Nota de S.M.A: Me
temo amigos, que el fragmento escogido de estas memorias de una abuela en
(1793) sean tan actuales. Si se mira con objetividad los sucesos del presente,
me temo que estamos asistiendo a una verdadera Revolución Francesa. Pues muchos
de los hechos de hoy, no son más que efectos de aquella trágica fecha, 1789, y que jamás dejo de atacar a Cristo, y a su
única, santa, católica y apostólica
iglesia…
Los resaltados en negrita son de S.M.A.
(…) Los republicanos tuvieron por muy
preciosa la captura del presbítero Berteaux.
Le habían sorprendido diciendo misa, sus cuentas eran claras y pronto se las
arreglarían. Por unos momentos estuvieron deliberando los vengadores de Marat acerca de lo que habían de hacer
con su prisionero. ¿Convendría matarle
inmediatamente o llevarle, para observar las formalidades, al Tribunal
revolucionario, o meterle en la cárcel para que pereciese después en el Loira o
en la guillotina?
Después de un momento de reflexión, uno de
ellos hizo una propuesta que obtuvo todos los sufragios.
—Ninguno de nosotros ignora—dijo—que hoy se
celebra en Nantes la fiesta de la Razón. Todas las secciones han sido
convocadas al templo de la Fraternidad, antes iglesia de la Santa Cruz. La
diosa ha de recibir allí los homenajes de la población nantesa, para ir después
a Bouffay, donde presidirá la ejecución de los aristócratas. Pues bien: vayamos
a arrojar a sus pies a este miserable satélite del fanatismo, y que ella decida
de su suerte. Esta será una revancha de la humana razón, ultrajada hace
dieciocho siglos por los sacerdotes de la religión católica.
Ruidosos aplausos acogieron esta
proposición, que fué, sin más tardar, votada en medio de un frenético
entusiasmo.
Decidieron
dejar al prisionero revestido con los sagrados ornamentos, a fin de llamar mejor
la atención de la multitud y comunicar nuevo atractivo al espectáculo que se
estaba preparando.
Como el sacerdote Berteaux
apenas podía dar un paso, creyeron cosa excusada el maniatarle, y se
contentaron con dejarle custodiado por dos soldados hasta la hora señalada para
la ceremonia. Enviaron una comunicación expresamente al Comité revolucionario y
a los organizadores de la fiesta para darles cuenta del aprisionamiento del ex
cura y darles tiempo de preparar el aparato escénico.
Durante
este tiempo nuestro santo amigo, sentado entre sus dos guardianes cerca del
altar en que acababa de celebrar su última misa, daba gracias a Nuestro Señor
por llamarle al honor de morir por Él, porque era indudable que le aguardaba el
martirio. Había oído a los verdugos deliberar sobre su suerte, y su corazón
saltó de gozo al pensar que iba a ser inmolado como sacerdote católico y
revestido de los ornamentos sagrados con que todas las mañanas celebraba el
santo sacrificio. Aquel día se cumplía precisamente el quincuagésimo
aniversario de su primera misa. ¿De qué mejor manera podía coronar aquellos
cincuenta años de su apostolado?
En la efusión de su alegría, uniendo en su
pensamiento el altar en que se inmola místicamente el Cordero inmaculado y el
cadalso, que iba él mismo a enrojecer con su propia sangre, repetía en divino
arrobamiento las palabras que pronunciaba todas las mañanas al principio de la
misa; Introibo
ad altare Dei ad Deum qui laetificat juventutem meam. (Me
acercaré al altar de Dios, del Dios que alegra mi juventud.)
Tonio,
lejos de huir, como fácilmente lo hubiera podido hacer, se quedó con el señor
cura para acompañarle hasta el patíbulo. El fué quien me refirió, algo
después, los acontecimientos de aquel día.
A eso
de las once se hizo bajar al prisionero para conducirle a la muerte. Por burla
y escarnio, se le había hecho montar de espaldas sobre un jumento, y, en medio
de una estúpida muchedumbre, que le llenaba de injurias, dando aullidos, le
condujeron hasta la iglesia de la Santa Cruz, profanada desde hacía muchos
meses por las orgías revolucionarias.
Tonio seguía al cortejo,
porque deseaba ser testigo del martirio de su amadísimo padre.
Mientras
era conducido, el santo anciano, como insensible a los ultrajes de sus
verduscos, conservó una paz y una serenidad maravillosas. Sus labios no cesaban
de moverse, y a menudo sus oíos se alzaban al Cielo, como buscando el camino
por donde iba a subir dentro de poco.
Pocos minutos antes de mediodía llegaron al
templo de la Fraternidad. Era tanta la multitud de gente, que las tres cuartas
partes de los espectadores se quedaron fuera del edificio, sin poder penetrar
en él. Hicieron bajar al sacerdote Berteaux
de su cabalgadura, y se le obligó a entrar en la iglesia con las otras víctimas
que debían ser guillotinadas aquel mismo día.
