El
recinto en que Jesús acababa de penetrar se llamaba Getsemaní, nombre que
significa lagar del aceite, porque era el lugar en donde se aprensaban las
aceitunas que se cosechaban con abundancia en aquel monte de los olivos. Allí
era donde Dios esperaba al nuevo Adán para exprimirle en el lagar de la eterna
justicia. Al verle entrar en el jardín de Getsemaní, el Padre no miró en él más
que al representante de la humanidad decaída, degradada por todos los vicios y
manchada con todos los crímenes.
Y Jesús, el leproso voluntario, consintió en
ser sólo el hombre de dolores. Dejó eclipsarse su divinidad y que la humanidad
con sus flaquezas, debilidades y desolaciones, entrase sola, en lucha con el
sufrimiento. Para no someter a sus apóstoles a tan dura prueba, ordenóles que
le aguardaran a la entrada del huerto: “Sentaos aquí,
les dijo, mientras yo me retiro para Orar.” Tomó consigo a Pedro,
Santiago y Juan, los mismos que habían sido testigos de su gloriosa
transfiguración en el Tabor. Sólo ellos, fortificados por aquel gran recuerdo, eran
capaces de asistir al espectáculo de su agonía sin olvidar que era el Hijo de
Dios.
Apenas estuvo solo, cuando cayó en el más completo abatimiento. Habiendo suspendido su influencia la divinidad, la humanidad del Cristo se encontró en presencia de la visión pavorosa del martirio que debía sufrir. Un profundo tedio, junto con espantoso temor y amarga tristeza, se apoderó de su espíritu, hasta el punto de hacerle lanzar este gemido de suprema angustia: “¡Mi alma está triste hasta la muerte!” Sin un milagro de lo alto, la humanidad hubiera sucumbido bajo el peso del dolor. Los tres discípulos, conmovidos y aterrados, le miraban con ternura sin atreverse a pronunciar palabra. “Quedaos aquí y velad, díjoles con trémula voz, mientras yo voy a ponerme en oración.”
Alejóse con dificultad a la distancia de un
tiro de piedra hasta la gruta que desde entonces se llamó la gruta de la
Agonía, pero siguiéndole siempre la terrible visión a aquella sombría caverna.
Apenas hubo llegado allí, vió pasar delante de sus ojos toda clase de instrumentos
de suplicio, cuerdas, azotes, clavos, espinas, cruz; verdugos profiriendo
burlas y blasfemias; un populacho delirante hartándole de injurias sin número.
Por; un momento, retrocedió horrorizado; pero cayendo de rodillas, con la frente
pegada al polvo, exclamó: “Padre mío, si es
posible, que se aparte de mí este cáliz; sin embargo, cúmplase tu voluntad y no
la mía.”
Dios quería que bebiera hasta la hez el
cáliz de amargura. Tembloroso, cubierto de sudor, levantóse y se arrastró
penosamente hacia los tres apóstoles para buscar en ellos algún consuelo, pero
la tristeza los había acongojado y adormecido. Sumergidos en una especie de
letargo, apenas reconocieron a su Maestro. Quejóse Jesús de este abandono y
dirigiéndose especialmente a Pedro que acababa de hacer tan magníficas promesas:
“¿Duermes Simón? le dijo. ¡Cómo! ¿No has podido velar
ni siquiera una hora conmigo? ¡Ah! velad y orad para que no sucumbáis en el
momento de la prueba. El espíritu está pronto para prometer, pero la carne es
flaca.”
Habiendo alentado así a los apóstoles,
volvió por segunda vez a la gruta. La visión reapareció más espantosa aún. El,
el santo de los santos, se vió cargado con una montaña de pecados: todas las
abominaciones y todos los crímenes, desde la prevaricación de Adán hasta la
última maldad cometida por el último de los hombres, se presentaron a sus ojos
y se le adhirieron como si de ellos hubiera sido culpable. Y una voz le decía:
Mira todas estas iniquidades; a ti cumple expiarlas por sufrimientos
proporcionados a su número y malicia. Prosternado en el polvo, desgarrado el
corazón, casi muerto de dolor al aspecto del pecado, tuvo todavía fuerza bastante
para repetir con sublime resignación: “¡Padre mío,
si es necesario que yo beba este cáliz, que se cumpla tu santa voluntad!” Fuése
de nuevo hacia sus apóstoles en busca del aliento que necesitaba su desolado
espíritu; pero estos se hallaban a tal punto abatidos y agobiados por la
tristeza, que no acertaron a decirle una palabra.
Por tercera vez, entró en la gruta para
sufrir allí una agonía mortal. Cubierto con todos los pecados de los hombres, sufriendo
tormentos inauditos en su cuerpo y en su alma, vió millones y millones de
pecadores rescatados al precio de su sangre, que le perseguirían con sus
desprecios y odio encarnizado por toda la duración de los siglos. Viólos haciendo guerra a su Iglesia, pisoteando la Hostia
santa, despedezando su cruz, blasfemando contra su divinidad, degollando a sus
hijos y trabajando con todas sus fuerzas en precipitar al infierno a aquellos
mismos por quienes él iba a inmolar su vida. En presencia de tan
horrenda ingratitud, cayó como anonadado. Su
cuerpo estaba empapado en sudor, en sudor de
sangre; copiosas gotas brotaban de todos los
poros y corrían por sus mejillas y por todo el cuerpo hasta
regar la tierra. Con todo, no cesaba de orar, repitiendo a su Padre con voz moribunda, que estaba resuelto a apurar hasta el fondo el cáliz del dolor.
A aquella dolorosa agonía iba sin duda a seguir
la muerte, cuando he aquí que un ángel bajó del cielo para consolarle y
fortificarle. Al instante mismo recobró su calma y tranquilidad, y acercándose a
sus apóstoles, díjoles con su ordinaria indulgencia: “Ahora,
dormid y reposad tranquilos; no tenéis ya necesidad de velar conmigo.” Pero,
apenas habían cerrado los ojos, cuando exclamó: “Levantaos
y marchemos: ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será entregado en
manos de los pecadores. El que me ha de entregar está cerca de aquí.” Y a
la luz de las antorchas que iluminaban el valle, vieron un grupo de gente armada
que se dirigía al jardín de Getsemaní: era Judas a la
cabeza de los soldados que debían apoderarse de Jesús.
“JESUCRISTO”
SU
VIDA, SU PASIÓN, SU TRIUNFO
(AÑO
1910)
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