miércoles, 27 de enero de 2021

El martirio del padre Berteaux – A los pies del ídolo Cap. XXXV. “UNA FAMILIA DE BANDIDOS” (Fragmento) – Por El P. JUAN CHARRUAU S.J.


 



   Nota de S.M.A: Me temo amigos, que el fragmento escogido de estas memorias de una abuela en (1793) sean tan actuales. Si se mira con objetividad los sucesos del presente, me temo que estamos asistiendo a una verdadera Revolución Francesa. Pues muchos de los hechos de hoy, no son más que efectos de aquella trágica fecha, 1789,  y que jamás dejo de atacar a Cristo, y a su única, santa, católica y  apostólica iglesia…

   Los resaltados en negrita son de S.M.A.

 

   (…) Los republicanos tuvieron por muy preciosa la captura del presbítero Berteaux. Le habían sorprendido diciendo misa, sus cuentas eran claras y pronto se las arreglarían. Por unos momentos estuvieron deliberando los vengadores de Marat acerca de lo que habían de hacer con su prisionero. ¿Convendría matarle inmediatamente o llevarle, para observar las formalidades, al Tribunal revolucionario, o meterle en la cárcel para que pereciese después en el Loira o en la guillotina?




 

   Después de un momento de reflexión, uno de ellos hizo una propuesta que obtuvo todos los sufragios.

 

   —Ninguno de nosotros ignora—dijo—que hoy se celebra en Nantes la fiesta de la Razón. Todas las secciones han sido convocadas al templo de la Fraternidad, antes iglesia de la Santa Cruz. La diosa ha de recibir allí los homenajes de la población nantesa, para ir después a Bouffay, donde presidirá la ejecución de los aristócratas. Pues bien: vayamos a arrojar a sus pies a este miserable satélite del fanatismo, y que ella decida de su suerte. Esta será una revancha de la humana razón, ultrajada hace dieciocho siglos por los sacerdotes de la religión católica.

 

   Ruidosos aplausos acogieron esta proposición, que fué, sin más tardar, votada en medio de un frenético entusiasmo.

 

   Decidieron dejar al prisionero revestido con los sagrados ornamentos, a fin de llamar mejor la atención de la multitud y comunicar nuevo atractivo al espectáculo que se estaba preparando.

 

   Como el sacerdote Berteaux apenas podía dar un paso, creyeron cosa excusada el maniatarle, y se contentaron con dejarle custodiado por dos soldados hasta la hora señalada para la ceremonia. Enviaron una comunicación expresamente al Comité revolucionario y a los organizadores de la fiesta para darles cuenta del aprisionamiento del ex cura y darles tiempo de preparar el aparato escénico.

 

   Durante este tiempo nuestro santo amigo, sentado entre sus dos guardianes cerca del altar en que acababa de celebrar su última misa, daba gracias a Nuestro Señor por llamarle al honor de morir por Él, porque era indudable que le aguardaba el martirio. Había oído a los verdugos deliberar sobre su suerte, y su corazón saltó de gozo al pensar que iba a ser inmolado como sacerdote católico y revestido de los ornamentos sagrados con que todas las mañanas celebraba el santo sacrificio. Aquel día se cumplía precisamente el quincuagésimo aniversario de su primera misa. ¿De qué mejor manera podía coronar aquellos cincuenta años de su apostolado?

 

   En la efusión de su alegría, uniendo en su pensamiento el altar en que se inmola místicamente el Cordero inmaculado y el cadalso, que iba él mismo a enrojecer con su propia sangre, repetía en divino arrobamiento las palabras que pronunciaba todas las mañanas al principio de la misa; Introibo ad altare Dei ad Deum qui laetificat juventutem meam. (Me acercaré al altar de Dios, del Dios que alegra mi juventud.)

 

   Tonio, lejos de huir, como fácilmente lo hubiera podido hacer, se quedó con el señor cura para acompañarle hasta el patíbulo. El fué quien me refirió, algo después, los acontecimientos de aquel día.

 

   A eso de las once se hizo bajar al prisionero para conducirle a la muerte. Por burla y escarnio, se le había hecho montar de espaldas sobre un jumento, y, en medio de una estúpida muchedumbre, que le llenaba de injurias, dando aullidos, le condujeron hasta la iglesia de la Santa Cruz, profanada desde hacía muchos meses por las orgías revolucionarias.

 

   Tonio seguía al cortejo, porque deseaba ser testigo del martirio de su amadísimo padre.

 

   Mientras era conducido, el santo anciano, como insensible a los ultrajes de sus verduscos, conservó una paz y una serenidad maravillosas. Sus labios no cesaban de moverse, y a menudo sus oíos se alzaban al Cielo, como buscando el camino por donde iba a subir dentro de poco.

