Era
Luis un joven excelente: virtuoso, sano, guapo, rico, listo y muy aplicado. Las
gentes decían de él: de tales padres, tal
hijo; y con esto queda explicado, lo que eran los padres de Luis: un
perfectísimo caballero y una señora ejemplar.
Fernando competía en todo con Luis, menos en
la virtud. Verdad que los padres de Fernando, patricios corrompidos, no pensaban
más que en fiestas, comilonas y cosas peores. Tenían oratorio en casa; pero
nunca oían Misa. Tenían capellán; pero habían olvidado ya la última vez que recibieron
los Sacramentos, Fernando no fué educado ni bien ni mal, porque no fué educado
de ninguna manera. A los diez y siete años era un lindo salvaje que saludaba
correctamente a las gentes, y sabia vestirse muy bien. Por seguir la costumbre,
lo habían matriculado a los diez años en el Instituto; el chico adelantó, porque
era muy despejado, y no de mal fondo. Cuando fué bachiller, el mayordomo de la
casa dispuso que fuera abogado: los padres de Fernando apenas si se enteraban de
nada, de esto.
Durante el curso, Fernando se distrajo
canallescamente. Sin la vigilancia, que es el apoyo de la juventud, dejó de ir a
clase, y en cambio se le vio en los lupanares, en los garitos, en todos los
centros de disipación. Luis, en cambio, fué el mejor de los alumnos. Sus
profesores le tomaron grande afecto, y decían do él que era la más hermosa esperanza
de aquella generación escolar.
A últimos de Mayo, Femado fué a encontrar a
Luis, y le dijo: «Chico, no sé ni una palabra de las asignaturas, ni tengo
apuntes, ni programa, ni nada. ¿Quisieras tú que repasásemos juntos, o mejor
dicho, quisieras enseñarme algo de lo que sabes?
—Con mil amores—respondió, Luis bondadosamente—pero
te advierto que yo no sé lo bastante para poner cátedra, ni aunque yo fuese un
Séneca, tendríamos tiempo material para desflorar las asignaturas.
A pesar de lo cual, y después de nuevas instancias
de Fernando, quedó convenido el repaso.
En la primera tarde Luis explicó a Fernando la
primera lección. Fernando, que era de natural generoso, exclamó:
— ¡Chico! ¡Tú sabes más que Briján (es decir.
más que un docto), y con que claridad lo explicas todo! Diez lecciones tuyas
valen por un curso.
Luis se sonrojó; pero reponiéndose pronto de
la turbación que le produjo el elogio, dijo a su camarada:
—Tanto como Briján no sé; pero más que; tú,
efectivamente. Y eso que eres mucho más listo que yo. Pero, chico, yo desde que
empieza el curso cumplo con mi obligación y
estudio diariamente.
—¡Qué aburrido es eso, Luis!, . .
—Entonces para ti lo di vertido es puramente
el vicio.
—No puedo negar que me arrastra.
—Pues ahorca los hábitos de estudiante y
dedícate a taur.
—Chico, yo estudio por el bien parecer.
—Pues mira, para esto no tienes que
molestarte en volver por aquí. Yo no me asocio al pecado de hipocresía que
quieres cometer, asociación que sería una verdadera complicidad.
— ¡Qué puritano eres!
—No,
soy católico, apostólico y romano.
—Y yo también—repuso Fernando—aunque no soy
fanático.
—Aunque soy un tunante, debías haber dicho.
—Cuidado. ¿Qué es eso de tunante?
Luis explicó a Fernando lo que es ser tunante,
y cómo los que hacen lo que él se vanagloriaba de hacer, son verdaderos
tunantes. Femando quedó pensativo, y después de un rato de meditación, dijo:
—Chico,
me has dado dos buenas lecciones; pero la segunda es mejor que la primera. Y se
puso triste.
Al otro día, Fernando entró en el gabinete
de su amigo, y de buenas a primeras le dijo:
—No vengo a molestarte con mi inoportuno repaso.
El curso queda perdido yo mismo me he calabaceado. Pero vengo a hacerte una
pregunta. Ayer me demostraste, como dos y tres son cinco, que yo soy un
tunante; y yo sé que tú no lo eres. ¿Quieres decirme de qué recurso te vales,
qué medio empleas para, no serlo?
Luis se levantó, y señaló A su amigo un hermoso
cuadro que pendía de las paredes de su gabinete, y que representaba el “Sagrado
Corazón de Jesús”.
—Mira—dijo —esa bendita imagen. Delante de
ella, puesto de rodillas, he aprendido a no ser tunante.
—Ya comprendo—gimió Fernando apoyando su juvenil
cabeza sobre el hombro de su amigo. —Tú tienes religión, y yo, hijo, no la tengo,
en parte porque he olvidado la poca que
me enseñaron, en parte porque nunca , me la enseñaron bien.
—Pues yo te la enseñaré —dijo Luis; —ayer decías
—añadió sonriéndose —que no pinto mal para maestro.
—En cuanto te examines...
—¿Qué exámenes, ni qué chilindrinas? Tú no te examinas porque no has estudiado. Yo no
me examinaré tampoco porque quiero seguir la carrera contigo, que eres mi mejor
amigo, mi hermano del alma. El curso que viene estudiaremos juntos; nadie nos
corre.
—Es demasiada abnegación esa—dijo Fernando sollozando.
Pero asi fué; aquellos repasos siguieron; pero
no de las asignaturas, sino do aquella otra asignatura, que es la principal de
todas. Luis era el misionero, Fernando el catecúmeno.
El día 9 de Junio comulgaron juntos. La
madre de Fernando, decía: «A mi hijo me lo han hecho un beato.» El padre: «Me
pillaron al chico los ultramontanos.»
Pero Fernando tiene fundadas esperanzas de que
sus padres no han de tardar en matricularse también en la asignatura que él
llama festivamente: Arte de no ser tunante. Es un favor especial que el
muchacho tiene pedido al “Sagrado Corazón de Jesús”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.