S.S.P. LEÓN XIII. Condenó el “AMERICANISMO”
EL AMERICANISMO CONDENADO POR LA IGLESIA.
«AMERICANISMO: es el término que se acuñó, a
finales del siglo XIX, para denotar el movimiento que suscitaron las ideas y
los métodos del presbítero P. Hecker, fundador de la Sociedad Americana de los
Misioneros Paulistas. Este cura americano, consciente de las exigencias
psicológicas, la mentalidad, la índole de su exuberante pueblo, había intentado
adaptar la religión católica, sin demasiadas preocupaciones dogmáticas, al
espíritu de sus conciudadanos (gente ávida de una libertad individual absoluta;
insensible al abstraccionismo teórico; amante, en cambio, del pragmatismo, e
inclinada a concebir la vida en sentido hedonista a causa de las riquezas
naturales del país). Su tentativa hizo ruido asimismo en Europa, lo que
determinó esa corriente denominada “americanismo Más que de un sistema se
trataba de una tendencia, carente de organicidad, que se concretaba en algunos
principios de índole práctica. León XIII, una vez avistado el peligro, envió al
cardenal Gibbons (1889), y por conducto de éste a todo el episcopado
norteamericano, la carta apostólica Testem Benevolentiae. Este documento
pontificio pone en claro los principales errores del americanismo, que se
sintetizan en la presunta necesidad de: a) adaptar la Iglesia a las exigencias
de la civilización moderna sacrificando algún viejo canon, mitigando ¡a antigua
severidad, orientándose hacia un modo de actuar más democrático; b) dar mayor
amplitud a la libertad individual en el pensamiento y la acción, teniendo en
cuenta que, más que la organización jerárquica, es el Espíritu Santo el que
obra directamente en la conciencia del individuo (influjo del protestantismo);
c) abandonar, sin cuidarse de ellas, las virtudes pasivas (mortificación,
penitencias, obediencia, contemplación), pero cultivar las activas (acción,
apostolado, organización), lo que llevaría a favorecer, entre las
congregaciones religiosas, las de vida activa. El Papa concluye con las
siguientes palabras luego del sereno examen recién visto: Nos no podemos aprobar las opiniones que integran lo que
se denomina “americanismo”
Dejando aparte las intenciones de los
americanistas, su posición, ciertamente, no se compadece fácilmente con la
doctrina y el espíritu tradicional de la Iglesia, o, por mejor decir, y con eso
está dicho todo, abría paso a errores teóricos y prácticos [el americanismo
fue, en efecto, caldo de cultivo del modernismo» (P. Parente- A. Piolanti- S.
Garofalo, Dizionario di Teología dogmatica, Roma, Studium, 41a edición).
Monseñor Henri Delassus escribió en su
momento un libro sobre el americanismo (L’Americanisme et la Conjuration
antichrétienne, Lille-París, Desclée de Brouwer, 1899), en el que afirmaba que, entre todos los factores inquietantes del mundo
a la sazón, no era de los menores el espíritu que animaba a Norteamérica. En
efecto, lo que la caracterizaba era la audacia con que pisoteaba «todas las
leyes de la civilización católico-romana» (p. 1).
Tamaña “audacia” se extendía incluso al
campo religioso. El término “catolicismo americano” o americanismo no era la
etiqueta de un cisma o una herejía, sino que, como enseñaba Monseñor Delassus,
«es un conjunto de tendencias doctrinales y prácticas que tienen su sede en
América y que se difunden desde allí por el mundo cristiano, en especial por
Europa» (pág. 3) con la mira puesta en debilitar y, si fuera posible,
aniquilar, las naciones católicas, «para dar la hegemonía a las protestantes,
como América, Alemania y Gran Bretaña» (nota n° 1, pág. 7). Uno de los
«elementos distintivos de la “misión americana” es el retorno a la unidad de
todas las religiones mediante la destrucción de las barreras y las diferencias,
llegando incluso a la celebración de un congreso relativo a la tolerancia
internacional de las religiones para luchar unidas contra el ateísmo» (pág.