Los representantes y Carrier a su cabeza,
las autoridades del departamento, las delegaciones de los Comités, los
generales y los oficiales del ejército del Oeste, que todavía no habían salido
de Nantes: los vengadoras de Marat
y otros personajes ocupaban ya toda la nave central. Se amontonó a las víctimas
delante del altar, haciendo sentar en medio de ellas en un asiento alto, al
sacerdote Berteaux, a fin de que
todos pudiesen verle sin dificultad. El pueblo se rebullía en lo restante del
templo.
Al dar las doce, la
Razón y su cortejo hacían su entrada por la gran portada, y se dirigieron al coro
en medio dé aclamaciones “Afirmaba mi
abuela que tenía todos los detalles que se siguen de un proceso verbal de la
fiesta de la Razón, que puso ante su vista durante su estancia en Nantes en
1803. Copió de su propio puño y letra el texto del discurso que se verá más
adelante. (Nota del coronel Rembure,)”
Rompían la marcha tres mujeres jóvenes, marchando de frente. La primera, que iba a la derecha, vestía de azul; la que marchaba en medio, de blanco, y de rojo la otra. A lo que parece, simbolizaban la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Seguían
veinticuatro adolescentes vestidos de azul; caminaban hacia atrás en dos
líneas, sembrando el pavimento de verdes hojas o incensando con incensarios de
oro a la divinidad.
Sobre
trono ricamente adornado, que llevaban ocho jóvenes coronados de ramos de encina,
estaba sentada la diosa, vestida de túnica roja, ceñida la cintura con un
cinturón tricolor y llevando en la cabeza el gorro frigio. Ostentaba triple collar de perlas blancas
sobre el pecho, cubierto con una manteleta de color azul. Empuñaba en la mano
un cetro de ébano, que extendía al pasar sobre la multitud como para
bendecirla.
Ocho
ancianos marchaban al lado de los que llevaban el trono, sujetando con sus manos
cordones que pendían de éste.
Finalmente,
cuatro jovencitas vestidas de blanco y coronadas de rosas iban detrás de la
diosa entonando himnos patrióticos, que iban alternando con las letanías del
corazón de Marat.
Habréis notado, hijos míos, que esta ridícula ceremonia
era una parodia sacrílega de los homenajes tributados en otros tiempos por el
pueblo cristiano al Santísimo Sacramento. Pidamos a Dios que nos preserve de la
desgracia de volver a ver días semejantes.
Entrado
que hubo el cortejo en el coro, la diosa descendió de su trono y se la hizo
sentar en el altar, en el mismo sitio en que otras veces se inmolaba el Cordero
sin mancilla.
Entonces
dió comienzo el desfile, a la vez grotesco e impío, de los adoradores, que
hincaban la rodilla delante del ídolo, en tanto que aquella mujercita sin
vergüenza charlaba, riendo, con los jóvenes que la habían conducido y que
estaban en pie a los lados del altar.
Terminado el desfile, subió al púlpito un
orador, y empezó un discurso en alabanza de la Razón, única divinidad digna de
recibir los homenajes de los hombres regeneradores por su culto.
—Por fin ha llegado el día—exclamó en un
lenguaje que pretendía ser lírico y resultaba grotesco—; por fin ha llegado el
día en que el suelo de la ciudad nantesa va a ser purgado definitivamente de
las inmundicias del fanatismo y de la superstición; en que el sol de la
Libertad va a brillar a las miradas de los hombres, sumergidos largo tiempo en
profusa noche, encubierta, hará pronto dos mil años, por los velos del
oscurantismo; ha llegado el día en que la Razón, simbolizada ante nuestros ojos
por una obra maestra de la Naturaleza, preside desde su trono, pacífica y
sonriente, en medio de un pueblo venturoso, que ha salido, por fin, de las
tinieblas del antiguo culto, y que ha de ser esclarecido de aquí en adelante
por los rayos bienhechores de la Igualdad.
Señalando
después con ademán teatral a las víctimas destinadas al cadalso, continuó en el
mismo tono: —Esos criminales, ¡oh
diosa!, han sido condenados por justo juicio de la nación, y dentro de poco vas
a ver rodar sus cabezas al pie de tu trono. Pero entre ellos hay un malvado más
perverso que todos los demás: un sacerdote
católico, un representante de esa religión bárbara que oprimió por largo tiempo
a nuestros padres. A ti, ¡oh diosa!, te hemos reservado el juicio de ese
miserable. Será traído a tus pies, a fin de que tú decidas de su suerte. Si se
inclina delante de ti, si abjura de un culto estúpido para abrazar el de la
Razón, que tú simbolizas ante nuestros ojos, la nación por tu voz, le perdonará
todos sus crímenes. Más si, por el contrario, ese malvado persiste en vivir
esclavo de una superstición vergonzosa, de tus divinos labios partirá la sentencia
que hará caer sobre su cabeza la espada de nuestras justas leyes... Pronuncia
tus oráculos, ¡oh diosa! Tu pueblo te implora de rodillas.
