Dios no se deja encontrar
en el tumulto del mundo: así es que los santos se refugiaban en los desiertos
más horrorosos, en las grutas más sombrías, para huir de los hombres y poder
conversar a solas con Dios. San Hilarión anduvo errante por mucho tiempo de desierto en
desierto, hasta que encontró uno en donde no había penetrado jamás humano pie,
muriendo al fin en una soledad de la isla de Chipre, en la que había vivido los
últimos cinco años de su vida.
Cuando San Bruno fué
inspirado por el Señor a retirarse del mundo, fué con sus compañeros a verse
con San Hugo, Obispo de Grenoble, para que le señalase algún
desierto de su diócesis. El Santo Obispo le indicó la Cartuja, lugar silvestre,
más propio para servir de asilo a las fieras que de habitación a los hombres.
San Bruno y sus compañeros, se fueron con júbilo a habitar allí, y se
establecieron en pequeñas chozas levantadas a cierta distancia unas de otras.
El
Señor le dijo un día a Santa Teresa: Yo hablaría de muy buen grado a muchas almas;
pero de tal modo el ruido del mundo les llama la atención, que no oirían mi
voz.
Dios no nos habla en medio de los ruidos y negocios del mundo, porque teme que no le hemos de oír. Las palabras de Dios son: las inspiraciones santas, las luces y llamamientos, por las cuales ilumina a los santos abrasándolos en divino amor; pero los que no aman la soledad se verán privados de oír estas voces del Señor.
Él se expresa así: La llevare al desierto y
le hablare al corazón. Cuando Dios quiere elevar un alma a un alto grado de perfección,
le inspira el deseo de retirarse a un lugar solitario, lejos del comercio de
los hombres: allí es donde le habla, no a los oídos
corporales, sino a los del alma. Así es como la ilumina y la inflama en su
divino amor.
San Bernardo decía, que habría aprendido a amar a Dios mejor
en los bosques, a la sombra de las encinas y de las hayas, que entre los libros
y entre los siervos de Dios. San Jerónimo dejó las delicias de Roma para encerrarse en la
gruta de Belén. Allí exclamaba: ¡Oh soledad, en
donde Dios halla y conversa familiarmente con los suyos! En la soledad
habla el Señor con familiaridad con las almas a quien ama. Les deja oír sus
palabras que hacen derretir sus corazones de amor, como dice la santa esposa: Mi alma se derritió luego que habló mi amado.
Sabemos por experiencia que frecuentar el
mundo, y ocuparse en adquirir bienes temporales es lo que nos hace olvidar a
Dios; pero en el instante de la muerte, de todas las penas y de todo el tiempo
que nos habrán costado los bienes de la tierra, no nos quedará otra cosa más
que remordimientos y pesares. No nos quedará entonces de provechoso más que lo
que habremos hecho y sufrido por el Señor. ¿Por
qué, pues, no nos desprendemos del mundo, antes que venga a desprendernos de él
la muerte?
Se sentará solitario y callará, dice el
Profeta, porque lo llevó sobre sí. El solitario no
se siente ya agitado por los cuidados de la vida: se sienta en reposo, y guarda
el silencio; no pide placeres sensuales, porque elevado sobre sí mismo y sobre
todas las cosas creadas, encontrará en el Señor todo su gozo y todo su
contento.
¿Quién me dará
alas como de paloma, volare y descansare? David deseaba tener
las alas de la paloma para abandonar la tierra, y así ni siquiera tocarla con
los pies, y dar descanso a su alma. Pero mientras estamos en esta vida no nos
es permitido abandonar la tierra. Procuremos pues, amar el retiro cuanto se
pueda, y vayamos allá a conversar con Dios, a fin de alcanzar las fuerzas
necesarias para remediar los defectos que causa el trato del mundo. Así lo
hacía David en medio de los cuidados de su reinado: He
aquí que me aleje huyendo, e hice
mansión en la soledad.
¡Por qué no he
pensado siempre en vos, oh Dios de mi alma! ¡Por qué no he despreciado todos
los bienes terrenos!
Yo maldigo el día en que solícito por las
satisfacciones mundanas, he ofendido a vuestra divina bondad. ¡Por qué no os he amado siempre! ¡Oh! ¡Por qué no he
muerto antes que haberos ofendido! ¡Desdichado! ¡La hora de mi muerte no está
lejos, y me encontrará todavía apegado al mundo! ¡No, Jesús mío! Hoy
resuelvo dejarlo todo para ser todo vuestro. Vos sois todopoderoso, prestadme
fuerzas para seros fiel.
Madre de Dios, rogad por mí.
SAN
ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
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