lo que impresiona los sentidos. La joven que no reprime a tiempo
esta malsana curiosidad, no reparará en satisfacerla por medio de lecturas
frívolas y novelescas, con la frecuencia en los teatros y otros espectáculos,
con salidas y excursiones intempestivas: llenará su espíritu de vanas ilusiones
y desvaríos, perderá el gusto del trabajo y de las ocupaciones serias, y
finalmente, descuidará no solamente los ejercicios de piedad, sino también las
obligaciones domésticas.
c) Tercer obstáculo: la
molicie.
Este vicio consiste en el amor desordenado de la satisfacción de los sentidos.
La joven que no aprende a privarse de nada, que busca cuanto le es placentero,
y no lo que es conveniente; que quiere satisfacer todos sus gustos y caprichos;
que prefiere lo que le es grato, y relega el deber al postrer lugar; caerá en
la ociosidad, buscará con juvenil avidez los placeres fuera de la familia, no habrá
diversión que no frecuente, ni baile a que no concurra. ¡Ay! estos falsos goces y alegrías pasajeras, llenas de amarguras y decepciones,
le vendrán a costar muy caras ciertamente: la paz del corazón será turbada; empañada
la tersura de la virginal pureza; tal vez se vea comprometido su honor;
desaparecerá la generosidad, la franqueza y la energía de su carácter; sucediendo
a estas buenas cualidades, la debilidad, la inconstancia y el egoísmo, que
abrirán a todos los vicios su corazón.
d) Cuarto obstáculo: la
locuacidad. Se incurre en este vicio cuando una
persona se entrega sin freno al prurito de hablar.
La joven que se deja llevar de esta mala
tendencia, no dejará de cometer muchos pecados; pues, como está escrito, en el mucho hablar no faltará pecado.
(Prov. X, 19). La indiscreción, la ligereza, las mentiras frecuentes, las
querellas y los chismes, el comprometer buenas reputaciones, el sembrar odios y
rencores entre los miembros de una misma familia, o entre la más sincera
amistad, son los frutos amarguísimos y detestables que de la inmoderación de la
lengua se cosechan, los cuales podría evitar el prudente silencio. La persona
que no es dueña de su lengua pierde la estima y la confianza de todos, y pone
en contingencia el buen éxito de los negocios mejor encaminados.
No es esto todo; con el hablar sin
moderación, mil distracciones turbarán su espíritu, impidiéndole orar con el
sosiego y devoción convenientes, y, para su propio daño, experimentará la
verdad de esta máxima, que “para hablar
bien con Dios, es necesario hablar poco con los hombres”. Perdiendo el
espíritu de oración, perderá juntamente el principio de toda fuerza sobrenatural,
y por consiguiente, de toda virtud. Debemos, pues, seguir el sabio consejo de
la Escritura que dice: Pon puerta y
candado a tu boca. Funde tu oro y tu
plata y haz de ellos una balanza para pesar tus palabras, y frenos bien
ajustados para tu boca (Eccli. XXVIII, 28 y 29); y rogar con David: Poned, Señor, guarda a mi boca y puerta
conveniente a mis labios. (Salmo CXL, 3).
Estos cuatro vicios son los principales
impedimentos que se oponen a la formación virtuosa de las jóvenes: es, pues, de
todo punto necesario impedir que entren en el corazón; y si ya existen en él,
trabajar con empeño para dominarlos y vencerlos; porque ellos vencidos, se
desarrollarán con holgura y florecerán las virtudes.