En
aquel instante, a una señal del maestro de ceremonias, se condujo al sacerdote Berteaux hasta
los pies del ídolo.
— ¡Arrodíllate!—le
gritaron de todas partes—. ¡Ofrécele incienso, reconoce su divinidad!
La
diosa extendió su cetro para imponer silencio, y, todo en calma, dijo con
ademán insolente:
— ¿Quieres adorarme?
Entonces,
en medio de la atenta muchedumbre, el sacerdote fiel, levantando la voz. Dijo:
—Yo adoro el solo Dios verdadero, que me juzgará dentro
de breves instantes, y al cual ofrezco mi sangre por este pueblo desgraciado,
que ha renegado de la fe de sus mayores. Y tú, desgraciada, ¿no te sonrojas de
tu impiedad? Haz penitencia, porque el castigo está pendiente sobre tu cabeza,
y si no procuras desarmar la cólera divina, próximo está el día en que los
gusanos del sepulcro devorarán esa carne de pecado, mientras que tu alma será
arrojada para pasto de las llamas eternas.
El
confesor de la fe habló, a lo que parece, con tal fuerza y con tanta autoridad,
que aquella miserable mujer, que entró hacía poco en lugar santo levantada la
frente y segura la mirada, se turbó y se estremeció al escuchar aquella palabra
amenazadora. Viósela mudar de color, enrojecerse y ponerse amarilla
sucesivamente. Quiso hablar, pero su garganta no dejó pasar sino sonidos inarticulados.
Por fin, pudo serenarse poco a poco, y recobrando su ingente orgullo, sólo
pensó, en vengarse de la humillación que acababa de sufrir. Y cuando el orador
de oficio la invitó de nuevo a decidir de la suerte del sacerdote fiel, dijo
con acento de rabia:
— ¡Que se le
achique después de los otros, y con eso no volverá a hablar ese indecente!...
Púsose en marcha el cortejo procesionalmente,
y como la distancia entre la iglesia de la Santa Cruz y la plaza de Bouffay es
muy corta, pronto llegaron los sentenciados al lugar del suplicio.
Frente a la guillotina se había levantado un
vasto pabellón adornado con soberbios tapices y con flores. Los representantes
comisionados, las autoridades locales, los personajes oficiales, las princesas
del día en traje de baile, estaban prensados en aquellos elegantes salones,
donde algunos braseros mantenían una temperatura agradable y penetrante que
permitía gozar del espectáculo sin sufrir los rigores de la estación. Vinos
generosos, platos delicados fueron servidos a los convidados, los cuales, cien
veces más crueles que la misma multitud, iban a gustar los placeres de la mesa
mientras contemplaban la ejecución. ¡Qué
bien supo disponerlo todo Carrier!
Apenas se colocó la diosa en el sitio
reservado para ella, teniendo a Carrier a
su derecha y al general Westermann a
su izquierda, (Este general, apellidado El carnicero de los vandeanos, pereció en el
cadalso pocas semanas después. Nota del coronel Rembure) se hizo
en la plaza, como por encanto, un absoluto silencio, acompañado de curiosidad,
de miedo y de horror. Iba a dar comienzo el espectáculo.
De
súbito se dejó oír, potente y clara la voz del cura de Saint-Cyr en medio de la
atenta multitud:
—Recogeos dentro de
vosotros, mis queridos hermanos–exclamó, dirigiéndose a las víctimas—, pues voy
a daros la absolución.
Levantó la mano derecha, y el perdón de Jesucristo
descendió sobre aquellas frentes inclinadas.
La ejecución duró cerca de treinta minutos.
Y mientras que bajo los tapices del pabellón oficial, en una atmósfera templada
y perfumada, se cambiaban dichos obscenos e impíos, al pie del cadalso,
tiritando bajo el látigo de un viento glacial, los cristianos que iban a morir entonaban el hermoso cántico a Nuestra Señora del Buen Socorro, como en otro
tiempo en las gloriosas jornadas de Torfou y de Laval.
El
sacerdote Berteaux, como el más culpable, debía ser ejecutado el
último de todos. En pie junto al cadalso, todavía revestido de los ornamentos
sagrados, daba una nueva absolución a cada una de las víctimas que subía al
llamamiento del verdugo; al tocarle la vez, cuando hubieron rodado todas las
cabezas, se santiguó muy despacio, y dijo con voz poderosa:
—In manus tuas,
Domine, commendo spiritum meum. (Señor, en tus manos encomiendo mi
alma.)
En
seguida, con vacilante paso, subió las gradas de la guillotina, y se puso en
manos de los ejecutores. Pocos minutos después la cuchilla caía por última vez,
y el mártir entró en la gloria.
“UNA FAMILIA DE BANDIDOS EN 1793”
Relato de una abuela.
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