 

   Pocos minutos antes de mediodía llegaron al templo de la Fraternidad. Era tanta la multitud de gente, que las tres cuartas partes de los espectadores se quedaron fuera del edificio, sin poder penetrar en él. Hicieron bajar al sacerdote Berteaux de su cabalgadura, y se le obligó a entrar en la iglesia con las otras víctimas que debían ser guillotinadas aquel mismo día.

 

   Los representantes y Carrier a su cabeza, las autoridades del departamento, las delegaciones de los Comités, los generales y los oficiales del ejército del Oeste, que todavía no habían salido de Nantes: los vengadoras de Marat y otros personajes ocupaban ya toda la nave central. Se amontonó a las víctimas delante del altar, haciendo sentar en medio de ellas en un asiento alto, al sacerdote Berteaux, a fin de que todos pudiesen verle sin dificultad. El pueblo se rebullía en lo restante del templo.




 

Al dar las doce, la Razón y su cortejo hacían su entrada por la gran portada, y se dirigieron al coro en medio dé aclamaciones “Afirmaba mi abuela que tenía todos los detalles que se siguen de un proceso verbal de la fiesta de la Razón, que puso ante su vista durante su estancia en Nantes en 1803. Copió de su propio puño y letra el texto del discurso que se verá más adelante. (Nota del coronel Rembure,)”

 

   Rompían la marcha tres mujeres jóvenes, marchando de frente. La primera, que iba a la derecha, vestía de azul; la que marchaba en medio, de blanco, y de rojo la otra. A lo que parece, simbolizaban la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

 

   Seguían veinticuatro adolescentes vestidos de azul; caminaban hacia atrás en dos líneas, sembrando el pavimento de verdes hojas o incensando con incensarios de oro a la divinidad.

 

   Sobre trono ricamente adornado, que llevaban ocho jóvenes coronados de ramos de encina, estaba sentada la diosa, vestida de túnica roja, ceñida la cintura con un cinturón tricolor y llevando en la cabeza el gorro frigio. Ostentaba triple collar de perlas blancas sobre el pecho, cubierto con una manteleta de color azul. Empuñaba en la mano un cetro de ébano, que extendía al pasar sobre la multitud como para bendecirla.

 

   Ocho ancianos marchaban al lado de los que llevaban el trono, sujetando con sus manos cordones que pendían de éste.

 

   Finalmente, cuatro jovencitas vestidas de blanco y coronadas de rosas iban detrás de la diosa entonando himnos patrióticos, que iban alternando con las letanías del corazón de Marat.

 

   Habréis notado, hijos míos, que esta ridícula ceremonia era una parodia sacrílega de los homenajes tributados en otros tiempos por el pueblo cristiano al Santísimo Sacramento. Pidamos a Dios que nos preserve de la desgracia de volver a ver días semejantes.


Entrado que hubo el cortejo en el coro, la diosa descendió de su trono y se la hizo sentar en el altar, en el mismo sitio en que otras veces se inmolaba el Cordero sin mancilla.

 

   Entonces dió comienzo el desfile, a la vez grotesco e impío, de los adoradores, que hincaban la rodilla delante del ídolo, en tanto que aquella mujercita sin vergüenza charlaba, riendo, con los jóvenes que la habían conducido y que estaban en pie a los lados del altar.

 

   Terminado el desfile, subió al púlpito un orador, y empezó un discurso en alabanza de la Razón, única divinidad digna de recibir los homenajes de los hombres regeneradores por su culto. 

 

   —Por fin ha llegado el día—exclamó en un lenguaje que pretendía ser lírico y resultaba grotesco—; por fin ha llegado el día en que el suelo de la ciudad nantesa va a ser purgado definitivamente de las inmundicias del fanatismo y de la superstición; en que el sol de la Libertad va a brillar a las miradas de los hombres, sumergidos largo tiempo en profusa noche, encubierta, hará pronto dos mil años, por los velos del oscurantismo; ha llegado el día en que la Razón, simbolizada ante nuestros ojos por una obra maestra de la Naturaleza, preside desde su trono, pacífica y sonriente, en medio de un pueblo venturoso, que ha salido, por fin, de las tinieblas del antiguo culto, y que ha de ser esclarecido de aquí en adelante por los rayos bienhechores de la Igualdad.

 

   Señalando después con ademán teatral a las víctimas destinadas al cadalso, continuó en el mismo tono: —Esos criminales, ¡oh diosa!, han sido condenados por justo juicio de la nación, y dentro de poco vas a ver rodar sus cabezas al pie de tu trono. Pero entre ellos hay un malvado más perverso que todos los demás: un sacerdote católico, un representante de esa religión bárbara que oprimió por largo tiempo a nuestros padres. A ti, ¡oh diosa!, te hemos reservado el juicio de ese miserable. Será traído a tus pies, a fin de que tú decidas de su suerte. Si se inclina delante de ti, si abjura de un culto estúpido para abrazar el de la Razón, que tú simbolizas ante nuestros ojos, la nación por tu voz, le perdonará todos sus crímenes. Más si, por el contrario, ese malvado persiste en vivir esclavo de una superstición vergonzosa, de tus divinos labios partirá la sentencia que hará caer sobre su cabeza la espada de nuestras justas leyes... Pronuncia tus oráculos, ¡oh diosa! Tu pueblo te implora de rodillas.