124). El indiferentismo o tolerancia por principio (es decir, tolerancia
dogmática), a que tiende el americanismo, consiste en equiparar «todas las
religiones como buenas por igual» (pág. 85).
Monseñor Henri Delassus recuerda (pág. 94)
que el magisterio de la Iglesia condenó antaño todos los principios falsos en
los que se funda el espíritu americanista: los denominados “derechos del
hombre” (condenados por Pío VI); la libertad absoluta de la persona humana, la
libertad de pensamiento, de prensa, de conciencia y de religión (condenadas por
Gregorio XVI y Pío IX); el separatismo entre Estado e Iglesia (condenado por
León XIII). Para los americanistas, en cambio, es menester basarse en el
«liberalismo amplio o latitudinarista y en la tolerancia dogmática a ultranza,
evitando hablar de todo lo que pudiera desagradar a los protestantes y a las
demás religiones» (pág. 97). En pocas palabras, para la Iglesia de Roma «el
catolicismo es la religión verdadera, mientras que para los americanistas no es
más que una de tantas» (pág. 100).
Por desgracia, el ideal americanista empezó
a cosechar éxitos unos cincuenta-sesenta años después de la condena de León
XIII, inicialmente y de manera latente en el concilio Vaticano II, y luego
abiertamente en Asís, en 1986, y últimamente con el viaje de Benedicto XVI a
los EE.UU. (abril del 2008).
¿Qué “porvenir”?
El libro de Monseñor Delassus parece hoy
casi profético. «Los –americanistas –escribía el prelado– dicen que las ideas
americanas son las que Dios quiere para todos los pueblos de nuestro tiempo. Judaismo y americanismo [que tienen un punto de contacto
en los principios del 1789] creen haber recibido una “misión divina”.
Por desgracia, la influencia de América, con su espíritu de libertad absoluta,
se extiende cada vez más entre las naciones, de manera que América dominará los
demás países» (págs. 187-188). América parece ser
la «nación del porvenir» (pág. 190). Sin embargo, comentaba Monseñor, «si tal
porvenir es el del desarrollo político, social, comercial e industrial según
los principios del 1789, o sea, el progreso material y la independencia
absoluta del hombre de toda autoridad, la divina inclusive, la era que veremos
será la más desastrosa que se haya visto jamás. En ella América destruirá las
tradiciones nacionales europeas para fundirlas en la unidad o pax americana»
(pp. 191-192).
La base, o el mínimo común denominador, de
tal mixtura de religiones, pueblos y culturas es un moralismo sentimental o
«una moral indeterminada» (pág. 192), subjetiva y autónoma de tipo kantiano,
«independiente del dogma, de manera que cada uno es libre de interpretarla a su
modo» (pág. 130). Esta base se está realizando en
nuestros días por conducto de la unión de los “teo (o neo) conservadores” americanistas
y cristianistas con el sionismo y elementos conservadores del catolicismo
liberal, que se unen para defender la vida (cosa buena en sí), el
embrión, contra el materialismo ateo, pero en desmedro de la pureza del dogma
(lo cual es inaceptable), de la tradición cultural de cada nación y de las
diferencias étnicas que, si bien no han de ser exageradas con la teoría de la
defensa de una inexistente “raza pura”, no deben tampoco ser destruidas en perjuicio
de la raza en sentido lato, es decir, del pueblo, que tiene sus peculiaridades
en punto a lengua, cultura, mentalidad y religión.
«El movimiento neocristiano o americanista
tiende a liberarse del dogma para fundarse en la belleza de la ética» (pág.
60), «a reemplazar la fe con una cultura o sensibilidad independiente, en una
vaga religiosidad superior a todas las demás religiones positivas» (pág. 76).
Ahora bien, según la doctrina católica, es cierto que «la fe sin obras está
muerta» (Apóstol Santiago), pero es cierto asimismo que «sin fe es imposible
agradar a Dios» (San Pablo). Así, pues, no hay que despreciar la moral, pero
tampoco reducir la religión a sola la moralidad dejando de tener en cuenta la
integridad dogmática.
PARTE
I de III.