sábado, 7 de junio de 2025

CUENTO ESTUDIANTIL: UN MILAGRO DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS – Del Apostolado de la Buena Prensa. Mes de junio de 1894.

 



   Era Luis un joven excelente: virtuoso, sano, guapo, rico, listo y muy aplicado. Las gentes decían de él: de tales padres, tal hijo; y con esto queda explicado, lo que eran los padres de Luis: un perfectísimo caballero y una señora ejemplar.

 

   Fernando competía en todo con Luis, menos en la virtud. Verdad que los padres de Fernando, patricios corrompidos, no pensaban más que en fiestas, comilonas y cosas peores. Tenían oratorio en casa; pero nunca oían Misa. Tenían capellán; pero habían olvidado ya la última vez que recibieron los Sacramentos, Fernando no fué educado ni bien ni mal, porque no fué educado de ninguna manera. A los diez y siete años era un lindo salvaje que saludaba correctamente a las gentes, y sabia vestirse muy bien. Por seguir la costumbre, lo habían matriculado a los diez años en el Instituto; el chico adelantó, porque era muy despejado, y no de mal fondo. Cuando fué bachiller, el mayordomo de la casa dispuso que fuera abogado: los padres de Fernando apenas si se enteraban de nada, de esto.

 

   Durante el curso, Fernando se distrajo canallescamente. Sin la vigilancia, que es el apoyo de la juventud, dejó de ir a clase, y en cambio se le vio en los lupanares, en los garitos, en todos los centros de disipación. Luis, en cambio, fué el mejor de los alumnos. Sus profesores le tomaron grande afecto, y decían do él que era la más hermosa esperanza de aquella generación escolar.

 

   A últimos de Mayo, Femado fué a encontrar a Luis, y le dijo: «Chico, no sé ni una palabra de las asignaturas, ni tengo apuntes, ni programa, ni nada. ¿Quisieras tú que repasásemos juntos, o mejor dicho, quisieras enseñarme algo de lo que sabes?

 

   —Con mil amores—respondió, Luis bondadosamente—pero te advierto que yo no sé lo bastante para poner cátedra, ni aunque yo fuese un Séneca, tendríamos tiempo material para desflorar las asignaturas.

 

   A pesar de lo cual, y después de nuevas instancias de Fernando, quedó convenido el repaso.

 

   En la primera tarde Luis explicó a Fernando la primera lección. Fernando, que era de natural generoso, exclamó:

 

   — ¡Chico! ¡Tú sabes más que Briján (es decir. más que un docto), y con que claridad lo explicas todo! Diez lecciones tuyas valen por un curso.

 

   Luis se sonrojó; pero reponiéndose pronto de la turbación que le produjo el elogio, dijo a su camarada:

 

   —Tanto como Briján no sé; pero más que; tú, efectivamente. Y eso que eres mucho más listo que yo. Pero, chico, yo desde que empieza el curso cumplo con mi obligación y  estudio diariamente.

 

   —¡Qué aburrido es eso, Luis!, . .

   —Entonces para ti lo di vertido es puramente el vicio.

   —No puedo negar que me arrastra.

   —Pues ahorca los hábitos de estudiante y dedícate a taur.

   —Chico, yo estudio por el bien parecer.

   —Pues mira, para esto no tienes que molestarte en volver por aquí. Yo no me asocio al pecado de hipocresía que quieres cometer, asociación que sería una verdadera complicidad.

   — ¡Qué puritano eres!

   —No, soy católico, apostólico y romano.

   —Y yo también—repuso Fernando—aunque no soy fanático.

   —Aunque soy un tunante, debías haber dicho.

   —Cuidado. ¿Qué es eso de tunante?

 

   Luis explicó a Fernando lo que es ser tunante, y cómo los que hacen lo que él se vanagloriaba de hacer, son verdaderos tunantes. Femando quedó pensativo, y después de un rato de meditación, dijo:

 

      —Chico, me has dado dos buenas lecciones; pero la segunda es mejor que la primera. Y se puso triste.

 

   Al otro día, Fernando entró en el gabinete de su amigo, y de buenas a primeras le dijo:

 

   —No vengo a molestarte con mi inoportuno repaso. El curso queda perdido yo mismo me he calabaceado. Pero vengo a hacerte una pregunta. Ayer me demostraste, como dos y tres son cinco, que yo soy un tunante; y yo sé que tú no lo eres. ¿Quieres decirme de qué recurso te vales, qué medio empleas para, no serlo?

 

   Luis se levantó, y señaló A su amigo un hermoso cuadro que pendía de las paredes de su gabinete, y que representaba el “Sagrado Corazón de Jesús”.

 

   —Mira—dijo —esa bendita imagen. Delante de ella, puesto de rodillas, he aprendido a no ser tunante.

 

   —Ya comprendo—gimió Fernando apoyando su juvenil cabeza sobre el hombro de su amigo. —Tú tienes religión, y yo, hijo, no la tengo, en parte porque he olvidado la poca  que me enseñaron, en parte porque nunca , me la enseñaron bien.

 

   —Pues yo te la enseñaré —dijo Luis; —ayer decías —añadió sonriéndose —que no pinto mal para maestro.

   —En cuanto te examines...

   —¿Qué exámenes, ni qué chilindrinas? Tú  no te examinas porque no has estudiado. Yo no me examinaré tampoco porque quiero seguir la carrera contigo, que eres mi mejor amigo, mi hermano del alma. El curso que viene estudiaremos juntos; nadie nos corre.

 

   —Es demasiada abnegación esa—dijo Fernando sollozando.

 

   Pero asi fué; aquellos repasos siguieron; pero no de las asignaturas, sino do aquella otra asignatura, que es la principal de todas. Luis era el misionero, Fernando el catecúmeno.

 

   El día 9 de Junio comulgaron juntos. La madre de Fernando, decía: «A mi hijo me lo han hecho un beato.» El padre: «Me pillaron al chico los ultramontanos.»

 

   Pero Fernando tiene fundadas esperanzas de que sus padres no han de tardar en matricularse también en la asignatura que él llama festivamente: Arte de no ser tunante. Es un favor especial que el muchacho tiene pedido al “Sagrado Corazón de Jesús”.

 

 

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