 

   En aquel instante, a una señal del maestro de ceremonias, se condujo al sacerdote Berteaux hasta los pies del ídolo.

 

   — ¡Arrodíllate!—le gritaron de todas partes—. ¡Ofrécele incienso, reconoce su divinidad!

 

   La diosa extendió su cetro para imponer silencio, y, todo en calma, dijo con ademán insolente:

 

   — ¿Quieres adorarme?

 

   Entonces, en medio de la atenta muchedumbre, el sacerdote fiel, levantando la voz. Dijo:

 

   —Yo adoro el solo Dios verdadero, que me juzgará dentro de breves instantes, y al cual ofrezco mi sangre por este pueblo desgraciado, que ha renegado de la fe de sus mayores. Y tú, desgraciada, ¿no te sonrojas de tu impiedad? Haz penitencia, porque el castigo está pendiente sobre tu cabeza, y si no procuras desarmar la cólera divina, próximo está el día en que los gusanos del sepulcro devorarán esa carne de pecado, mientras que tu alma será arrojada para pasto de las llamas eternas.

 

   El confesor de la fe habló, a lo que parece, con tal fuerza y con tanta autoridad, que aquella miserable mujer, que entró hacía poco en lugar santo levantada la frente y segura la mirada, se turbó y se estremeció al escuchar aquella palabra amenazadora. Viósela mudar de color, enrojecerse y ponerse amarilla sucesivamente. Quiso hablar, pero su garganta no dejó pasar sino sonidos inarticulados. Por fin, pudo serenarse poco a poco, y recobrando su ingente orgullo, sólo pensó, en vengarse de la humillación que acababa de sufrir. Y cuando el orador de oficio la invitó de nuevo a decidir de la suerte del sacerdote fiel, dijo con acento de rabia:

 

   — ¡Que se le achique después de los otros, y con eso no volverá a hablar ese indecente!...

 

   Púsose en marcha el cortejo procesionalmente, y como la distancia entre la iglesia de la Santa Cruz y la plaza de Bouffay es muy corta, pronto llegaron los sentenciados al lugar del suplicio.




 

   Frente a la guillotina se había levantado un vasto pabellón adornado con soberbios tapices y con flores. Los representantes comisionados, las autoridades locales, los personajes oficiales, las princesas del día en traje de baile, estaban prensados en aquellos elegantes salones, donde algunos braseros mantenían una temperatura agradable y penetrante que permitía gozar del espectáculo sin sufrir los rigores de la estación. Vinos generosos, platos delicados fueron servidos a los convidados, los cuales, cien veces más crueles que la misma multitud, iban a gustar los placeres de la mesa mientras contemplaban la ejecución. ¡Qué bien supo disponerlo todo Carrier!

 

   Apenas se colocó la diosa en el sitio reservado para ella, teniendo a Carrier a su derecha y al general Westermann a su izquierda,  (Este general, apellidado El carnicero de los vandeanos, pereció en el cadalso pocas semanas después. Nota del coronel Rembure) se hizo en la plaza, como por encanto, un absoluto silencio, acompañado de curiosidad, de miedo y de horror. Iba a dar comienzo el espectáculo.

 

   De súbito se dejó oír, potente y clara la voz del cura de Saint-Cyr en medio de la atenta multitud:

 

   —Recogeos dentro de vosotros, mis queridos hermanos–exclamó, dirigiéndose a las víctimas—, pues voy a daros la absolución.

 

   Levantó la mano derecha, y el perdón de Jesucristo descendió sobre aquellas frentes inclinadas.

 

   La ejecución duró cerca de treinta minutos. Y mientras que bajo los tapices del pabellón oficial, en una atmósfera templada y perfumada, se cambiaban dichos obscenos e impíos, al pie del cadalso, tiritando bajo el látigo de un viento glacial, los cristianos que iban a morir entonaban el hermoso cántico a Nuestra Señora del Buen Socorro, como en otro tiempo en las gloriosas jornadas de Torfou y de Laval.




 

   El sacerdote Berteaux, como el más culpable, debía ser ejecutado el último de todos. En pie junto al cadalso, todavía revestido de los ornamentos sagrados, daba una nueva absolución a cada una de las víctimas que subía al llamamiento del verdugo; al tocarle la vez, cuando hubieron rodado todas las cabezas, se santiguó muy despacio, y dijo con voz poderosa:

 

   —In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum. (Señor, en tus manos encomiendo mi alma.)

 

   En seguida, con vacilante paso, subió las gradas de la guillotina, y se puso en manos de los ejecutores. Pocos minutos después la cuchilla caía por última vez, y el mártir entró en la gloria.

 

“UNA FAMILIA DE BANDIDOS EN 1793”

Relato de una abuela.


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